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Foto del escritorCésar Ojeda

Comentario acerca del libro El Infinito en un Junco, de Irene Vallejo


Mamá, ¿me cuentas un cuento?

No quedan elogios para referirse al libro El infinito en un junco de Irene Vallejo. Agotadas las entusiastas admiraciones, que por momentos comparto, me empezaron a aparecer unos bordes no vistos al principio, pero que luego me abrieron a otras dimensiones de la obra que, de cierta manera, la cambian de contexto y la iluminan con una luz diferente. Los primeros chispazos de esa luz me hirieron la piel, al ser lanzadas por el joven profesor Ernesto Castro de la Universidad Autónoma de Madrid, en una conferencia cuyo título, de aspecto agresivo por cierto, es “La fetichización del libro en El infinito en un junco” . Las heridas a mi piel se refieren a la piel del alma, si esa tal alma fuese algo y, además, si estuviese cubierta con una capa sensitiva fina y frágil. Yo había disfrutado de la obra de una manera que al principio no habría podido formular y por lo mismo, transmitir: me sentí acunado, protegido e ingrávido. Acostumbrado al lenguaje pesado, rebuscado y feo de la filosofía y la psiquiatría, leer a Irene fue como la brisa resbalando sobre el rostro en un día soleado en el litoral central de Chile. Sabemos que las letras del alfabeto son apenas partículas (no sé si de Dios) y notas sin pentagrama. Es la sintaxis la que hace de 28 letras primero arpegios llamados palabras y, desde allí, una sinfonía llena de misterios, capaz de crear la fealdad suma como también la más hermosa y tenue belleza. Claro, la prosa de Vallejo no es Bach ni Wagner. Tal vez tiene el diáfano peso de Edward Grieg, o la sorprendente y profunda transparencia de “Jacqueline’s Tears” de Jacques Ofenbach. Lo relevante no es solo ‘la’ partitura o el contenido del libro, sino el modo en el que se lo dice o se lo escribe, los matices en los cuales se ejecutan trémolos y vibratos, fortes y pianos que, en vez de sobrar, constituyen la plena y serena grandeza de la obra. Al azar un párrafo: “Para un griego, un museo era un registro sagrado en honor de las musas, las hijas de la Memoria, las diosas de la inspiración. La Academia de Platón y, más tarde, el Liceo de Aristóteles tenían su sede en bosquecillos consagrados a las musas porque el ejercicio del pensamiento y la educación podían entenderse como actos metafóricos y luminosos de culto a las nueve diosas”.


En la escritura, el lenguaje es un instrumento que puede maltratar materiales, pero que mediante la ejecución trabajada y silenciosa, de pronto y misteriosamente, se transfigura y eleva a la inefable pero evidente condición de arte. Lo inefable no tiene nada de borroso o de creencial. Es evidente, pero resbaladizo a cualquier lenguaje y, por ello, indescriptible. Del mismo modo ocurre con los rostros: reconocemos rostros que jamás podríamos describir plenamente. Pero en esto también hay impulsos guerreros: “Afortunadamente tenemos el arte para librarnos de la verdad”, vocifera Nietzsche, alérgico a lo apolíneo y su fruncida claridad discursiva; gozoso de musas bellas-diosas, esas que utiliza Vallejo para hermosear y fantasear las caminatas platónicas y aristotélicas con los olivos místicos que las rodeaban. Nietzsche, conjeturo, no se embriagaba con vino, sino con palabras. Un verbo ebrio, emocional y compartido, que él asociaba con el dios griego Dioniso, el mismo que los latinos nombraron como Baco.


El Infinito en un Junco aparentemente tiene como compañero y sostén a la literatura clásica y, por ello, desde las primeras páginas Homero, el sin rostro, el sin historia, el sin rasgos, aparece como un fantasma bajo la sábana de La Ilíada o La Odisea. Sin embargo, ¿por qué fascinaba a Irene niña el relato, en la voz de su padre o de su madre, de las aventuras de Ulises y sus amores con diosas? ¿O el lanzazo en el único ojo a Polifemo, el cíclope ingenuo? ¿De verdad Aquiles era inmortal y su entrada a la muerte estaba solo en uno de sus tobillos? ¿Existió Apolo expresando su aparatoso y poderoso narcisismo a través del Oráculo de Delfos? ¿Cómo ocurre que la predestinación fatídica, la humillación y sufrimiento eternos de Sísifo y Prometeo, puedan provocar dulces sueños en una niña de 5 años de edad? Porque, nos guste o no, los niños distinguen perfectamente bien las historias fantásticas de la realidad. Y, la realidad es pedestre, absurda, tosca, la negación del encanto y, por lo mismo, fea. No es lo mismo Cenicienta que el bulling a una niña de escasos años. En la realidad humana no hay dioses salvadores, ni príncipes encantados, ni héroes con superpoderes. No hay besos que despierten del hechizo de las tinieblas, ni cazadores que rescaten del abdomen de un lobo a una niña intacta que fue ingerida por el animal. Tampoco hay genios que habiten en una lámpara. Ángela, de cuatro años de edad, juega con sus animalitos de plástico y los hace hablar entre ellos. Lo hace con su voz y con sus propias palabras. Su hermana de seis años, Lucero, le dice: “Pero Ángela, si los animales no hablan”. Ángela la mira sin sorpresa, como quien está frente a alguien terminalmente enfermo de estupidez, y le responde levantado un poco la voz: ‘Lucero –dice– es un juego…”


En cada ser humano, y tal vez en la humanidad entera y desde siempre, ha existido la necesidad y el placer de crear lo imposible. Tal vez el lenguaje se desarrolló más allá de la nominación e indicación– en el momento en que el ser humano pudo manipular el fuego. Durante las largas noches el fuego permanecía atrapado en el fogón, dando calor, alimento y paz a los siempre atemorizados humanos que, por primera vez, disponían de una barrera que mantenía alejados a los depredadores. Las llamas, como las olas, tienen ese carácter incesante que atrapa la mirada y que arrastra el pensamiento y las emociones hacia un mundo de ausencias, en el que habitan los recuerdos, las esperanzas y la fantasía. Sentados formando un círculo, nada inmediato, práctico o pedestre, arrebataba la mirada, el aliento o la vida de los seres humanos. Entonces hablaron. Hablaron de ese mundo de fantasías, recuerdos y esperanzas. ¿Cómo se podría estar sentado en torno al hogar si no fuese ésa una experiencia colectiva? En ese contorno surge el relato hecho de palabras y de estilo narrativo, ese mundo paralelo arrojado sobre el mundo duro y misterioso de la realidad a secas. Ahora del bosque no emerge sólo la leña para el fogón y el ciervo para cazar, sino también el encanto y la magia de hadas y duendes, el horror de monstruos y el coraje de héroes y dioses. La convivencia en torno a la lumbre transforma a la manada en familia. Desde el hogar y de la palabra poética surgen la historia, la religión y la perplejidad frente al universo. Allí todas los relatos empiezan con ‘Había una vez’. En torno al fogón nacen las preguntas: el niño quiere saber por qué el fuego calienta y quema, de dónde viene y el lugar en el que duerme cuando empieza el día. Allí surge la inclinación inquieta por saber sobre los astros y por la vida que somos. Allí se habla de los orígenes de los seres humanos, de dioses, héroes y epopeyas.

¿No es eso lo que nos envuelve en el relato de Vallejo? Tal vez la infancia no es solo de niños, sino también de la humanidad toda. Irene nos cuenta un ‘había una vez’ en palabras sin filo y musicales, sin aspavientos ni rebuscamientos retóricos. Los dioses más perversos, las batallas más crueles, las traiciones más viles y la estupidez más ambiciosa nos embelesan en la escritura y también en la voz de Irene, y nos conducen a un dulce sueño, como a ella cuando niña.



Globalización, imperio y totalidad del libro


Sin embargo, el texto que comentamos no es tan libre y casual como nos aparece a primera vista. Es la historia de la globalización del libro y la escritura en el mundo que llamamos occidental. Esta globalización fue producto de las ilimitadas ambiciones de muchas personas que, siglos antes de la era cristiana, asolaron grandes centros urbanos y los más humildes poblados. Asolado no es solo ‘arruinado’ y ‘destruido’. Quedaría mejor decir, asesinado y vandalizado de las formas más brutales y crueles. El objetivo era la conquista, la apropiación, la anexión y la encarnizada lucha por la ‘grandeza’ militar y el ‘poder’; una ‘acumulación’ de ciudades, reinos, comarcas y, en algunos casos, como el de Alejandro, además, de libros. Esta violencia no ocurría solo con los adversarios, sino también en las criminales luchas al interior de familias ‘nobles’ y ligadas al poder oligárquico. No era raro casarse con una hermana, matar a la madre o al padre, o a un vástago que heredaría el Imperio, con el fin de alcanzar o retener el poder. La palabra ‘Imperio’ ha dominado la historia humana. Imperar es dirigir, mandar, regir a las poblaciones humanas y sus territorios y, fundamentalmente, poseerlas, ser dueño y ejercer toda la autoridad imaginable sobre ellos. Acumulación y totalidad. Hacerse dueños del mundo y que nada quede fuera. La humanidad tiene elocuentes ejemplos históricos de esa ‘naturaleza’ humana.


Eso también pasó con las primeras bibliotecas, los libros y la palabra escrita, esa palabra que ya no era volant, como en la tradición oral de juglares, sino que manent, usando una frase del senador romano Cayo Tito. O sea, aquella palabra que permanece en una materia que le es ajena, como la greda o el papiro y que no vuela como los poemas recitados y arrojados al viento para quien quiera escucharlos. Alejandro quería poseer todo lo escrito en el mundo. Eso nos parece, a primera vista, un ‘avance civilizatorio’ indudable. Efectivamente, suena bien decir que las bibliotecas son centros de pensamiento, cultura e historia. Sin embargo, se pueden hacer algunas precisiones: las grandes bibliotecas, más bien, son centros de acopio, bodegas. Los libros no están solo en las bibliotecas, sino que actualmente circulan sobre el planeta por millones y como hormigas en los rincones de millones de hogares. En las bibliotecas, como en los museos, se acumula. Sin embargo, la acumulación es un fenómeno mucho más complejo, puesto que se produce con materiales muy diversos: riqueza, poder, territorios, armas, prestigio, libros, ropa, y restos arqueológicos. El lector podrá continuar esta lista, la que no es fácil de terminar. Los coleccionistas, los emperadores del más diverso ropaje y cuño, los rastrojeros y los magnates insaciables, saben muy bien de qué hablo.


Cabe entonces al menos preguntarse por el sentido de las grandes acumulaciones de libros y, junto con ello, meditar un instante acerca de la escritura y de la lectura. Si diéramos crédito a San Juan, “En el principio existía el verbo”. Sin embargo, ese verbo no era lectura ni escritura: era Dios, sentido y silencio. Pero, previamente, antes de las religiones monoteístas, el logos de la Grecia clásica era el lugar donde habita el sentido, desde siempre y mucho antes de ser creado el lenguaje. “El verbo no es griego ni latín”, decía San Agustín. Hay alrededor de 7000 lenguas en el planeta conformadas por muy distintos sonidos vocales y, sin embargo, con o sin escritura, abren sentidos muy parecidos. Interpretar esto es un desafío prácticamente inabarcable. ¿Es el sentido del lenguaje una creación del Homo sapiens sapiens? Por ejemplo, las ‘ideas’ platónicas ¿eran ‘creadas’ al decirlas, pensarlas o escribirlas (poiesis), o ‘encontradas’? Las matemáticas ¿son una creación humana, o son un hallazgo que nunca termina? La ‘razón pura’ y los aprioris kantianos ¿los inventó Kant o los ‘descubrió’? La ‘gramática lógica pura’ de Husserl ¿nace de las palabras o está desde siempre gobernando a todo lenguaje? Pareciera que lo claro es que este asunto no está claro.



César Ojeda




El infinito en un junco

Irene Vallejo

Editorial Siruela 2019












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