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Del agua venimos y al polvo vamos

Museo Nacional de Bellas Artes
Santiago
Hasta el 22 de septiembre

 

En los años noventa, después de haber hecho de su propio cuerpo un soporte, medio, instrumento y campo de batalla, Eugenia Vargas-Pereira decide expandir la fotografía hacia la instalación, y lo hace, no siempre, pero la mayoría de las veces, convocando otros cuerpos, otras materias. Si la fotografía le abrió paso a la invención de un cuerpo hecho de “anatomía, lenguaje y discurso”, la instalación le permitió inyectarle a la fotografía una pregunta por su propia condición de medio y metáfora de la fragilidad de la vida.


Si hasta ese entonces la artista se había negado a trabajar con imágenes a color, su investigación sobre la contaminación del río Lerma, en México, producto de las industrias asentadas en la zona, la obligó a modificar esa suerte de mantra monocromático presente en sus fotoperformances. El río, que alguna vez albergó una flora y fauna riquísima, a partir de los años sesenta comenzó a llenarse de desechos: llantas, pañales, garrafones de agua, juguetes viejos, botellas plásticas, químicos y desechos orgánicos.


En el año 1990, Vargas-Pereira decide fotografiar diariamente el río, sobre todo le interesaba registrar los cambios de color que experimentaba. La fotografía en blanco y negro ya no le servía para dar cuenta de ese río convertido ahora en una cloaca enorme y maloliente, que a veces era roja, verde, blanca o café. El color se convertía entonces, en una suerte de insurrección técnica y poética, una alteración mínima pero decisiva a la hora de producir Aguas (1991). La instalación recreaba un cuarto oscuro.


Desde el techo colgaban 55 cables con una ampolleta color ámbar en cada una de las puntas. 55 ampolletas que, a ras de suelo, iluminaban a su vez 55 cubetas de plástico, de esas utilizadas por los fotógrafos para sumergir las imágenes que saldrán después reveladas. A diferencia de ese suspenso, de esa imagen por venir, Vargas-Pereira hunde en esas cubetas 55 vistas del río Lerma. A medida que pasan los días, el agua de las cubetas se evapora y las imágenes se desvanecen. Sin agua, sin imágenes, la instalación se vuelve ella misma un vestigio, una ruina errática, un desecho. Hay ascetismo visual en esta instalación, pero también hay precisión técnica –Vargas-Pereira realiza una operación simple pero muy precisa a la hora de retardar la desaparición de la imagen– y zona de pasaje: de la imagen a su disolución, del blanco y negro al color, del documento al desecho, de lo inmutable al movimiento, de lo inteligible a lo sensible. La imagen de la devastación del mundo, de la expropiación y explotación capitalista de los recursos naturales se disuelve ella misma en Aguas –en esas aguas repletas también de químicos, barnices y emulsiones– como si dijéramos que la imagen que sobrevive a la acción de la destrucción es la propia imagen de la destrucción. Aguas es eso: la imagen de la destrucción destruyéndose también a sí misma. En ese sentido, el color, utilizado por primera vez por Vargas-Pereira, es menos una experimentación técnica que un clamor, un grito trágico, una suerte de dramatismo cromático utilizado para acentuar lo que desaparece. “Al final de la exposición, dice la artista, ya no había agua, no había imagen, no había paisaje”. ¿Qué queda de lo que se extingue?

 

En ese nuevo pacto entre aparato técnico y encuadre estético, Eugenia Vargas-Pereira no solo piensa el desastre del que ha surgido la imagen, sino que los desastres ambientales que deja también la producción de imágenes. Ella lo dice en términos concretos: “la propia práctica fotográfica colabora en la cadena de consumo y la contaminación”. Sin embargo, lo que borra también Vargas-Pereira, junto a las imágenes, es el documentalismo, la referencialidad fuertemente política para dejar al espectador habitando una suerte de objetualidad persistente y vulnerable a la vez. Porque Vargas-Pereira, con sus instalaciones, produce mucho más atmósferas que cuadros (políticos). Aguas, por el color que emana de las ampolletas, parece también una tierra incendiada, un lugar a punto de volverse cenizas, de volverse blanco y negro, gris otra vez.

 

Han pasado más de treinta años de esa instalación, pero hay algo que no termina de pasar: la degradación del medioambiente, el deseo de registrar lo que pasa entre los cuerpos cuando están juntos, las preguntas por la fotografía como medio y metáfora. Esta vez en Chile, no en México, en el río Mapocho, no en el río Lerma, con fotografías digitales, no análogas, Eugenia Vargas-Pereira registró la limpieza del río Mapocho coordinada por la alcaldía de la Municipalidad de Santiago, un río que recorre la ciudad de oriente a poniente, amontonando en sus bordes basuras y desechos, pero también acogiendo frágiles construcciones donde se refugian los que no tienen hogar. Le interesaron, esta vez, las selfies que las mujeres voluntarias realizaron de su acción en el río. Son esas fotografías –y aquellas que la propia artista registró– las que ahora están sumergidas en el agua de las 55 cubetas dispuestas en la sala de exhibición del Museo. Las imágenes, como en la primera versión de Aguas, comenzarán su proceso de degradación y desaparición. A diferencia de la fotografía análoga, la foto digital pareciera no tener un cuerpo, no necesitarlo, a menos que se imprima y deje de ser un código binario. Atenta como siempre al cuerpo, a las noticias que él nos da sobre nuestra condición de seres frágiles y finitos, la artista le regala a estas fotografías –que fácilmente podrían perderse en el flujo de información– un cuerpo, uno inestable, a punto de desaparecer otra vez.

 

Como buena fotógrafa que es, sabe perfectamente que exponerse a una tecnología de registro es entregarse a la muerte para volver, una y otra vez, con la misma insistencia con la que retorna un espectro. Y eso que vuelve, en sus instalaciones, es la pregunta por los modos en que las imágenes pueden ser un espacio para el pensamiento. No un triunfo sobre lo que se piensa, eso significaría adecuar lo incognoscible del mundo a una serie de códigos y categorías, sino un espacio donde poner a trastabillar nuestras pequeñas y grandes certezas. No hay en las imágenes de Vargas-Pereira un lenguaje de afirmación y respuesta, y si ella no ha dejado de preocuparse por el cuerpo, el feminismo, los problemas medioambientales como centros de un programa conceptual y político de larga duración, lo que ha hecho es inventar maneras de leer eso que la conmueve y la aqueja. La artista no solo produce imágenes, sino que también las lee y nos invita a nosotros a leerlas. Y eso no siempre resulta una tarea fácil, porque sus obras a veces tienen la misma cualidad del cuerpo: opacas, tercas, compactas, veladas, inestables. “El estereotipo es ese lugar del discurso donde falta el cuerpo”, dice Barthes. Si hay cuerpo, como lo hay de manera incansable en las obras de la artista, hay entonces lugar para la falla, la diferencia, la contingencia, el desperfecto, la incertidumbre, la ambigüedad, lo imprevisible, lo desconocido. Desde ese agujero negro nace el trabajo de Vargas-Pereira, su  propio cuerpo, el cuerpo de sus imágenes, el cuerpo que amorosamente nos dona también a nosotros.

 


Sobre la exhibición


Volver a nombrar. Eugenia Vargas-Pereira, surge como un tributo a la artista chilena por su extensa trayectoria de más de cuarenta años. Para la muestra, curada por la investigadora en arte y fotografía, Mane Adaro, se exhiben obras que aúnan el interés de la artista por el uso del cuerpo como elemento receptor de la memoria en un territorio vivo. Compuesta por fotografías, performance e instalación, las obras se articulan en torno a las inquietudes del cuerpo, la naturaleza y la idea de sacrificio que la artista ha venido trabajando a través del tiempo. La instalación Aguas. Del río Lerma al río Mapocho (México 1991- Chile 2024), es una obra visual y material que trata sobre la contaminación de los ríos.


Para la documentación de las fotografías, la artista contó con la participación de grupos de mujeres activistas y el patrocinio y organización de la I. Municipalidad de Santiago como colaboración cultural con el MNBA para la exposición de Eugenia Vargas – Pereira en 2024.


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La muestra se exhibe en el Museo Nacional de Bellas Artes [Santiago] hasta el 22 de septiembre. Itinerancia en CECAL [Chillán], desde el 10 de octubre al 10 de noviembre, 2024.



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