Cuando la historia iluminaba el porvenir [1]

De las muchas definiciones que se han dado sobre el oficio de historiador, hay una que es particularmente pertinente a propósito del libro que aquí comentamos, aquella dada por Eric Hobsbawm y que lo conceptúa como “un recordador profesional”. Pudiera pensarse que el énfasis está dado en lo profesional, entendida esta dimensión como el despliegue de un entrenamiento metódico-crítico, pero la verdad es que para Hobsbawm ya el solo acto de recordar no es poco, sobre todo en contextos en que ni siquiera es que se administre la amnesia sobre ciertas dimensiones del pasado, sino en que el pasado mismo, al menos en su uso público, se agota en las distintas formas de la industria cultural, sea en la turístico-patrimonial, la exotista del llamado “lado B” de la historia, con sus propias variantes cinematográficas, editoriales y hasta de canales temáticos de televisión por cable. Como ha sostenido Baudrillard, “hay dos formas de olvido: o bien la exterminación lenta y violenta de la memoria, o bien la promoción espectacular, el paso del espacio histórico al espacio publicitario”.
Según la ya famosa tesis de François Hartog, esta sería la forma específica en que hoy nos relacionamos con el pasado, bajo el imperio de un régimen de historicidad presentista, es decir en donde el futuro (como proyecto colectivo o utopía) es una dimensión dada de baja, considerada más bien una “zona de catástrofe”, y en que el pasado es sólo el que demanda el presente (de ninguna manera el que lo interrumpe). Pero como abdicar del futuro, en tanto campo de construcción humana, implica prescindir del saber acerca de cómo se han movido los asuntos humanos hasta acá, el pasado ya no es materia de conocimiento, sino de mero entretenimiento. Y si el pasado no se conoce entonces ya no nos asiste la historia, ni tampoco la memoria: hoy el pasado no se estudia (no se explica ni comprende), se consume estéticamente o bien es mero recurso (económico y político). Podemos habitar un presente lleno de pasado y, no obstante, sin historia. Pero al mismo tiempo pereciera inundarnos la sensación de que experimentamos un presente bullente de crítica y de un futuro potencial, un presente de “deconstrucción”, “desnaturalización” y “empoderamiento”. La pregunta es -al menos al tomar distancia del espacio universitario que desgraciadamente cada vez se parece más a un gueto- ¿qué rol ha tenido la historia en todo esto? Mi respuesta es que prácticamente ninguno, incluso cuando el pasado parece ser directamente tocado, por ejemplo, en la denominada oleada de iconoclasia asociada a los distintos estallidos sociales que pocos años atrás detonaron en el planeta. ¿Tumbar monumentos es equivalente a una crítica en el sentido histórico y filosófico? ¿Por qué debemos entender que es una manifestación contra la “historia oficial” o nacional y no más bien contra la historia sin más?
He considerado pertinente partir con esta suerte de encuadre del libro de Luis Corvalán Marquez, pues en sus primeras páginas éste nos advierte que su finalidad es en primer lugar divulgativa, por lo tanto el espacio en que quiere insertarse es el que he descrito, el del “uso público de la historia”, lo que constituye a mi juicio una actitud noble frente a tanto profesional que ha cedido vendiendo sus saberes técnicos a la industria, o bien a abandonado la plaza pública para introducirse en el mundo de los papers, la llamada productividad académica o el refugio de los proyectos de investigación de nicho. Noble pretensión, o quizá no haya otra alternativa para un viejo historiador formado en un mundo en que el discurso de la historia nunca estaba separado del discurso de la acción, es decir de la política en su sentido más amplio. Pero es también una pretensión mayor, hoy en un contexto en que la historiografía está arrinconada por tantos otros discursos productores de sentido, digamos que el historiador o historiadora parece haber perdido el lugar que alguna vez le asignara la sociedad moderna.
Pero nuestro autor ha decidido insistir (o resistir), y este libro se presenta como una herramienta para salvar un olvido, es decir interrumpe el presente citando un pasado que nadie cita hoy: el 2023 se cumplieron doscientos años del nacimiento de Francisco Bilbao, nada ni nadie lo recordó (algo similar pasó el 2024 con los cien años de la muerte de Luis Emilio Recabarren), ni siquiera la izquierda o el progresismo, que al parecer hoy son, en cosas aparte, pero además lo son de un modo muy distinto al que eran hasta hace unos cuarenta años atrás, en que alguna relación guardaban con lo que Corvalán aquí denomina “corriente identitaria emancipadora de Nuestra América” (p. 28), en la que se descubrían los siguientes rasgos: ser refractaria a la expansión norteamericana, contraria el colonialismo europeo y contradictora del pensamiento tradicionalista (encarnado en el catolicismo más conservador). (Es razonable que paulatinamente se hayan sumado otras justas causas, pero es incomprensible que por ello desaparecieran las antiguas sin haber sido resueltas).
Luis Corvalán ha decidido delimitar el corpus de documentos escritos por Bilbao a cuatro que considera políticamente fundamentales: Sociabilidad chilena (1844), Iniciativa americana (1856), La América en peligro (1862) y El evangelio americano (1864). Fundamentales porque en ellos se desarrollan, respectivamente, los siguientes tópicos: en el primero, la crítica del orden social tradicional, el rol de la ideología y la exposición de una teoría ilustrada de la historia. Luego, en Iniciativa americana el avance del imperialismo norteamericano y europeo, a lo que suma un elemento en el que me concentraré luego en este texto, el que Nuestra América representaría una utopía universal que llama “la causa del hombre”. En La América en peligro Bilbao continúa analizando el imperialismo, sumado al rol de las oligarquías locales y al rol de la Iglesia Católica, y en El evangelio americano prosigue su análisis del imperialismo y profundiza en la propuesta de Nuestra América como alternativa civilizatoria universal.
El autor del presente libro, con la claridad expositiva que ya ha mostrado en sus anteriores obras, muestra, en primer lugar, un contexto histórico general del lugar de América del Sur en el contexto geopolítico del siglo XIX, y en particular de las estructuras sociales predominantes en los jóvenes países de la zona, que es frente a lo cual Bilbao desarrolla su crítica. Pero lo que resulta relevante a mi lectura es la alternativa que propone, la que pasa -nada raro en aquella época, a diferencia de la nuestra- por una reflexión profunda sobre la historia, entendida tanto como lectura del pasado como construcción de futuro. Y es que por el siglo XIX aún subsistía la dimensión profética del historiador, deudora de su componente judía antigua, en que el profeta no era un adivino, sino quien advertía las urgencias del presente e iluminaba los escenarios próximos posibles para que un pueblo no se encaminara hacia su propia condena.
Como ya he señalado, de los textos seleccionados por el autor, es en Iniciativa americana (1856) en donde emerge la propuesta de Nuestra América como alternativa civilizatoria universal o como una utopía que llama “la causa del hombre”, la que no abandonará hasta su último texto, El evangelio americano (1864), publicado poco antes de su muerte en febrero de 1865 en Buenos Aires, ciudad en la que pudo madurar tantas ideas como en París. Pues bien, lo que quiero plantear aquí es que -aunque sea ya una cuestión conocida por los especialistas en la obra de Bilbao- esta formulación tuvo como operación central una reflexión particular en el campo de la Filosofía de la Historia, me refiero a su discurso La Ley de la Historia, pronunciado en noviembre de 1858 en las reuniones del Liceo Literario de Buenos Aires y publicado en el periódico semanal El Museo Literario, el 20 de enero de 1859 (datos, entre muchos otros tanto más útiles, que sabemos gracias a la más reciente edición que hiciera el filósofo chileno Álvaro García San Martín.[2] (Antes que él han sido colegas principalmente argentinos quienes se han dedicado a su obra, tales como Arturo Andrés Roig, Estela Fernández Nadal y Clara Jalif de Bertranou)
Resulta de gran interés constatar cómo es que en dicho discurso Bilbao parece adelantarse a su tiempo: Roig ha señalado su “inversión” de la Filosofía de la Historia europea cuyo universalismo vehiculizaba pretensiones colonialistas (misma operación que habría efectuado Bolívar a partir de su Carta de Jamaica en 1815), mientras que Estela Fernández Nadal ha hecho notar sus sintonías con pasajes de las Segundas consideraciones intempestivas de Nietzsche y con las Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin, muy cerca de la “historia crítica” y de la formulación de una “memoria de los vencidos”, respectivamente. En efecto en La Ley de la Historia Bilbao ejerce una severa crítica a las Filosofías de la Historia más difundidas en su época: las de Hegel, Bossuet, Herder y Cousin, las que pudo discutir con sus maestros franceses: Michelet, Lamennais y Quinet. Pero es altamente llamativo también que el principio que identifica en su crítica a estas filosofías de la historia fuese casi el mismo que identificó la crítica en el siglo XX cuando la vulgata estalinista comenzó a mostrar su funcionalidad y más tarde cuando de desvelaron los llamados metarrelatos. En palabras del propio Bilbao: el que fueran “la crónica de los acontecimientos elevada a la categoría de causa y efecto” y que, de este modo todos los horrores de la historia quedaran justificados por una suerte de necesidad natural, un determinismo que se manifestaba en un fatalismo tolerante con la injusticia y el sometimiento, y para el caso que interesaba a Bilbao, de todo cuanto servía a Europa. Es contra esto que Bilbao argumenta, lo extraño es que lo hiciera en un discurso titulado justamente La Ley de la Historia, pues lo que hace una Ley con la historia es unificar toda experiencia e imprimir necesidad a los acontecimientos hacia un fin. A menos que se varíe el concepto de Ley, o bien el contenido de ésta (el fin hacia el que se dirige), que es lo que hace Bilbao.
La Ley de la Historia para Bilbao es un “designio divino” (es un pensador anticlerical, pero cristiano) y que, por lo tanto, como toda ley, posee un carácter objetivo, del cual los hombres sólo se hacen una idea, creen descubrirla, tal como las distintas filosofías de la historia de cuño europeo han pretendido, pero para acabar descubriendo sus propios intereses colonialistas, es decir, ocultando la Ley tras la ideología. “Dios cómplice de la ruina de los pueblos”, dice Bilbao irónicamente. Su propuesta de sentido no es nueva: “La Ley de la historia es la conquista de la libertad”, lo nuevo es que esta afirmación no es meramente constatativa, descriptiva, sino que marca un deber ser, una búsqueda. La propuesta lleva un fuerte componente humanista dado que es a la humanidad que se le encarga el cumplimiento de ese sentido, para el cual ya el viejo mundo estaría agotado, es esta tarea de una humanidad nueva, la americana, mediante la razón, la responsabilidad y el esfuerzo. Esta es “la causa del hombre”.
El que las cosas no fueran en la dirección que Bilbao vislumbrara no quita en nada la potencia de su pensamiento. De hecho, es altamente probable que -como en el caso de Kant frente al Terror de la Revolución francesa- se exigiera hacer pública una visión optimista de la historia porque internamente estaba convencido de que las cosas irían probablemente en la otra dirección (no era un ingenuo). Más intelectual ilustrado que político, Bilbao se impuso la tarea de iluminar el porvenir. En esto siguió siendo “conservadoramente moderno”.