top of page
Foto del escritorCatalina Mena

Crisis de pánico


I

Pareciera que la tierra se está moviendo. Una especie de catástrofe se anuncia en el cielo: cargado, rojo, amenazante. Esta tarde el cielo está cayendo como una trampa. El sol calienta despiadado, pero se oculta bajo la veladura de las nubes. Y capaz que sólo sea la odiosa humedad de Buenos Aires.


Alineadas en el barrio residencial más encumbrado de la ciudad, las casonas blancas como novias son el fondo sobre el cual se imprime el reverso de esta escena. Delante, unos chicos con zapatillas de marca bordean la cuneta, escarbando entre montones de desechos de comida que arrojan los restaurantes plagados de turistas. Ella, otra turista, carga una bolsa impresa con el logo gigantesco de la tienda que acaba de satisfacer su ansiedad primavera-verano. No ha comprado zapatillas deportivas, sino un calzado de noche y un abrigo de buena piel sintética. Se ha pensado elegante, feliz, luminosa, y ha salido a la calle cargando ese entusiasmo tan feroz como pasajero. Justo entonces la agarró esa tarde que cubrió el brillo de sus zapatos nuevos. Suerte que un taxi la levantó para llevarla a Palermo.


Y ahora se encuentra a la intemperie urbana de las fachadas continuas y las terrazas borrachas. Y falta el aire. La sangre ya no circula por sus piernas que, desobedientes al clima, se han entumecido. Seguro que va a desmayarse. Y sólo hay dos alternativas: despertar en el cielo o en el infierno. Piensa en el infierno y concluye que ya está ahí, en su desatada subjetividad. Repentinamente se ha quedado ciega frente a las imágenes del mundo. Da lo mismo. Retrocede el discurso existencial. El asunto es que no podrá llegar al aeropuerto. Y todos perderán el avión por su culpa. Se quedará estampada sobre el mapa de esta ciudad que se supone debería fascinarle pero que, en secreto, detesta. Aún así, el hecho es que siempre termina en Buenos Aires: porque es trans y barata, justifica.


Lo urgente es que va a desmayarse y no hay un baño cerca. Necesita irse por el desaguadero y no hay dónde morirse. Su corazón late a mil por segundo. Qué poco piensa en su corazón. Se le olvida. Pero ahora él se encarga de recordarle su radical existencia. La cosa es que falta el aire y quiere vomitar. La humedad es insoportable, perderá el avión. Y no sabe cómo se llama la calle ni cuál es el baño más cercano.


En emergencias como ésta, hasta el más mínimo signo gráfico se deja leer como señal divina. “Ánima”, dice la placa colgante. “Restobar”. Café, librería, vegan style. Calle Armenia. Puede inventarse algo para pagar poco y entrar al baño. Digamos que un jugo de frutas ¿Con pulpa o colado? No, mejor un vaso de agua, sin gas, por favor. El baño tiene que ser un lugar de escape, al fondo de un pasillo. Hacia allá se dirige su atrofiado radar. Efectivamente. Se interna en un pasadizo que a cada lado tiene una puerta. Equivoca la entrada y distingue figuras masculinas orinando en fila. Quisiera irse a negro y que en ese preciso minuto apareciera the end en la pantalla. Pero lo que hace es salir corriendo y en breve da con la puertecita del lado, que rápidamente cierra con pestillo.


Una mujer forrada en un traje sastre se acomoda el peinado frente al espejo. Delgadísima. Pálida. Ojerosa. Su imagen no ayuda a contener el vértigo, no conecta con la comodidad de algún cliché. ¿Colchón?, Comodidad mental, pero es metal, de taladro. Es el ruido de los obreros empleados en la ampliación del local que, al otro lado de la pandereta, golpean sus martillos de tercer mundo.


Después ya no recuerda. Sólo a ciertos intervalos la cara de su marido, el reloj de su marido (la correa de cuero, la hebilla y el peluche de Sara, su pequeña hija. Ese conejo rosado que alguna vez fue mullido y brillante, pero que de tanto roce y tanta cama hoy es un imbunche difuso, una cosa rara de piel escarmenada. Ese objeto, sustituto del amor, es que se le ha pegado al cuello. Es su hija quien la está abrazando sin soltar su conejito.


No fue la sonda lo que la conectó con el mundo, sino ese objeto caliente que su hija insistía en adosarte. Ahora lo sabe: el conejo de Sara le salvó la vida.


II

En el sueño se le iban cayendo los dientes uno a uno. Ella se agachaba y su pelo le impedía ver las piezas que rebotaban sobre la vereda como las cuentas de un collar de perlas. Era un sueño recurrente. Entonces pensaba en todo el tiempo que perdería si se dedicaba minuciosamente a recoger su dentadura y volver a colocarla en su lugar.


Pistas para leer el sueño de los dientes: “Puede significar que estás hablando más de la cuenta y que te arrepientes de lo que dices”, era la primera. La segunda, un poco más catastrófica: “Los dientes representan a la familia”. La tercera, más verosímil: “Soñar que se te caen indica que tienes miedo de no poder sostener tu imagen”. Podía ser una combinación de las tres. Pero hay algo: después de los cuarenta años, las personas dejan de soñar que vuelan y empiezan a soñar que se les caen los dientes.


La secuencia era así. Primero se soltaban. Ella agarraba los dientes delanteros con un dedo y sentía que estaban flojos. Volvía a removerlos y caían al suelo. Pero no había sangre. Y no se sorprendía. Luego examinaba el resto de su dentadura y todas las piezas estaban sueltas y todas iban cayendo desordenadamente. No lloraba. Y no se sorprendía. Ninguna ansiedad, ningún extrañamiento. Se agachaba para recogerlos y los iba colocando cada uno en su lugar. Sólo los presionaba un poco y ahí quedaban, nuevamente instalados, perfectamente ordenados. Y lo que veía era el fondo de su boca: una caverna oscura donde al final se anunciaba un pequeño y nervioso músculo rojo.


III

Ese órgano palpitante ahora era la luz de un monitor: roja, candente, al fondo de su oscuro campo visual. Ella extendió el brazo izquierdo para encender una lámpara de velador y recién entonces comprobó que estaba en una pieza de hospital. A través de la puerta entreabierta, avistó una imagen blanca que se duplicaba en los espejos laterales del pasillo. Desde su posición horizontal, distinguió el delantal ceñido de la enfermera.


Todo parecía haber pasado por el sintetizador. Hasta la voz de esa figura blanca le sonó como salida de un aparato. No había acústica en el pasillo, ni en los blancos pulmones de los funcionarios. Las frases se emitían cortas: para cada información, una fórmula.


Por los altoparlantes escuchó un mensaje que no logró descifrar. No se esforzó en afinar la puntería de su oído tonto. Dejó que su atención se disparara. Levantó los ojos para leer la gráfica de su corazón amplificada en la pantalla del computador. “Esto es como una fotografía”, le explicó el médico.


Era la segunda vez que la internaban temiendo un infarto y de nuevo sólo se había tratado de una crisis de pánico. Todos los exámenes habían salido normales. Era su cuerpo el que sobreactuaba una corriente invisible, un movimiento subterráneo que aún no podía ser registrado por la tecnología clínica. Qué aliviador sería que de un día para otro se le borraran las palabras de la cabeza. Entonces definitivamente todo importaría nada. Pero también era aliviante estar ahí, sobre la cama, dejando que otros pensaran por ella: Alprazolam a la vena.


Ya no tenía miedo, tampoco pasión, concluyó, recordando esa frase corta que leyó en el colegio, de Hobbes: “El miedo ha sido mi única pasión”. Es más. Ya su cuerpo estaba desmemoriado. Palpitaba sin saberlo. Dijo su nombre. Qué raro, no había olvidado su nombre: estaba escrito en la pulsera plástica que le colocaron en la muñeca izquierda.


Avanzó lentamente sobre las ruedas de la camilla. Por debajo de la puerta 15 se proyectaba un rayo de luz azuloso y escuchó voces reconocibles. “Las del noticiero”, pensó. Debían ser más de las 9 de la noche y alguien se enteraba de un incendio en un asilo de ancianos, de un trasplante de hígado, de un diputado que defendía su honra pisoteada. Comerciales. Ya de lejos, le llegó la canción de la gaseosa. Y no necesitó estar ahí para imaginar la palmera sobre una arena demasiado blanca, en la tarde de un verano que sólo existe en la publicidad.


IV

Sólo hay una certeza: cuando toda ella se convirtió en su trastorno, en ese mismo instante se volvió invisible. Se fundió con el mobiliario. Anduvo fantasmática, se incubó en el vientre de su trastorno. Así atravesó multitudes sin que nadie la advirtiera. Ni siguiera ese desconocido que esquivaba sin alharaca en la cama, la cocina y los pasillos, siguiendo movimientos domesticados por las costumbres matrimoniales y los placeres cotidianos. Cuando se borró, todos se borraron a su alrededor.


V

De vuelta al hotel, intentó reconstruir la cronología de los hechos. ¿Qué fue primero? ¿Tembló realmente? Va pensando que no se acuerda y mira la pulsera plástica en la muñeca izquierda. Pero no puede quejarse, piensa. Al menos le han dejado una buena provisión de calmantes. Cuando inyectaron la primera dosis, el miedo desapareció instantáneamente. No lo podía creer. El miedo, esa presencia tan vívida y terrible, era borrado en un segundo por la efectividad farmacológica. Qué precariedad la suya, qué absurda la sobreactuación de sus emociones. Si al final el miedo era químico, el amor era químico, la rabia era química. Y ella que siempre habías creído en las tragedias. Cómo no se había dado cuenta antes: la muerte era el final de la química.


Catalina Mena

bottom of page