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Foto del escritorSilvia Veloso

NQ


En 1547 John Dee apenas pasaba de los veinte y enseñaba matemática euclidiana en las aulas universitarias de París. Por las noches trataba de comunicarse con el ángel Uriel usando como mecanismo de intermediación una esfera de cristal. Según otros biógrafos, el instrumento era un espejo azteca de obsidiana. Quizá tenía los dos y ambas versiones sean correctas. Dee pretendía que Uriel le revelara el significado del libro de Soyga. El ángel tardó años en manifestarse y cuando finalmente lo hizo fue para decirle que otros ángeles habían revelado el libro a Adán y que sólo el arcángel Miguel podría ayudarlo con la interpretación. También aprovechó para recomendarle que hiciera un swinger de esposas con su socio espiritista Edward Kelley. Dee se enfureció con la respuesta que Uriel le dio sobre el libro, pero aceptó la propuesta de intercambio. Por aquel entonces se encontraba en la corte de Bohemia. Entre sus ayudantes había un turco muy inteligente llamado Mehmut que salvó la bola de cristal cuando Dee la lanzó por la ventana en un arranque de furia tras conversar con Uriel.


Por su parte Miguel tenía demonios importantes de los que ocuparse y nunca se manifestó, ni a través de la esfera ni del espejo ni por ninguna de las otras vías habituales que suelen utilizar estos seres para comunicarse con el mundo terreno. Con el tiempo Dee regresó a Inglaterra. La reina que lo protegía y de quien fue íntimo consejero firmando las cartas a su majestad como 007, había muerto. También la peste se llevó a su mujer y a seis de sus ocho hijos. Muy viejo, murió en la pobreza sustentándose con la venta de los libros que aún le quedaban de la que un tiempo fue la mayor biblioteca del Reino Unido.


Dee hizo de la superstición y lo desconocido una cuestión sistémica. Que un matemático y científico de vanguardia, además de principal ideólogo e impulsor del concepto de Imperio británico, sea a su vez nigromante y oidor de ángeles, no debe sorprendernos. También Newton, Plank, Einstein o los Curie se interesaron y profundizaron en la búsqueda de lo espiritual y de lo oculto. Se dice que en Princeton, Einstein mantenía siempre una frase escrita con letras mayúsculas en el borde superior de la pizarra del aula en la que impartía sus clases. La frase se atribuye a John Dee quien supuestamente colocaba un enorme cartel a la entrada de sus conferencias en Cambridge y París advirtiendo a los alumnos contra lo que consideraba una inexcusable torpeza del intelecto moderno: NO ME CUELGUEN SUS IDEAS DE CITAS DE AUTORES CLÁSICOS NI CONTEMPORÁNEOS.


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1816 fue un año sin verano. La erupción del volcán Tambora en Indonesia había cubierto de frío y oscuridad el planeta. Las cosechas no prosperaron. Primero la hambruna y después una terrible epidemia de cólera asolaron todos los continentes.


Durante ese frío verano, cerca de Ginebra, Mary Shelley escribió Frankenstein. Tenía dieciocho años. Por amor había escapado de Inglaterra con quien después sería su marido y su media hermana. Al pie de los Alpes, pasó noches y días frente al papel tratando de ponerse a la altura de un poeta, Shelley, de un dios, Byron y de un joven médico, Polidori, probablemente de los tres, el más inteligente.

Sólo la pequeña Shelley cumplió con el objetivo del desafío literario que el grupo ideó como un juego para deshacerse del aburrimiento de aquel encierro al que el mal tiempo los obligaba.


Mucho antes de que la palabra psique pasara a convertirse en disciplina y se esparciera por todos los rincones y espíritus del siglo XX, Mary escribió uno de los más perturbadores y profundos relatos sobre el alma humana. Sobre el monstruoso peso del acto de creación y de la compleja relación de dos direcciones que une al ser creado y al creador.


Era el año 1816 y el mundo se caía a pedazos. Frío, hambre, oscuridad, hijos muertos. Qué generaciones de gentes blandas, nos diría con sorna y desprecio cualquiera de los bisabuelos de nuestros abuelos si nos vieran hoy tan vulnerables y temerosos, tan débiles y autoindulgentes ante nuestro ego o ante cualquier calamidad.


La memoria colectiva es de corto plazo. La historia no siempre, o casi nunca, es garante de una visión objetiva de los hechos. Quizá en esa intuición que nos arrastra hacia el olvido y la ignorancia se encuentra la clave de nuestra supervivencia.

El dios Byron también hacía historia con sus versos cuando sobre aquellos días desolados y oscuros escribió: ‘Tuve un sueño, que no era del todo un sueño. El sol se había extinguido y las estrellas vagaban a oscuras en el espacio eterno. Sin luz y sin rumbo, la helada tierra oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna. Llegó el alba y se fue. Y llegó de nuevo sin traer el día. Y el hombre olvidó sus pasiones en el abismo de su desolación (…)”.


Mary Godwin Shelley también llevó a su monstruo y a su dios creador hasta los últimos hielos. Solo allí sus almas, despojadas de todo decorado, podrían enfrentarse cara a cara en la batalla final. La muerte era el único destino posible. La tragedia de aquel moderno Prometeo fue no tener ni dioses ni fuego para robar, ni siquiera hombres que esperaran de su condición un acto heroico. Ante el cadáver de Frankenstein, el monstruo anuncia su intención de suicidarse al comprender que sin él su soledad se ha completado y es perpetua e infinita, que está condenado a dejar este mundo sin conocer el amor que tanto había implorado a su creador y a la humanidad. La joven Shelley no tuvo piedad ni pudor para descartar un final feliz que fácilmente habría podido encontrar ensayando algunas vueltas de tuerca. A sus dieciocho años había escarbado ya lo suficiente en la oscuridad humana.


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Jacques Videau y Teresa Cristóbal se conocieron en el verano de 1965 bailando La yenka, La chica ye-ye y otras canciones tontas en una fiesta en un hotel de Torremolinos.


Jacques trabajaba como agregado cultural en la embajada de Francia en Madrid y Teresa estudiaba, como las niñas que entonces estudiaban, filosofía. Teresa estudiaba poco y Jacques se dedicaba a otras funciones que nada tenían que ver con la cultura y que no debía comentar.

Después de compartir algunos tragos y de bailar canciones tontas, lo primero que hizo mi padre fue embarazar a mi madre en la parte de atrás de su Renault con matrícula diplomática.


La historia no tiene más incidentes destacables. Solo preguntas.

Por ejemplo, qué sucede en la cabeza de alguien cuando se juntan las piscinas de los cuadros de Babarovic y las imágenes de la película El desencanto. Se produce la explosión subatómica de la fórmula química que materializa la melancolía.

Qué sucede cuando Teresa Cristóbal a media mañana detiene un momento sus quehaceres de la casa y queda con el palo de la fregona en una mano y con la mirada ausente fija en el cubo con agua. Sucede que se produce un milagro y de repente lo ve como un Duchamp.


Las postales de los años sesenta tienen la misma luz desteñida que las fotos de aquel encuentro en Torremolinos. Teresa Cristóbal regresa por un momento a la Teresa Cristóbal estudiante de filosofía y ante su inesperado Duchamp piensa que cada época tiene el tinte de una luz precisa e irrepetible, una tonalidad particular que se asemeja a un sentimiento. En su memoria también se arremolinan confusamente las ideas y teorías del test de Turing a las que alguna vez se dedicó con una pasión extravagante. Y se ríe de sí misma, de su miseria de pequeño formato y de aquella chica tonta de la época franquista enamorada de un homosexual muerto.


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Cuando un general victorioso entraba en Roma aclamado por la multitud, lo acompañaba un esclavo que además de sostener la corona de laurel flotando sobre su cabeza constantemente le repetía: recuerda que eres humano, recuerda que eres solo un hombre, recuerda que eres humano…


El pequeño Vaticano tiene más poder del que nunca pudieron soñar César, Augusto o Trajano ni aun durante el esplendor de la máxima extensión que alcanzaron las fronteras del Imperio. Tal vez alguno de los prelados que siempre acompañan al Papa cuando se asoma a la ventana de su despacho sobre la plaza de San Pedro para bendecir y recibir los vítores de los fieles, tenga por única misión susurrarle al pontífice en medio de esa apoteosis: recuerda que eres humano, recuerda que eres solo un hombre. Hoy, más o menos, uno de cada cinco habitantes es chino, otro indio y otro católico, pudiendo este último ser, claro está, además de católico, indio o chino. Dirigir espiritualmente a una quinta parte de la humanidad podemos considerarlo como un poder de peso.


La curia arrastra sus pies sobre la colina de los vaticinios y los oráculos. Cuando el cristianismo decidió instalar su sede en lugar tan señalado, no quiso expropiarle al pueblo de Roma su gusto por los pájaros y los augurios. El éxito de la transmutación ideológica depende siempre de los pequeños detalles, como cambiar el mensaje valiéndose de los mismos símbolos. Como buenos romanos, los primeros padres de la Iglesia tenían bien aprendida esa lección.


Durante algunas ceremonias, cuando un Papa en San Pedro es vitoreado con fervor por la multitud, desde la ventana suelta palomas blancas sobre la plaza. Las palomas simbolizan el Espíritu Santo y el deseo de paz y fraternidad para el mundo. El domingo 27 de enero de 2013, tras una misa en homenaje a las víctimas del Holocausto, Joseph Ratzinger, aún Papa, como tantas otras veces echó a volar al viento un par de palomas blancas. En un hecho insólito, una gaviota entra en escena y ataca a una de las palomas en vuelo rasante. Mal augurio.


Hace varias décadas que las gaviotas son una especie de vampiro en el complejo mundo de las aves urbanas. Hijas de su época, muchas de ellas han transformado sus hábitos abandonando el mar y la pesca para trasladarse a las ciudades donde con mucho menos trabajo, disfrutan del alimento abundante y seguro que les provén nuestros basurales y vertederos. En esto, como los humanos, las gaviotas se pliegan gustosamente a las leyes del menor esfuerzo. Desparraman la basura, arruinan monumentos y edificios y no dudan en atacar y descuartizar a otros pájaros cuando se presenta la oportunidad. Nuestra basura contamina y alimenta. No deja de haber en ello una contradicción perversa sobre la que mucho se podría especular.


El desagradable incidente del ataque al emisario del Espíritu Santo y de la paz para el mundo pasó desapercibido para la mayoría de quienes aquel domingo esperaban en San Pedro la bendición del Papa. Después, tuvo intenso protagonismo mediático. La conclusión generalizada y superficial del hecho: mal augurio. Después olvido.


A los pocos días, Ratzinger claudicó. El papa filósofo se retiraba a pensar y estar solo porque siempre consideró que esa es la verdadera forma de vivir en la cornisa y que no hay adrenalina más fuerte ni droga más dura que correr en paralelo con la muerte. Hasta el día en que alguna de las líneas se tuerce y ambas se intersectan.


El domingo 26 de enero de 2014, otro pontífice se asomaba a la ventana del despacho papal y echaba a volar dos palomas tras el rezo del Ángelus. El deseo y la plegaria iban esta vez dirigidos a lograr algún acuerdo que pusiera fin al conflicto de Ucrania y Rusia. Como si estuvieran esperando el momento, sobre la plaza aparecieron un cuervo siniestro y una gaviota feroz que se abalanzaron sobre las palomas. El ataque fue más brutal que el sufrido por la paloma de Ratzinger. Mal augurio.


Siglos atrás, los romanos esperaban las grandes bandadas de estorninos que llegaban a la ciudad con los primeros fríos de octubre. En las figuras y formas que los pájaros migrantes dibujaban en el cielo leían augurios y mensajes que los dioses y las sibilas enviaban al pueblo y a Roma. Las gaviotas y el cuervo atacando a las palomas de los papas en el corazón político y espiritual del catolicismo parecen sacadas de retablos del medievo o de ilustraciones proféticas renacentistas. El cuadro simbólico y la alegoría no podrían ser más perfectos y evidentes. Pero en una época donde los símbolos y rituales colectivos no convocan, no representan más que una pelea de pájaros luchando por sobrevivir entre la basura y la presa. Mal augurio.


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Al lado de madame Xi, Mary Kondo no pasa de principiante y filibustera mediática. Madame Xi mantiene a raya el orden en su casa que por ahora y espera que por largo tiempo, es la residencia presidencial del complejo de Zhongnanhai. La señora Xi presta especial atención a las corbatas del Presidente. Son 154, el número que en la superstición china significa ‘lo que no puede morir’. Madame Xi las mantiene ordenadas en impecable degradé siguiendo un estricto código de pantone. Nadie salvo ella puede tocarlas. Los muy cercanos al Presidente intuyen que su humor, la política y sus decisiones dependen del color de su corbata. Sin embargo, no pocas veces la astucia de Xi los desconcierta. No en vano los años pasados en la cueva de Liangjiahe moldearon su carácter hermético y le revelaron su misión en este y en el otro mundo. A Xi no lo conforman la adulación y los likes en las redes sociales chinas. Esas son apenas herramientas de propaganda que es preciso y necesario saber utilizar. Xi piensa a largo plazo. Precisamente ayer un primo suyo profesor en Shanghai le contaba por teléfono a cuento de no se sabía muy bien qué tema que los sioux tomaban decisiones teniendo en cuenta el impacto que tendrían en las próximas siete generaciones. Xi sabe poco y le traen sin cuidado los indios norteamericanos pero el planteamiento le resultó interesante. Única y precisamente porque coincide con su esquema mental. Allí donde todos los mediocres, ambiciosos y corruptos que le rodean no ven más que a dos palmos de sus narices, él piensa en China a siete generaciones vista. Por eso necesita tiempo.

Madame Xi le acerca una corbata a su marido y le dice que debe darse prisa.


En ese momento en Xingjian, la taza de té de Yusuf se derrama en la trastienda de su local del gran bazar de Urumqi. Y no es a causa de la torpeza por el dedo amputado en el campo de reeducación. Ha sido el temblor que le ha sacudido de pies a cabeza cuando ha visto el color de la corbata de Xi en la esfera de cristal.

En la trastienda del local de Yusuf hay algunos objetos valiosos y suceden cosas raras. De generación, en generación, en generación, su familia ha guardado la bola de cristal de John Dee que su antepasado Mehmut salvó de salir volando por la ventana en Bohemia. También tiene un ejemplar de la primera edición de Frankenstein traducida al turco en 1944. Lo encuentra inspirador y lo lee con frecuencia pues más de una vez en su vida trató de crear su propio golem. Lo de las palomas, las gaviotas y el cuervo lo vio por televisión. No tiene demasiada simpatía por los cristianos pero el ataque le pareció un claro incidente de mal agüero en el que pueden leerse señales. De Teresa Cristóbal no sabe nada aunque su epifanía feminista del Duchamp no deja de ser interesante y digna de atención. Quizá hasta de estudio.

Yusuf observa detenidamente a Xi mientras anuda con precisión su corbata. No tiene dudas. Mal augurio.


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NQ. No quejarse. Es un mantra que repetimos cuando en alguna conversación el exceso de queja y lamentos pasa del límite y convierte la charla en un lloriqueo narcisista detestable. Después de todo y ante todo, NQ. La frase no es nuestra. Se la robamos a Lucas quien a su vez la heredó de su padre. Lucas tiene una deficiencia rara e inclasificable para la medicina. Alejado de la vileza y de las torpezas del mundo, sus destellos de lucidez nunca dejan de asombrar por su ajustada pertinencia. Cuando ninguno de los eficientes hemos caído en la cuenta, él siempre es preciso para encajar en la conversación un NQ. Y la cuestión se termina, el timón se endereza y la situación cambia de rumbo.


La naturaleza es una masacre continua y no hay nada en su accionar que podamos demandar a la justicia o suplicar a la clemencia. NQ.


La tarde de fin de año es serena. La luz de invierno es como la de las fotografías de Teresa Cristóbal. Una prueba de que su esbozo de teorema lumínico estaba equivocado. Al final, todas estas historias desaguan por el mismo agujero: arrastradas por la corriente que une NQ con la última tarde del año y los pinos del sur de Andalucía frente a la costa de África que mientras escuchan, en silencio mantienen la dignidad como pueden acorralados por el ilustre avance de la civilización. Quizá debiera pedirles perdón o ensayar algún descargo. En cualquier caso el año próximo seré otro, por eso es bueno callar y despedirme de este entre los árboles.


Silvia Veloso




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