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Carla Guelfenbein: “La libertad implica también una orfandad”

Su última novela, Mi vida robada, aborda temáticas como la relación madre-hija, el abandono, la vida y la muerte. En esta entrevista, la escritora ahonda en sus procesos de creación y en los caminos que sus personajes han tomado por cuenta propia.

 


 

Cada vez que empieza un proceso de escritura, Carla Guelfenbein se sumerge en una “vida de topo”. Es un periodo bastante desprendido de la realidad, en el cual no se expone mucho. “Necesito aislarme y entrar en el mundo creativo, en el mundo visual y en el mundo imaginario de mis novelas”, comenta la escritora.

 

Después de eso viene la apertura. La exposición, la promoción de su obra, las conversaciones. El momento en el que Carla se entrega al devenir de una nueva situación: salir al mundo. Asegura que ese es un instante completamente distinto de los anteriores. Lo explica: mientras la ficción tiene como ingrediente principal un instinto que no necesariamente es consciente, el conversar de sus obras con otros la hace entender el trasfondo de aquello que ella misma creó. “Me gusta que la palabra sea un vehículo que no necesariamente es consciente de lo que está expresando”, afirma.

 

Ahora estamos en la segunda etapa, en la que ya no está viviendo como un topo, como lo hizo en el proceso de creación de Mi vida robada (Alfaguara, 2024). En la que está abierta a conversar sobre sus personajes, sobre el inconsciente, sobre la escritura. Sobre la vida.

 

Pese a que divides esos dos momentos, “vida de topo” y vida exterior, tu novela toca temas que son independientes del espacio que se habita, como la ausencia, el abandono, la conexión y la reconexión.

 

Exactamente. Pero para poder conectarse con esas cosas universales, de una manera que no sea un camino ya recorrido, que no sea un lugar común, que no sea una fórmula, el topo es importante. El desafío es llegar a esos mismos espacios a los cuales puede llegar la inteligencia artificial o puede llegar un estudio cuantitativo-psicológico, pero a través de otros caminos. Como escritor, de alguna manera, trasmites y pones en palabras esa experiencia intrínsecamente humana y, al decir humana, significa que no es definitiva, no es una fórmula. Es única: esto es único y, a la vez, es universal y porque es único, es universal.

 

¿Ese es el camino que tiene que recorrer un escritor?

 

Sí, para eso es este tiempo de introspección, de soledad, de conexión, de estar con los personajes, de vivir con los personajes, yo vivo con ellos, convivo con mis personajes, muchas veces me encuentro casi hablando como mis personajes, soñando con mis personajes. Esta es una comunidad de personas que son parte de mi comunidad, o sea, son mi tribu.

 

¿A qué te refieres?

 

Es un mundo tan mío que me siento increíblemente acompañada por estos personajes, los hice crecer y relacionarse unos con otros, no es simplemente una novela: es un universo, es un mundo, es una comunidad, es una tribu, es un lugar. Es una belleza la ficción.

 

Pensando en eso: ¿cómo se forjó tu vínculo con Lola? Es la protagonista de la novela, que sale en búsqueda de su madre, que está llena de contradicciones… Y ya has dicho, en otra entrevista, que de alguna manera a través de ella te reconectaste con las experiencias que tuviste al perder a tu madre.

 

Yo estudié un poquito teatro con un fin completamente literario. Jamás por ser actriz, sino porque quería tener la experiencia de pasar por el teatro, no del guion, sino que de hacer pasar un texto por el cuerpo. En ese curso, Sergio Hernández nos introdujo a la teoría de Stanislavski, quien decía que la expresión física/verbal tiene que venir desde la experiencia del ser humano. El actor lo que tiene que hacer es conectarse con su propia tristeza, conectarse ya sea con un instante, con un recuerdo o con la tristeza global del ser humano y el cuerpo va a expresar, porque el cuerpo es un reflejo de ese interior. Este proceso que aprendí allí es exactamente el proceso que yo hago al escribir. Entonces, yo sí me conecté con Lola, completamente, sin ser consciente de que me estaba conectando con ese abandono, metafórico, porque mi madre se murió, no me abandonó, a los diecisiete años. Me conecté con esa tristeza, con esa sensación de orfandad y, al mismo tiempo, mi madre tenía mucho que ver con la madre de Lola, de una manera completamente opuesta, porque mientras su madre era esplendorosa, actriz, histriónica, la mía era una profesora de filosofía que se vestía de negro (se ríe). 

 

¿Tu madre era como la madre que Lola quería tener?

 

No, no. Mi madre no conformaba el prototipo de la madre bajo ninguna circunstancia, jamás. Mi madre era una filósofa que andaba llena de libros, en la luna todo el tiempo, tropezándose y yo la odiaba por eso.

 

¿Y ese rechazo hacia la madre te hizo sentir más conectada con Lola?

 

Con Lola, pero de una manera completamente diferente. Entonces, claro, yo lloraba, pero, por otro lado, la admiraba profundamente. Ahora, por suerte, después de varias terapias y todo, me reconcilié, no solamente me reconcilié, sino que hoy día le agradezco toda esa excentricidad, ese arrebato, esa valentía, ella era una feminista antes que se hablara de feminismo. 

 

Por algo se dice que la ausencia es lo más presente que uno tiene… Ya lo decía Fernando Pessoa “la saudade es la presencia de lo que está ausente”. 

 

Siempre que termino una novela yo recapitulo: la reviso y digo “¿de qué estoy hablando?”. Porque yo no sé de lo que estoy hablando. Después como que vuelvo a ella desde un lugar más racional. Una de las cosas (de esta novela) es justamente la presencia de la no ausencia, es decir: Lola establece un diálogo con su madre. Habita su espacio, se pone su ropa, se encuentra con estos seres que le hablan de ella, le van dando todas estas aristas. El diálogo es la no presencia, me encanta ese término de la no presencia en lugar de ausencia, siento que es más acompañadora la no presencia que la ausencia. Lola crea un diálogo con esa no presencia y nunca ha estado tan cerca de su madre como lo está en su ausencia.

 

Es muy interesante eso, porque en ciertos momentos del libro hay una referencia a un “tú” directo. La narradora le habla a un tú, en segunda persona.

 

Eso fue toda una apuesta literaria… Hay algo bien cardinal en la escritura: el punto de vista. Yo enseño hace veinticinco años y lo que más les cuesta a los escritores en ciernes es entender lo que es el punto de vista. El punto de vista no es escribir desde el punto de vista de otra persona, es entrar en el alma de esa persona. Esta narradora es una primera persona que, de pronto, siente la necesidad de hablarle a los ojos a su madre. En términos académicos, quizás, me estoy saliendo, pero de eso se trata la literatura: de ir saliéndose de las formas correctas, porque las formas correctas, en la literatura, no existen.  

 

En la Academia se habla mucho de que el uso del “tú” o de la segunda persona, en las novelas, puede ser muy cansador.

 

Hay una cierta cantidad de prejuicios que yo creo que están para romperlos y, además, esta mezcla de una primera persona con una segunda persona me pareció fantástico, porque, además, cuando ella le habla hay una intención, le da fuerza a eso que está diciendo, porque se lo está diciendo a su madre, ahí es donde se crea el diálogo en la no presencia, en ese dirigirse a ella en forma directa porque necesita que ese ser –que no está– la mire a los ojos.

 

Con respecto a esa madre que se va: a quienes miran el feminismo desde una vereda básica de “protección de las mujeres” puede parecerles extraño o contradictorio que tú, como feminista, tomaras la decisión de escribir una obra sobre una madre que abandona. ¿Qué es lo que reivindicas con este libro? Si es que hay algo que reivindicar…

 

Yo no reivindico nada, no en la literatura. A ver… Cuando entendí la historia que estaba contando, entendí que estaba hablando de una madre “abandonadora”, de una hija resentida, me pareció que desde el punto de vista mío –con todas mis reivindicaciones feministas– era un tremendo desafío. Era, una vez más, entrar en una zona no confortable. Así como me fui a Nueva York y salía todas las mañanas con mi cámara a perderme, a buscar una historia, a quedarme en un lugar no confortable, luego empiezo a construir una historia no confortable. Todo eso, en lugar de achicarme, me producía mucha expectativa, mucha curiosidad, mucho ímpetu de seguir, ¿cómo me las iba arreglar? Siendo honesta, de la forma en que hemos hablado. Entonces empecé a investigar a las grandes abandonadoras de la historia en Hollywood y en la literatura y vi que se ha construido la idea de que la mujer que decide abandonar a sus hijos tiene que pagarlo. Pierde algo, sin duda, va a perder, no hay mujer que abandone a sus hijos que gane, eso es una construcción ideológica y mi libro es todo lo contrario.

 

Que no es lo mismo que le pasa al “papito corazón”...

 

Es horrible la injusticia. La mujer que abandona a sus hijos está loca, necesita entrar a terapia o necesita un montón de pastillas para recuperarse y volver a su canal natural de madre. El libro está lleno de instantes que surgen de la propia circunstancias y no están puestos ahí para redimir a nadie: más bien surgen de este viaje que hace Lola en el cual, de alguna manera, va redimiendo a su madre.

 

Sin contar su viaje propio…

 

Sí. Incluso –mucho más importante o igualmente importante que lo anterior– el libro es el viaje que Lola hace a sí misma. Por eso el epígrafe (del libro, de Alejandra Pizarnik): “buscar no es un verbo, sino una acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien, sino yacer porque alguien no viene”.

 

Es justamente lo que Lola realiza: una suerte de perderse para encontrarse…

 

Totalmente, es como lo que habla Rebecca Solnit en Una guía sobre el arte de perderse, que también podría llamarse “el arte de encontrarse”. 

 

En esa pérdida-encuentro, Lola conoce a una serie de desamparados. ¿Crees que los lectores de tu libro pueden transformarse en una tribu de desamparados? Al final, todos tenemos algún tema con la madre, con el padre, con el abandono…

 

Yo creo que el desamparo y la orfandad está en el meollo de todos los seres humanos. Hay una frase preciosa de Octavio Paz que dice “el amor son dos libertades enlazadas”, yo recuerdo que la leí y tenía como diecisiete años, todavía no entendía mucho qué era, pero la libertad implica también una orfandad, está ese afán arcaico de fundirse con el otro, de ser uno con el otro, de abandonar esa soledad que es primaria, de dejar esa orfandad que está ahí desde los tiempos de los tiempos y que se trasmite de generación en generación, nacimos con eso y seguimos con eso porque tenemos ese afán de llegar al otro.

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Mi vida robada
Carla Guelfenbein
Alfaguara, 2024

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