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¿A dónde van las palabras?

Foto del escritor: Diego RossiDiego Rossi

Notas sobre Las Gratitudes, de Delphine de Vigan

 

I

 

Comencé a leer este libro no sólo por la confianza que me había dejado el texto anterior de la autora, Las Lealtades (Anagrama), sino –además– por el entusiasmo con el que me lo recomendó una joven mujer de ochenta y cinco años en el micro que nos llevaba de regreso. A ella, a la ciudad; a mí, al pueblo. Charlar con un desconocido en un viaje que hace escalas puede suscitar el brillo que se esconde, entre los huecos cotidianos.

           

Ella, la mujer, venía de las playas de San Clemente del Tuyú luego de permanecer allí casi cincuenta años. Quizá, por ese tiempo transcurrido, me dio la sensación de que, en su mirada, perduraba el múltiple efecto del oleaje: un gesto fuerte, dulce y grave.

 

Ocurrió de repente. Su mano de apariencia adolescente me señaló la tapa del libro, acariciándola. Algo aconteció de forma inesperada. Algo que no pudo captar, en totalidad, ni siquiera la tecnología más avanzada. Algo que Federico García Lorca denominó Duende: un duende fugaz. Ese duende que visita a la niñez, también a la vejez.

 

           

II        

 

La novela es narrada por dos personajes: Marie y Jérôme. Cada una de estas voces es sostenida por un tercer personaje – el hilo conductor de la historia –: Michka. Una mujer que cuidaba de Marie cuando era una niña. Y es precisamente ella, Marie, quien da inicio al libro, desde el final, inaugurándolo con la siguiente pregunta viva: “¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda”.

 

 

III

 

La vejez, la juventud, la infancia, el recuerdo –el olvido–, son algunos de los asuntos por dónde se desplaza la narrativa de estas vidas. Y, como suele ser la vida; hacia adelante pero también hacia atrás. Los caminos que conducen los personajes no son en forma recta sino, más bien, caminos curvos que transportan imágenes y sonidos: “De pronto varios pitidos rompen el silencio […] Michka parece sorprendida, mira a su alrededor, observa la pulsera que lleva puesta, como si el sonido pudiera proceder de este objeto tan raro y tan feo que al final ha decido llevar”.

 

Perder y ganar.

Ir y volver. Demorarse.

Vivir hacia afuera, también hacia adentro.

 

IV

 

Vuelvo sobre las pérdidas –una de las zonas– del libro. Pienso en ellas como un eslabón inevitable de la cadena de la vida. Lxs niñxs pierden los dientes temporarios (de leche) y saben que están creciendo, aunque venga el ratón Pérez. Los adultos empiezan a perder los dientes permanentes y, con suerte, comienzan a saborear que están envejeciendo. Unos los suplantan, otros siguen creyendo en la magia de la espera, otros dejan de creer en la emergencia del absurdo.

 

Envejecer es aprender a perder.

           

 

V

 

Cuando leía a Jérôme, uno de los protagonistas, pensé en los profesionales de la salud que acompañan a sus pacientes en sus procesos y, entonces, además pienso que son otros afectos que, en sus prácticas, alojan las huellas del encuentro: “Soy Logopeda. Trabajo con las palabras y con el silencio. Con lo que no se dice. Trabajo con la vergüenza, con los secretos, con los remordimientos. Trabajo con las ausencias, con los recuerdos que ya no están y con los que resurgen tras un nombre, una imagen, un perfume. Trabajo con el dolor de ayer y con el de hoy. Con las confidencias. Y con el miedo a morir. Forman parte de mi oficio”.

 

Michka no es alguien que sólo va y vuelve; la niña que ha sido, la mujer que leyó a Doris Lessing, a Sylvia Plath, a Virginia Woolf, entre otras, retorna y se esparce en una niebla sutil y voraz. Caen los contornos de la edad. Lee, aun así, aunque intenta buscar las palabras, aunque le cueste, hace un esfuerzo por leer: evoca a la familia que la hospedó durante el Holocausto para darle las gracias.

 

Los profesionales también pierden a sus pacientes, que son, a la vez, irremplazables. Es un lazo afectivo –distinto– como los de los amigos, la familia, las parejas. Hay quienes, todavía, no pueden asignar un turno en el horario que esos pacientes concurrían. La experiencia no sirve para nada, cada persona habita un mundo. Y hay un mundo detrás del mundo circundante.

 

“Vivir es vivir a pérdidas”, escuché decir una vez a una psicoanalista. ¿Qué ocurre cuando alguien comienza a perder el lenguaje? ¿Y con sus cuidadores? Como lo ha cantado La Grande Sophie: “¿A dónde van las palabras /que resisten /que desisten /que razonan / ¿Y emponzoñan? […]/ ¿A dónde van las palabras/ que nos hacen y deshacen /que nos salvan /cuando todo nos abandona?”.

 

 

 

 

VI

 

Por mi área de estudio y de trabajo (Bibliotecas, Archivos y Centros de Documentación) conozco el riesgo que conlleva la indización y el resumen de un material bibliográfico; por más minuciosa que sea esa tarea, una pieza queda en el camino. Creo que es algo conocido por los traductores de lenguas extranjeras. Al pasar una palabra de un idioma a otro, algo siempre se pierde.

           

¿Qué tan importante es la relación entre un autor y un traductor? Les Gratitudes, título en francés de la obra, fue traducida al español por Pablo Martín Sánchez. Uno de los pasajes, que me conmovió hasta los huesos, fue el de “merdi” por el de “gracias de merdad”.

 

Un traductor es como un curador. Cuida la sensibilidad que compone a una palabra.

 

 

VII

 

Algo más. Mientras mi mirada se deslizaba, por los pliegues de la novela, no pude evitar recordar el libro Envidia y Gratitud (Paidós), de Melanie Klein, y entonces, se abrió el baúl de los tesoros y pensé en una filósofa que ha escrito sobre ese texto: Florencia Abadi. Tanto en sus ensayos El sacrificio de Narciso (Punto de vista Editores) como en El nacimiento del deseo (Pólvora Editorial), Abadi teoriza y pone en circulación un “antídoto” contra la envidia (otra divinidad): la Gratitud. De esta forma le devuelve – a la palabra – su potencia performática.

           

Dar es perder, con los ojos cerrados. Saber recibir -el gesto más complejo de la condición humana- , con las manos abiertas.

 

 

VIII

 

Terminaré, como lo ha hecho Marie, con un reinicio; el epígrafe de François Cheng en la novela: “Reímos, brindamos. Desfilan en nosotros los heridos, / los lastimados; les debemos memoria y vida. Pues vivir / Es saber que todo instante de vida es un rayo de sol / En un mar de tinieblas, es saber ser agradecido”.

 

 


 

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