Asonada republicana: incomprensión dialéctica entre tradición y progreso
Nancy Fraser decía, posterior a la victoria de Trump, que una fuerza política que no era capaz de mejorarle las condiciones materiales a esa misma población que calificaba de retrógrada, medieval, racista, homofóbica y machista por ser incapaces de adaptarse rápidamente a los cambios culturales, estaba destinada al fracaso. Nadie podría decir que Fraser es reaccionaria ni que está en contra de las luchas por los más excluidos. Nadie, salvo quienes creen que las transformaciones son inmediatas y no procesos de largo aliento, que llevan décadas o tal vez siglos en sedimentarse, donde habitan en un mismo tiempo y espacio personas que piensan de manera distinta, que viven en un mundo simbólico distinto, tienen expectativas distintas y hablan distinto.
Esta es, a mi entender, una de las razones principales de la derrota total de la izquierda en Chile. Ya no es una derrota económica, sino también cultural. Con la victoria de la ultra derecha en la discusión constitucional poco queda en pie de aquello que hacía del progresismo un proyecto aún vigente, con opinión para proponer soluciones y erigirse como una voz autorizada de ciertos temas. En el fondo, hay una incomprensión casi absoluta de cómo funciona la cultura en el transcurso generacional, donde constantemente existe una pugna entre tradición y novedad, entre pasado y futuro, entre quietud y movimiento.
Para rastrear la razón de porqué ocurre esto, quizá habrá que remontarse a los años de la caída del muro de Berlín. Todas las instituciones que configuraban el Yo en una relación con un otro hoy están completamente desprestigiadas: los sindicatos, la familia, los partidos políticos, el Estado, las instituciones gubernamentales. Por dar un ejemplo, la familia, para muchas personas (sobre todo jóvenes), actualmente no es más que una fuente de traumas o de cadenas que imposibilitan el despliegue de la libertad. Es cosa de leer a autores como Deleuze y Guattari, quienes, en su famoso Anti-Edipo, se refieren a la familia prácticamente como una podadora del verdadero deseo humano. La familia no es ya ese lugar donde la psique se configura, donde se ensaya a escala pequeña lo que ocurrirá allá en el mundo; no es el lugar donde se transmite y se recibe todo el saber acumulado por siglos de antepasados ni menos donde se originan los afectos (con aciertos y desaciertos). No. La familia es, en cambio, allí donde se le impide al individuo ser lo que desea ser, comportarse como quisiera comportarse. Si antes los dictados de la familia tenían fuerza de ley, consagrando así la cultura patriarcal, hoy no son más que simples obstáculos, a lo más sugerencias, que el individuo escucha como quien oye la radio a lo lejos sin tomarle atención alguna.
Se podría hacer una anatomía de las instituciones desprestigiadas en nuestros tiempos, pero vale la mención a la familia como representante de este fenómeno que es un síntoma de nuestra época. La disminución del Estado por el protagonismo de los privados, la inexistencia de sindicatos por la negociación entre empleador y empleadores, el desprestigio de los partidos políticos por la valorización de la "independencia política", todo es agua que va hacia el mismo molino: el de un Yo que tiene que vérselas solo contra el mundo. Un Yo sin referentes, sin modelos, sin pautas, pero que por lo mismo busca desesperadamente, cada cierto tiempo, algún ídolo al que pontificar.
La izquierda en Chile ha sido parte de ese desprestigio. Sólo basta con recordar cómo muchos y muchas se sumaron al descrédito de la totalidad de la clase política, arriesgando incluirse en el mismo saco que el resto, sumado también a la celebración por la "independencia partidista" y a la "refundación" de Chile. Dos narraciones confluían aquí: el mencionado descrédito a las instituciones políticas y la refundación como única forma de solucionar el momento destituyente. ¿Cómo habrán interpretado los convencionales lo destituyente? No lo sabemos, o quizá sí: hay que recordar qué se cantaba en la última sesión de la Convención, donde se escuchaban unos versos que decían lo siguiente: "El pueblo, unido, avanza sin partido".
"Que se acabe Chile", al parecer, ya no sólo era una metáfora: muchos así lo querían. Una vez a Slavoj Zizek le preguntaron qué idea valiosa había sacado del cine. Respondió que en la política como en el cine, el mensaje es la forma. ¿Qué mensaje entonces debía interpretar la población de esos cánticos contra los partidos políticos, de esos "que se acabe Chile", de esos "hay que quemarlo todo"? Cuando se enlodan las instituciones sin ánimo de explicitar también lo que posibilitan (básicamente, la vida social), entonces “nadie sabe para quién trabaja”. Si la política ya venía gravemente herida con su desacople a la realidad, el golpe de gracia lo dieron todas esas voces que más que dotar de nuevos significados a la institucionalidad (lo que no quiere decir reformar la constitución del 80, por cierto) buscaron convertirla a cenizas. En ese escenario, despojados de algo donde sostenernos, cualquier grupo que cooptara mejor el malestar y ofreciera soluciones rápidas a problemas complejos podía tomar el control. Es lo que ocurrió con el Partido Republicano, esta vez, de forma inapelable.
Como decíamos, cuando el Yo no se configura en relación con los otros y busca sus explicaciones en sí mismo, ocurren varias cosas. Por de pronto, las instituciones ya no tienen sentido, pero también se viven tiempos de alta inseguridad. Las instituciones en sociedades como la chilena ofrecen reglas de acción, claro está, pero también son fuentes de seguridad. Por eso los avances culturales en las sociedades contemporáneas se juegan en la ambivalencia entre lo antiguo y lo nuevo, entre la tradición y el avance. Pensar que la inseguridad sólo guarda relación con el aumento de la delincuencia es un error. La inseguridad es un síntoma de nuestra época, es un escenario del campo de batalla. La asonada Republicana llega en momentos de alto desprestigio institucional y de alta inseguridad. Ese es su caldo de cultivo y su posibilidad de existencia. Los republicanos no son el fascismo, sería un error calificarlos así, pero son en cambio la despolitización y el populismo de derecha: soluciones inmediatas, desprestigio de las instituciones democráticas y una vuelta romántica al pasado terrateniente.
Ningún país transita de ser de izquierda a extrema derecha en dos años y medio. Lo que hubo ahí en medio fueron una serie de demandas que la izquierda no pudo significar de manera colectiva, entendiendo que este proceso, en cuanto a formas y contenido, no podía soslayar la ambivalencia entre tradición (elemento que confiere seguridad) y avance (elemento que se arroja hacia la aventura, el salto al vacío y la libertad). Lo que se vio, entonces, fue una izquierda que no entendió que el mensaje también son las formas y que perdió la oportunidad histórica de cambiar una constitución por enfrascarse en discusiones identitarias que hicieron de la política una pugna entre grupos de interés particular, en vez de colectivizar esas discusiones que le interesaban y le pertenecían a todos.
Si alguien no está de acuerdo con esto, hay que recordar cómo se ha dado el debate identitario en los últimos años: sólo quienes dicen pertenecer a esos grupos de interés particular, víctimas de un sistema de opresión (qué duda cabe que efectivamente lo son) están habilitados para hablar con legitimidad sobre algo. De lo contrario, una sombra de sospecha se ciñe sobre las palabras de quienes no son parte de esos grupos. Esto me hace recordar a un episodio que ocurrió a finales del siglo pasado, una controversia que anticipó quizás como nada la forma en que se darían estos debates. Para ilustrar, vale la pena recordarlo.
El año 1998, cuando se estrenó La vida es bella de Roberto Benigni, no fueron pocas las voces especializadas que, indignadas, afirmaron con denuedo que la película italiana, cuyo telón de fondo era el holocausto judío, pasaba a llevar el régimen de lo permitido en el arte. La historia de un padre con su hijo pequeño, donde aquel simulaba para su vástago (al interior de un campo de concentración) ser parte de un concurso donde los ganadores obtendrían como premio un tanque real, fue acusada durante los primeros meses del estreno de frívola e insolente. Y es que, a esas alturas, el genocidio perpetrado por los nazis era un tema intocable: todo aquel que quisiera hacer de este hecho su material artístico, era inmediatamente observado de cerca por la comunidad judía y la opinión pública. Esto, porque según la comunidad, se debían respetar con recelo ciertos parámetros de aceptabilidad en el tratamiento de las obras sobre el holocausto, a razón de no pasar a llevar ciertas susceptibilidades.
La aparición cinco años antes de La lista de Schindler, otra película sobre el holocausto, iba a modelar la forma en que este tema debía ser abordado en las producciones sobre el genocidio, a juicio de las víctimas: un mundo de buenos y malos, de blancos y negros, donde el bando victimario era retratado como deliberadamente abyecto mientras que el de las víctimas, en su representación, sólo se mostraba capaz de actos llenos de humanidad y compasión. Así debía ser abordado el genocidio judío, no de otra forma. Por eso es que la película de Benigni, una comedia que se sitúa en un campo de concentración y que no en pocas ocasiones suscita la risa del espectador, era vista como una infracción grosera a ese molde, una violación temeraria a unos parámetros establecidos por quienes se consideraban las únicas víctimas de la segunda guerra mundial.
En medio de ese clima de acusaciones cruzadas, de imputaciones y censura (en Israel, La vida es bella fue prohibida en las salas de cine hasta que el film ganó el Oscar a la mejor película extranjera) es que el escritor húngaro Irme Kertész, sobreviviente de Auschwitz y uno de los novelistas más importantes de la europa de la posguerra, salió de su mutismo con un valiente texto, ¿A quién pertenece Auschwitz? Mirado desde hoy, ese texto tiene valor de tratado ético y filosófico. En este ensayo, donde defendió a Benigni de los ataques de la comunidad judía y la crítica especializada, Kertész afirmó que mientras la película Hollywoodense de Steven Spielberg (La lista de Schlinder) hablaba desde el archiconocido cliché de un mundo de buenos y malos, con un sentimentalismo vergonzoso y una noción de “persona” que jamás existió en los campos de concentración, la comedia de Benigni se atrevía a abordar el asunto desde un lugar incómodo, inédito, “humanista” en más agudo sentido posible, derribando esos moldes que habían sido prescritos por ese coro de “puritanos del holocausto” que se sentían con el derecho y la autoridad de establecer cómo se debía mostrar el genocidio nazi. Así fue como, finalmente, el futuro premio nobel se preguntaba en su ensayo: ¿A quién pertenece Auschwitz? Y se respondía sin aspavientos: a todo aquel que tenga el valor de oponerse al fantasma del holocausto.
De este episodio, surge entonces la pregunta: ¿Sólo quienes son víctimas de algo tienen derecho a hablar sobre el tema que los atañe? ¿Ser víctima es razón suficiente? ¿Sólo por pertenecer hace válida una opinión? Si se observa cómo se ha dado el debate sobre seguridad pública en Chile (y no sólo en Chile, también en El Salvador y otras partes del mundo), sabremos que hacer política desde la posición de víctima a veces nos puede llevar a soluciones desastrozas. Soluciones que proponen, por ejemplo, eliminar la proporcionalidad en el uso de la fuerza de carabineros, soluciones como los linchamientos y las humillaciones públicas. En este debate, todos actúan desde la posición de víctima: a todos nos han asaltado, todos conocemos a alguien que ha sufrido un robo. Entonces aparecen en televisión víctimas de portonazos y lanzasos pidiendo militares y mano dura, aparecen víctimas que respaldadas por esa posición piden leyes menos garantistas y jueces más valientes.
Tal vez, ya es hora de decirlo: hacer política desde la posición de víctima es peligroso. René Girard, uno de los grandes antropólogos y psicoanalistas del siglo pasado, afirmaba que las hordas que persiguieron a muchas personas inocentes a lo largo de la historia tenían algo en común que los hacía cumplir un patrón: todas se sentían víctimas de aquellos que intentaban eliminar. Los chivos expiatorios, en palabras de Girard, condensaban la totalidad los males de la época: problemas económicos, políticos, sociales. Eran momentos donde las diferencias que antes podían dividir a la horda (diferencias de clase, de casta, de ideología, de moral, de religiosidad, etc) eran suspendidas en pos de sacrificar al nuevo chivo expiatorio. Lo hemos visto en la historia. Chivos expiatorios han sido los cristianos, las mujeres, los judíos, los palestinos, los homosexuales, los comunistas, los extranjeros. Y no en pocas oportunidades, los mismos perseguidos pasaron a ser después perseguidores.
Existen quienes con tan solo escuchar de alguien el concepto de "política de identidad" levantan muros y se parapetan en sus posiciones. Acusan que quienes estamos en contra de hacer política desde un punto de vista identitario tememos por nuestros privilegios y que queremos menos derechos para las "minorías" (qué palabra aquella: "minoría"). Pues bien, a este respecto, hay que hacer una aclaración: si toda posición política conlleva ubicarse desde una identidad, una situación de enunciación (de clase, racial, de género, entre otras), no toda identidad se vuelve política identitaria. ¿De qué depende esto? De, como decía Zizek, las formas políticas. Si a la hora de hablar de violencia de género eludimos otros tipos de violencias (racial, de clase) y buscamos que ciertos grupos de personas sean las únicas que puedan hablar de esto con propiedad (siguiendo así toda una lógica binaria, un concepto mirado muy de lejos por estos mismos grupos), entonces una identidad pasa a ser política identitaria. En definitiva, el movimiento implica hacer de un tema de importancia universal, uno de pertinencia reducida. Estar en contra de la política identitaria no es negarse a las demandas y derechos que necesariamente la sociedad debe ir otorgándole a los grupos excluidos; más bien, es negarse a la forma maniquea de plantear el tema.
Hacer política identitaria nos lleva al inicio de todo esto: la incomprensión de la dialéctica tradición-progreso. El mundo se divide claramente entre malos y buenos, víctimas y victimarios, atrasados y modernos, y no hay más. El derrumbe de las instituciones democráticas, esas que, como dice Enzo Traverso, son el producto de una serie de esfuerzos por parte de nuestros antepasados, posibilita una grieta que al día de hoy tiene al populismo de derecha logrando su triunfo más importante: el de escribir una nueva constitución. La izquierda, mientras tanto, tendrá que revisarse a sí misma sin complacencia, sin culpabilizar al otro de las propias responsabilidades, sin eufemismos. Deberá, al final, observar con mayor detenimiento el costo de haber sido parte de ese coro que quiso eludir la importancia de la tradición, dividiendo el mundo entre héroes y villanos. Toca, entonces, mirar cómo se anuncia el peso de una noche que se advierte larga. Esperemos que esta vez, sin embargo, no sea en vano.
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