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Oigo con desconfianza a quienes afirman que siempre han vivido de acuerdo a sus convicciones, que nunca mintieron, que abrazaron una sola causa, que fueron fieles a sí mismos, que la animadversión que a su paso levantaron fue el precio inevitable de una autenticidad a prueba de fuego y de la que no se arrepienten, que no hubo más que esta apuesta que no repara en costos ni en recompensas, que el reconocimiento fue siempre irrelevante, que si volviesen a nacer emprenderían de nuevo el mismo vuelo transparente, genuino, sin renuncia ni ambigüedad. Sospecho de esa presunción de gesta y ese pecho vociferante. Mi sospecha, lo reconozco, arrastra unos residuos de envidia que afirmo con inquebrantable franqueza, sin miramientos, hasta las últimas consecuencias, por más animadversión que provoque.

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