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Benjamín Labatut: hacia una arqueología del horror ilustrado


“Lo que crea el peligro no es el potencial destructivo particularmente perverso de un

invento en específico. El peligro es intrínseco. Para el progreso no hay cura”.

Benjamín Labatut

 

 

La Modernidad como relato abrigaba en su seno un cúmulo fecundo de anhelos y esperanzas por un progreso vertical y multidimensional que, estimulado por ideales de libertad y emancipación, impulsaría a la especie humana a un nuevo estadio de plenitud, una apertura de expectativas en cuyas imágenes se depositaron las más ambiciosas ilusiones. Si es cierto que las huellas, como afirma John Berger, “no son solo lo que queda cuando algo ha desaparecido, sino que también son las marcas de un proyecto, de algo que va a revelarse”, entonces su presencia en nuestros tiempos señala no solo los vestigios de un futuro ya sido, sino también de un pasado que se resiste completamente a desaparecer. Pero la Modernidad no es una magnitud abstracta, y en su idea se acogen los más concretos proyectos, nombres, visiones y objetivos que, lejos de señalar un imaginario caduco, constituyen los escombros de un tiempo que aún no abandonamos y cuya vertiginosa idea todavía no logramos completamente asimilar y comprender.

 

El conocimiento como vehículo de liberación. Su articulación en el discurso científico cuya rigidez y objetividad garantizarían una posesión indisputable de las leyes y normas que rigen el movimiento y la naturaleza de todas las cosas. Su traducción tangible en una técnica cuyo ubicuo poderío e ilimitada extensión garantizaría de antemano el gobierno de esa naturaleza otrora inclemente y caprichosa, cuya impredecible variabilidad replegaba al hombre en una resignada y lamentable impotencia. Tanto la rigurosa infalibilidad de la ciencia como el imponente dominio de la técnica, hermanadas bajo la luz del mismo futuro prometedor, alimentaban y enriquecían ensoñaciones de armonía universal, el fin de la guerra y la rapiña, la abundancia artificialmente producida y democráticamente distribuida y, con todo ello, la paz y la felicidad de cada ser humano en su más plena integridad. Nunca conocieron la ciencia y la ética mayor grado de adecuación sino bajo el manto ilustrado de la Modernidad.


Pero la naturaleza es tenaz y su violencia implacable. No tardó la realidad en erigir sus diques ante el incontenible despliegue de fervor casi religioso por un horizonte de completitud. El desastre de Lisboa, en 1755, aunó el poder destructivo de un terremoto con la catástrofe de un tsunami y un incendio, sepultando en las ruinas de aquella ciudad a más de 60.000 almas, aproximadamente un tercio de sus habitantes. La vehemencia y el horror se apoderaron de las mentes más brillantes de la época (Voltaire expresa patentemente esta desafección), rasgando el tejido de las entusiastas ilusiones de dominio de la naturaleza, que en ese momento se expandían como una plaga ansiosa de control. El ser humano fue bruscamente devuelto a la consciencia de los límites de su propia condición. De esta manera, se instaló un respeto tácito e incontestable ante los veredictos imprevisibles de la naturaleza, cuyo formidable y sublime poderío no podremos jamás contrarrestar, y detrás de la cual se hacía cada vez menos creíble suponer la existencia de Dios, considerando que el desastre ocurrió en un día festivo del catolicismo, y cuya devastación tuvo por objeto prácticamente todos los templos de importancia de la época.

 

Pero esto no apaciguó completamente la fe en el proyecto ilustrado, sino que solo modificó sus fronteras. Ya no era posible visualizar un futuro donde administrar y contener la implacable violencia de las manifestaciones extremas de la naturaleza. Pero aún era plausible progresar en la contingencia y estrechez de los asuntos humanos, aquello que, en contraposición a la infinita magnitud del cosmos, se podía concebir todavía como susceptible de dominio y control. Era aceptable aún sostener la pretensión de un conocimiento puesto al servicio del progreso material y moral del ser humano, de acuerdo a la consonancia de su convivencia, la finalidad de su bienestar y la superación de su estado natural de urgencia y desamparo. No era necesario, entonces, renunciar al proyecto moderno, sino solo acotarlo en sus objetivos y posibilidades, menos ambiciosas pero más realistas, menos poderosas pero más humanas.

 

Hasta que apareció Auschwitz. La ciencia fue vasalla del diseño y desarrollo de los más ominosos mecanismos y programas de aniquilación masiva. Estos, como es ampliamente sabido, fueron crudamente ensayados y bosquejados en las colonias de los países europeos durante decenios (Said y Fanon denunciaron esta hipocresía histórica con infatigable insistencia): India, Argelia, el Congo, Australia, entre otros, padecieron la expoliación brutal y descarnada del colonialismo europeo motivada por irrefrenables intereses económicos y llevada a cabo por atroces maquinarias de guerra imperial. Pero en los campos de concentración nazis ocurrió una singularidad: se aplicaron instrumentos de destrucción destinados a la población colonizada en contra de los propios europeos. La pulcritud y precisión de las técnicas de exterminio, destinadas a dar muerte a la mayor cantidad de población posible con el menor uso de recursos, de la manera más mecánica y desafectada concebible, hizo que Europa tomara consciencia del tremendo potencial destructivo que albergaban sus más loables empresas de conocimiento. De ese terror nació una nueva reflexión ética, de la cual Primo Levi y Lévinas son ilustres testimonios. Pero la ciencia adquirió una mácula de la cual no se pudo despojar jamás, y el proyecto ilustrado de la Modernidad y su promesa iluminista devino en la más sombría y tenebrosa oscuridad, el despertar de un demonio cuya presencia admonitoria continúa recorriendo impasible los pasillos de la historia y de nuestro presente. A esto hay que añadir el desarrollo de las armas de destrucción masiva, diseñadas por los genios más deslumbrantes del siglo XX, y cuya capacidad de sembrar terror se ha vuelto tan insondable que la promesa de paz perpetua motivada por la ciencia terminó por convertirse en su reverso más siniestro: la garantía de la aniquilación humana a escala planetaria. Incapaz de gobernar a la naturaleza y maleable ante las pulsiones más abominables de los seres humanos, el conocimiento científico y sus aplicaciones tecnológicas quedaron huérfanos de cualquier tentativa de asimilación humanitaria.

 

El imaginario de este dominio de conocimiento como neutral y de valor ambiguo, como fuente de los más admirables progresos pero también de los más abominables crímenes, fue el que se ha venido asentando en el último tiempo. Su terreno es complejo y su apreciación confusa: peligroso pero atractivo, innovador pero susceptible de ser motivado por atávicos impulsos, liberador si está en las manos correctas pero cruelmente opresivo si se pone al servicio de pérfidos intereses. Se llegó así a la idea de que no hay nada inherentemente noble en la ciencia, que su uso y aplicación dependen de quién los promueva, según qué finalidad y acorde a los medios del caso. Un dominio neutral capaz de alojar la belleza y lo execrable, lo sagrado y lo profano, la libertad y la esclavitud, la vida y la muerte; una misma noche que puede dar a luz tanto a los sueños más hermosos como a las pesadillas más escalofriantes. Así, se pasó de reflexionar sobre cómo la ciencia permitiría controlar la naturaleza, a sobre la naturaleza de la ciencia y la posibilidad de controlarla.

 

Es esta aparente neutralidad de la ciencia el objeto crítico de la denuncia de Labatut. O, más que una denuncia, una puesta al descubierto de su propia inconsistencia. Su gesto literario consiste e insiste en exponer las profundidades de los discursos científicos y, en un mismo movimiento, mostrar sus espurios y contradictorios basamentos. La ciencia, en el tratamiento que de ella hace Labatut, no es un saber neutral susceptible de ser manipulado por fines de signo contrario. Más bien, en el corazón de este saber, y en sus diversas disciplinas que son en realidad brazos autónomos cuya articulación siempre resulta problemática, habita un núcleo irracional que arrastra sobre sí, como un vórtice negativo imposible de colmar, a cualquier sujeto que pretenda vislumbrar, aunque sea a la distancia, los misteriosos y oscuros fundamentos de la realidad. Siguiendo los lineamientos racionales del discurso científico, como siendo tirado por una hebra de sentido que se hace cada vez más débil, se termina recalando en un caos irracional que no hace más que señalar el (sin)sentido último de lo real. Entre la realidad objetiva y el discurso que pretende capturarla en el símbolo se mueve, detrás del velo del orden, un crisol caótico en el cual la realidad y la ciencia demuestran su más íntima y secreta solidaridad.

 

Y el contacto con esta verdad no es inocente. Al contrario, y esto se demuestra en cada biografía, en cada historia, en cada narración que Labatut expone y dispone para su posterior reflexión: la percepción más tenue de este fondo último conlleva una crisis subjetiva irrepresentable, una huella innombrable que marca un remezón traumático producto de la toma de consciencia de algo cuya naturaleza exige velar, a riesgo de sucumbir definitivamente. Padecer este destino compartido era signo definitorio de los grandes adalides de la ciencia cuyas intrincadas vicisitudes nos son relatadas por Labatut.

 

Hay cosas que exigen permanecer ocultas, umbrales que no deben ser traspasados, fenómenos que no deben jamás ser vistos, abismos a los que no se debe asomar, caminos que no se deben recorrer, preguntas que no se deben plantear. Cuando se traspasan estas fronteras, el soporte artificial sobre el cual descansa nuestra realidad más inmediata cae irreversiblemente y, desde ahí, solo queda espacio para el delirio, la locura y lo irracional. Hay algo siniestro y caótico que habita en el núcleo secreto de lo real, en lo más hondo de cada ser humano en su propia singularidad. Algo cuya inquietante presencia exige ser cubierta, enmascarada, recubierta con el precario e inestable velo de la razón y el sentido. Una verdad cuya ignorancia hace que la vida sea tolerable de ser vivida, un vacío que debe ser colmado con las argucias del entendimiento.

 

Es este marco el que se desmonta cuando los grandes científicos pretenden inquirir sobre el fundamento de la realidad, y esta investigación insidiosa desconoce límites disciplinarios. En las irresolubles paradojas y contradicciones de los fundamentos de la mecánica cuántica, las condiciones de autorreplicabilidad biológicas aplicadas a la vida de las máquinas computacionales y digitales, los axiomas más primarios de la lógica y las matemáticas, las singularidades espacio-temporales de la astrofísica: todas las teorías que llevan en su seno un núcleo irracional y siniestro que señala también lo irracional y lo siniestro que nos constituye a nosotros mismos como sujetos en lo más primario de nuestro ser.

 

Pero la exposición somera y distante de la existencia de estos lóbregos laberintos del saber no tiene como consecuencia necesaria la desesperanza, como los progresos constatados y las ventajas tecnológicas producidas tampoco son motivo de ilusión: “El optimismo es cosa de los optimistas”, dijo una vez el mismo Labatut. La tarea no es más ni menos que saber lidiar con este demonio que (nos) habita en espacios y terrenos desconocidos, con los inquietantes fantasmas que yacen en el abismo de lo real, que levantan la barrera entre lo objetivo y lo subjetivo para poner bajo luz el caos aterrador capaz de subvertir cualquier orden meramente aparente. Labatut nos invita a pensar, a soportar, a contener esa dimensión crítica que nos atraviesa y de la cual pretendemos continuamente evadirnos, ese nicho irrepresentable y abominable donde se alojan nuestros más variados y temibles demonios. De esta manera, no se trata de pensar en la locura como el reverso negativo de la razón, sino mostrar como en el centro de esta misma razón se aloja, siempre amenazante, una locura sublime y un delirio solemne, el motor último que anima y constituye todo lo que es. La falsedad y la locura sin las cuales no puede ser pensada ninguna verdad, ningún conocimiento.

 

 


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