Béigel
Durante los primeros meses, no tenía cabeza para nada que no fuera mi hijo. Cuando tenía un rato para descansar, leía sobre guaguas, sobre los avances que correspondían a cada semana, sobre cómo hacer masajes anticólicos o lograr siestas largas. No podía hablar de otra cosa —ni siquiera del virus que tenía al mundo de cabeza—, quizá porque tenía que aprenderlo todo. Era una mujer unidimensional —una mujer en el sentido biologicista más puro— y había peleado toda la vida por no serlo. Mis primeros meses de puérpera fueron así: una batalla desesperada contra las fuerzas que me arrastraban a las cavernas de la maternidad. La sensación de pérdida, de perderse; el traslado del centro de gravedad desde el cuerpo propio hacia el del hijo. Nunca fui dada a escribir desde el yo, imagino que por deformación profesional, pero la hoja en blanco pasó a ser la trinchera del ego; el espacio donde sentí que podía ser otra vez una. Pésimo cálculo: yo más yo más yo es igual a nosotros.
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La escritura fragmentaria es la única escritura posible de la maternidad temprana, de esos días entrampados en el torbellino de pañales, las malas noches, el cansancio y el etcétera que no acaba. Pienso en Marie Darrieussecq, Jazmina Barrera, Marina Yuszczuk, Sarah Manguso, Rivka Galchen; madres que han escrito sobre sus experiencias a cuentagotas, juntando párrafos, hilando frases cada vez que tienen un descanso. Darrieussecq, si no me equivoco, corría al computador cada vez que su guagua dormía para ir agregando ideas a lo que después se convirtió en El bebé, y Barrera cuenta que Línea negra lo hizo tomando apuntes en su teléfono mientras amamantaba. Es raro el impulso de querer escribir sobre maternidad cuando el deseo es escapar de ella. Tener un hijo es parecido a la explosión de una bomba atómica: nada queda en su lugar —basta con mirarse el cuerpo—, el paisaje alrededor desaparece y la vida antigua vuela por los aires. Escribir es mirar la nube de hongo desde el aire. Una nube tan hermosa como destructiva.
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«Yo parto de la base de que todo lo que está pasando no se puede escribir», dice un verso de Marina Yuszczuk en Madre soltera. No se puede escribir y no se puede comunicar. Lo único leíble son las huellas que deja la experiencia en la carne —la piel caída, los ojos cansados, el cuerpo quebrado—; todo lo demás son metáforas truncadas. Una de las revelaciones de convertirse en madre es que solo existimos porque alguien antes que nosotros vivió el mismo trauma—la bomba que hace estallar la vida: otra metáfora fallida—, pero los lamentos no se oyen, o no se oyen con la intensidad suficiente. Pienso en ese pasaje de Pobreza y experiencia en el que Walter Benjamin cuenta que los soldados que pelearon en la Gran Guerra volvían mudos del campo de batalla, pobres en experiencia comunicable. Gente, dice, que «se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano».
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Hemos pasado tardes enteras repitiendo el ritual: yo apilo cubitos y él derriba las torres. Las armo con esmero y dedicación, clasificando las figuras por color (en el orden del arcoiris) o por tamaño (de la más grande a la más chica), pero cuando hay cinco o seis montadas, aparece la mano destructora. Trato de apurarme, de ser más ágil, pero la mano me derrota y todo el esfuerzo cae al suelo. La destrucción es una pasión, y por lo mismo, creo, la teoría del buen salvaje solo se le podía haber ocurrido a un tipo que nunca jugó a los bloques con una guagua. Porque Rousseau, como se sabe, abandonó a sus cinco hijos en un orfanato antes siquiera de ponerles un nombre. No hace falta estudiar ética ni filosofía para entender que eso de que nacemos buenos y la sociedad nos corrompe es una estupidez. La pulsión por destruir viene de fábrica, y lo digo después de meses de trabajo de campo, de mirar con ojos de antropóloga la sonrisa enorme de mi hijo cuando derriba cualquier cosa. En realidad, el asunto no tiene que ver con el bien o el mal, sino con el poder. María Moreno lo dice en A tontas y a locas: ningún niño juega al no poder. Romper, arrugar y botar es parte del desarrollo de la motricidad, pero como dice Moreno, también es el primer paso antes de convertirse en bombero, superhéroe, princesa o lo que sea. De ahí el gusto de tenerme en cuatro patas recogiendo chupetes: es el placer de hacer algo por el hecho de poder hacerlo o, mejor dicho, el goce de ejercer dominio. El mismo goce, supongo, que sienten los dictadores, que como dice Philippe Katerine en una de sus canciones delirantes, alguna vez también fueron bebés hermosos.
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Me pregunto si la primera palabra de una guagua revelará algo sobre su personalidad. Mi mamá no se acuerda de cuál fue la mía —a estas alturas, le perdono todo—, tampoco sé de otros casos ni de estudios al respecto. Imagino que si la primera palabra de alguien es ‘mamá’, no significa que será mamón o que tendrá alguna carencia afectiva. Este análisis burdo viene a cuento porque mi hijo dijo su primera palabra intencionada: más. Más juego, más plátano, más cosquillas, más cuentos, más galletas, más queque, más pan, más canciones. Le he dado vueltas al asunto porque me pregunto si esto será la sinopsis de un drama futuro —un novelón titulado El insaciable, El chupasangre—, o solo la primera palabra de mil más que vendrán. Por ahora, el drama me tiene, entre otras cosas, con las rodillas adoloridas de tanto repetir: guau, guau, dónde está la guagua, que me la quiero comer.
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Se nos despedaza el departamento. Hay guardapolvos sueltos, marcos de puertas descuadrados. La malla anticaídas está cubierta con una reja de gallinero para frenar los arrebatos suicidas del gato y hay varias ampolletas quemadas. La despensa está apestada de larvas y mi hijo juega con bolas de pelo que encuentra en el piso. Descubrimos una filtración en el techo y la madera del mueble del lavaplatos está podrida. Es el paisaje que ha dejado la falta de sueño y el cansancio. Para ser justos, es el paisaje que dejó el año aciago que recién acabó, con esa cuarentena criminal de siete meses que nos dejó a la deriva con un recién nacido. Lo cierto es que tampoco ayuda mucho que hoy las construcciones sean tan desechables. Mis recuerdos de infancia, en cambio, están resguardados por la arquitectura firme de los edificios viejos. Esos que aguantaron dignos los terremotos de 1985 y 2010.
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El cuerpo se acostumbra a no dormir, me dijo una amiga de infancia, madre de dos niños, cuando yo estaba embarazada. Sacas energías nuevas, insistió. Hoy me río cuando me acuerdo del día en que mi papá —cruel, como buen cirujano— le dijo a mi amiga que se le iba a caer la nariz por hacerse un piercing. “Como a Michael Jackson”, le insistió.
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Alguna vez fui a una charla de Boris Groys sobre arte soviético y me quedó dando vueltas una de las imágenes que proyectó. Era una foto de Heinrich Himmler, líder de las SS, visitando una celda ínfima para prisioneros muy parecida a un cuadro de Kandinsky. Adentro era casi imposible caminar, porque del suelo se asomaban cubos de varios tamaños que entorpecían el desplazamiento. La cama estaba inclinada de costado para que el preso resbalara y no pudiera dormir, y en los muros, cóncavos, había figuras geométricas que creaban ilusiones ópticas y mareaban hasta la náusea. La “celda psicotécnica” fue inventada por el artista francés Alfonso Laurencic y era un mecanismo de tortura usado por los bandos de izquierda durante la Guerra Civil Española. Himmler, cerebro del genocidio nazi, quedó pasmado: esto es una prueba de la crueldad soviética, se supone que dijo. La afirmación es insólita no solo porque los alemanes usaron la privación de sueño como forma de tortura —en Dachau había celdas tan estrechas que los prisioneros no tenían espacio para sentarse a dormir—, sino también porque la dijo un experto mundial en suplicios y sufrimiento humano.
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Mientras amamantaba a mi hijo por quinta vez en la madrugada, me acordé que mi abuelo, que trabajaba haciendo cureñas para cañones, tenía en su escritorio unos pesos de calibración de hierro fundido hechos por él. Eran unos cilindros negros de unos pocos centímetros de diámetro, con los que apisonaba las hojas para que no se volaran con el viento. Me gustaba sostenerlos con las manos, ver cómo la gravedad hacía resistencia y me doblaba las muñecas. Me fascinaba que algo tan minúsculo pudiera tener un peso tan grande, que tan poca materia fuera capaz de condensar tanta densidad.
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Quien haya crecido en los años noventa se acordará de esa secuencia de fotos que aparecía en los Icarito y con la que se enseñaban los efectos nocivos de las drogas. El retratado era un tipo —supongo que un pastabasero— que a medida que se hacía más adicto, más se le desfiguraba la cara. Era el derrumbe moral de un hombre en un par de imágenes, una campaña del terror que, creo, funcionó, porque nunca la olvidé. Me acordé de eso después de ver en Twitter un hilo que decía: “¿Todas las madres tienen una foto de sí mismas cuando acaban de dar a luz con ojos que gritan qué mierda?”.
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En estos últimos meses, mi hijo aprendió muchas palabras —caco/auto, papa/comida, tuto/sueño—, pero lo más lindo es que aprendió a usarlas. Va a cumplir un año y cinco meses y recién dice mamá a conciencia: mamá, mamá, mami, grita. Todavía vivo en una nube de irrealidad, o quizá en una lucha extraña entre el yo-viejo y el yo-madre: no me siento tan madre porque todavía soy joven, porque estúpidamente las mamás siempre son viejas en el imaginario de los hijos. O como dice Terry Tempest Williams, el orgullo de las madres es ocultar la juventud y existir solo para los hijos. Es vivir el duelo —y superarlo— luego de la pérdida —de perderse—. Lo que me recuerda que en los partos y funerales judíos de antaño se repartían béigels —panes circulares— en alusión al viaje circular en el que se nos van los días: no hay vida sin muerte y no hay muerte sin vida.