El bisturí de Chéjov ante la corrosión de la costumbre: “Si temes la soledad, no te cases”. Amores perdurables se vuelven, bajo este bisturí, máscaras que el tiempo fija, muecas que se desentienden del rostro original y dialogan por cuenta propia. Algo queda secuestrado en el solipsismo de cada cual cuando lo que entre ambos prevalece es la repetición del gesto o el comentario. Se dirá que la complicidad se vuelve entrañable si ya no hacen falta palabras para confirmar la cercanía, y que son más sutiles, no más toscos, los hilos que viajan del uno al otro a medida que pasan los años. Generosa mirada. La otra, la de Chéjov, dirá que tarde o temprano nos despertamos, un día, sin saber cómo burlar el confinamiento con tanto exceso de proximidad. Aun así, seguimos allí. La costumbre hizo impensable la alternativa de despertar sin el roce de un cuerpo familiar o íntimo que alivia del espanto de morir solos. Pero una cosa no quita la otra. El matrimonio —largo, constante, continuo— tal vez sea lo que mejor nos señala hasta dónde llega, y cómo se agota, el recurso de permearse de otro cuerpo y de otra vida. Por lo mismo —y aquí Chéjov— hay más soledad en la sordera entre dos que en el mutismo interior, porque en esa sordera habla la desazón de no llegar nunca a estar en el otro; o estarlo tanto y con semejante saciedad, en una saturación mutua, involuntaria, que no cesa de aislar entre dos. Nada personal contra el matrimonio. No es que se pierda la confianza ni el cariño, o no necesariamente: sólo se hace más difícil descubrirse en el otro cuando ese otro se ha vuelto tan idéntico a sí mismo ante nuestros ojos, que nuestros ojos descubren, a pesar suyo, el viento helado de la extrañeza en medio de la familiaridad.
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