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Danza Delhi: variaciones en torno al dolor y el desapego



La sala de espera de un hospital sirve de marco para las siete historias que se agrupan en Danza Delhi. Cada una presenta una acción similar: alguien espera conocer el estado de salud de un ser querido hasta que asoma una enfermera con la noticia que menos se quisiera escuchar.

 

Los diálogos se repiten, los personajes aparentemente son los mismos, pero en cada situación asoma un destello distinto sobre la muerte, como si el texto del ruso Iván Viripaiev hiciera un viaje por siete escenarios posibles para sobrellevar la pérdida y confrontar al público con las variaciones que adquiere el duelo.

 

La obra data del año 2009. El original se tradujo del ruso al polaco, el alemán, el francés, el inglés y el armenio con versiones aplaudidas en los principales teatros de Europa. En Santiago se estrenó en noviembre de 2023 en la sala La Comedia con traducción, adaptación y dirección de Millaray Lobos García, pionera en impulsar el proyecto en español desde hace una década. En marzo de 2024 abrió la temporada de la misma sala y se espera una reposición para el segundo semestre al convertirse en uno de los montajes más relevantes de la escena local por acercar una escritura hasta ahora desconocida.  

 

Iván Viripaiev (1974) nació en Irkustk, Siberia. Actualmente reside en Polonia y ha renunciado a la nacionalidad rusa al comenzar la guerra de Ucrania. Aún así, un tribunal de Rusia lo sentenció en 2023 a prisión en caso de ingresar a Moscú o ser extraditado, acusándolo de difundir información falsa sobre el ejército en las entrevistas que ha dado como dramaturgo de los textos que se montan en teatros públicos e independientes en distintos países. La sentencia -que pesa sobre varios creadores disidentes al actual régimen- constituye una cruel paradoja afín con las inquietudes que cruzan su producción.

 

La academia lo sitúa en el llamado nuevo drama ruso, un movimiento que despuntó a inicios de los 2.000 -en paralelo a la llegada de Putin al poder- y que reunió a autoras y autores que comenzaron a explorar desde el teatro en las tensiones de la naciente sociedad post socialista a través de textos que se alejaban de los formatos convencionales y se plegaban a la fragmentación de las escrituras contemporáneas.

 

Sus compañeros de generación -como Elena Gremina, Mijail Ougarov, Vassilii Sigariov, Olga Mikhailova, Maxime Kourotchkine, Vladimir Sorokin y Nikolay Kolada- nacieron en las décadas de los 70 y 80, y fueron testigos de la transformación que conllevó la caída del Muro de Berlín, el término de la Guerra Fría, y la irrupción del capitalismo y el consumismo en una población antes modelada desde el Kremlin.   

 

El autor porta la experiencia de haber crecido en una de las ciudades más pobladas de Siberia. Allí inició sus estudios teatrales antes de asentarse en Moscú, donde llegó a ser director artístico del Teatro Praktika.

 

“Soy consciente de que hoy no se pueden escribir tragedias como las de la Antigüedad o el Renacimiento”, ha reconocido. “El elemento que sustenta la tragedia es la confrontación entre un héroe y una fuerza superior. Este conflicto existe siempre. Por ello, aunque hoy no se puede escribir una tragedia en su forma pura, es posible -sin embargo- utilizar algunos destellos de esta energía arcaica”.


Tal principio lo ha puesto a prueba en obras de teatro y en realizaciones audiovisuales (Salvation, Delhi Dance, Euphoria, Oxygen). Sus personajes enfrentan situaciones cotidianas con elementos del absurdo y reaccionan de manera impensable la mayor parte de las veces. Algunos críticos lo equiparan con Quentin Tarantino por los giros que adquieren sus historias y la severa autoconciencia que prima en sus protagonistas. La capacidad de tomar el pulso a su época y de traducir esa inquietud a la ruptura de los diálogos en escena lo acercan también a la escritura de la inglesa Sarah Kane.

 

No obstante, cuando se leen y estudian sus obras -como Sueños, Ilusiones, Borrachos- se diría que en ellas se cuela el tempo de Andrei Tarkovsky y la compasión de Anton Chéjov frente a una humanidad desprovista de significado mientras el mundo se desploma.

 

“Sueño con escribir un texto donde sólo exista energía pura. Pero esto no depende únicamente de mí, sino igualmente de la época y de la percepción de los espectadores”, admitía tras sus primeros logros con textos que se internaron de manera metafórica en las contradicciones que trajo la apertura de Rusia a Occidente.

 

Con una treintena de títulos a cuestas, en la actualidad se lo considera un autor indispensable en el repertorio de las grandes salas, desde Nueva York a Corea del Sur, y se valora el delicado equilibrio que alcanza entre la ironía y la crueldad para escribir sobre temas tan variados como las relaciones de pareja, la memoria, la neurociencia, los ovnis, el inframundo, las elites culturales o la eutanasia.

 

Danza Delhi es una de sus obras de mayor resonancia que tuvo además una versión audiovisual en 2012. El texto sigue la estructura de una partitura musical con un leit motiv y siete movimientos o variaciones -correspondientes a siete historias-, interpretadas por los mismos personajes a la manera de instrumentos que adquieren sonoridad y afinamiento, con diálogos que se repiten cada tanto como estribillos para fijar un tempo y monólogos que irrumpen con una poderosa lírica.

 

La musicalidad prima en el lenguaje y este parece ser el mayor desafío de las traducciones. “En todas mis piezas, trabajo con precisión el ritmo. Es necesario leer mis textos como la poesía, pues todas las tentativas de contarlos violando el ritmo propuesto se saldan con un fracaso. Yo me digo a mí mismo que no construyo un texto, sino una partitura musical”, advierte el propio Viripaiev.

 

Las palabras evocan los estados de los personajes antes que su psicología, y en ellas abundan guiños metafísicos y referencias al pavor nuclear para preguntarse si es posible conciliar la aceptación de la realidad con la existencia del mal.

 

La pieza se deja ver como un melodrama de desencuentros la mayor parte del tiempo, aunque de fondo establece un sinuoso contrapunto entre la sala de espera de la muerte -con una enfermera en el rol de Caronte- y la evocación de la danza Delhi, una sublime coreografía presentada en un teatro de Kiev que materializa la compasión universal alcanzada por una bailarina en medio de la miseria de un mercado de la India.

 

La intérprete de esa mítica pieza, su madre, su amante, la esposa de su amante, la enfermera y la crítica de danza que no es capaz de volcar en palabras la experiencia, se muestran en la obra contagiadas en distintos grados por un misticismo oriental que a la vez revela cuán desprovistos están de significado y de una vivencia genuina de felicidad: una alegoría de la distancia que separa al ego occidental del desapego oriental.

 

La versión local dirigida por Millaray Lobos reúne en escena a Claudia Cabezas, Gloria Münchmeyer, Paula Bravo, Tamara Ferreira, Gabriel Urzúa y a la misma directoria, y seduce al público con el juego de situaciones que progresivamente se despliegan hasta armar un mosaico de conclusiones inciertas. A esto contribuyen los matices que el grupo introduce en sus actuaciones para mostrar aristas contrapuestas de los personajes: melodramáticos, trágicos, paródicos.

 

Durante las transiciones, el elenco además desplaza y reubica los elementos de la sala de espera para que cada historia tenga como eje central una obra pictórica distinta, mientras se escuchan los títulos de las escenas con la música compuesta por Gonzalo Ramos.

 

El ir y venir se articula como una coreografía que se amalgama con el texto. Al cabo de dos horas el público parece comprender que la melodía de las palabras es una expresión de la danza que ronda la obra con la promesa de transmutar el dolor.

 

Esta sensación se vive como una catarsis en la sala y convierte a Danza Delhi en un montaje de culto que agota funciones a partir del boca a boca a fuerza de resignificar la esperanza y devolver al teatro un eco trascendente.     


  

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