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Cero-dramismo

En algún momento  se instaló un cero-dramismo que era la respuesta natural al reviente y la intensidad del indie rock y el trip hop, el reviente, los excesos. Se entiende porque la intensidad o seudo intensidad, alharaca e inmensismo son una constante en Chile, desde el gran de Rokha en adelante. Las figuras sacrificiales y malditas son elevadas a niveles santíficos y convertidas en sténciles sin analizarlas demasiado ni considerar contexto. Ni hablar de leerlos. Si es suicida o está loco. es suficiente; se le perdona incluso que sea clasista y misógino, como a Rodrigo Lira. Sin cuestionar ni analizar nada, y al que se le ocurra poner en tela de juicio a estos santos o santas (como Stella, especialista en humillar garzones y taxistas, arrojarles cerveza a la cara, escupirlos, etc), se lo cancela y demoniza de inmediato.


Lo cierto es que hoy no hay un Pasolini, un Brecht, una Violeta Parra o un Victor Jara, que se desmayarían si supieran en lo que se ha convertido la cultura. Pero quizás esas figuras no funcionarían como lo hicieron en su momento hoy porque la figura única y santífica hoy no es eficaz como forma de resistencia. Y existe, creo, la conciencia, de que las cosas se hacen entre todos, en equipo, coordinando energías y equipos, acarreando cables y equipos en vez de jugar a la del rockstar o santo o poeta que canta el luto de una nación.  Esas personas hoy en día, habrían trabajado de otra manera.


Excesos de dolorismo, grandilocuencia y malditismo hay de sobra en la tradición cultural chilena, así que hay que concederles un punto a los cero-dramistas, chill outers, escapistas de la forma, asexuados, refugiados en otros siglos y agüeonaos varios. Dado tamaños niveles de alharaca en la tradición, se entiende que haya nacido en cierto momento ese cero-dramismo, una negación de cualquier profundidad, una eliminación de las letras y el contenido. Ahí aparece Gepe proponiendo el “tralalá/no canto ná”; ahí aparecen ciertas novelas ternuristas y pseudo zen; ahí aparece una domesticación generalizada; ahí aparece el diseñismo hipster y las ediciones seudoindependientes carísimas financiadas por el Estado; ahí aparece un sector pequeño de la cumbia con trajes coloridos y letras sin humor genuino ni la mínima alusión a cualquier cosa considerada problemática. Andrés Anwadter afirma en plena crisis de estallido y pandemia en la revista Santiago que  “no hay que subrayar los libros”. Esa era su prioridad. Y hasta habían memes burlándose del cine iraní o ruso o cualquier cosa considerada pesada.


Todo esto termina con el estallido, aunque todo el mundo reniegue hoy de ese evento, la única performance e instalación fuera del museo y la galería que ha tenido sentido e impacto. Tuvo ribetes oníricos y, en su falta de ingenuidad, no se propuso objetivos, no hubo oradores por ejemplo. Todos los subjetivos y la carne a la parrilla. No fue una inversión para luego pasar por ventanilla a cobrar puestos o plata. Fue una parada de carros masiva que el poder en su conjunto asfixió de inmediato. El poder se puso en guardia de urgencia. No lo hacen ni frente a un tsunami, pueden dejar incendiarse la quinta región completa sin reaccionar, pero si se trata de la ciudadanía organizada, todo el poder del abanico político se coordina. El estallido no fue una manera de conquistar el poder, nadie es tan ingenuo, fue un evento intransitivo. Sólo dejar claro “sabemos que nos están cagando”.


Luego del estallido o paralelamente había una vuelta a una conciencia latinoamericana en la música y un regreso a una poesía y literatura no domesticada, de una imaginación delirante no exenta de humor negro (Oscar Barrientos Bradacic, Grupo Pueblos abandonados), las letras nonsense pero sin inocencia (Chinoy) un folclor urbano situado (Evelyn Cornejo) por nombrar sólo un par de ejemplos, que hay varios, ausentes en la prensa y los medios, obviamente.


Sin embargo, siempre quedan resabios de ese chill out y cerodramismo. Si fuera por mí, los mandaría un rato a la cana, al ejército o a la estiva.


Fotografía: Nan Goldin

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