Dispersiones del tiempo ido -lectura tardía de los diarios de Rosario Bléfari
Los diarios son, esto ya lo sabemos, el testimonio de una discontinuidad. Aquella por la que la escritura de una experiencia se disemina en el tiempo. Aquella que las lecturas, algunas veces, pelean por hacer caber en la unidad ficcional del Yo. Son esas lecturas olvidadizas de la condición ilusoria de la identidad que supuestamente escribe las que ocultan, queriendo o sin querer, el juego de las experimentaciones diarias que no cesan de transgredirse. Eso que con Deleuze y Foucault podríamos llamar una ética de sí.
Una experimentación del sí mismo en los límites de lo que se puede, que es, por cierto, el único lugar posible para tal ejercicio. Sostener la dispersión diaria, hacerla diaria, mantenerla en su potencia desidentificadora pone en movimiento las figuras que aquí y allá nutren el carácter experimental de la escritura y de la vida. Hay una ética en la escritura, un modo de afirmar la potencia de una vida (pienso en el trabajo de mi amiga Diana Klinger al respecto de la ética de la escritura…). Una escritura dispersa, en la dispersión diaria, es el proyecto de Rosario Bléfari que no quiere recolectar ni recoger los fragmentos de una unidad quebrada sino mantener la forma dispar de una vida y una experiencia que no tienen cómo reconocerse en unidad alguna. Nunca es la misma la que escribe y no es nunca la misma escritura. Como no es nunca la misma la que canta en sus discos o la que actúa en las películas.
Esto hace que cada entrada del diario sea la primera vez de una escritura y de una voz sin biografía (y especialmente, sin autobiografía). Escribir un diario, en Bléfari, es mantener abierta la entrada de lo que no se recoge ni se recolecta. Es estar abierto al afuera que construye lo que nos da nombre. (Claro que, como me dice AM, “el nombre indica las fuerzas que despersonalizan los modos de existencia, que no tienen ninguna sustancia, ninguna permanencia, ninguna pertenencia.” Y, sobre todo, ninguna presencia. El nombre como devenir interior de los afueras. Un nombre como máquina, como intersección de huellas que no cesan de borrarse.) Huellas dispares de la disparidad de la escritura que se niega a decir Yo, o que, mejor, afirma la potencia de escribir siempre bajo las múltiples máscaras (“todo en el mundo comenzó con un sí,” decía Clarice Lispector) en las que se afirma la alegr[MOU1] ía de dejarse llevar por las fuerzas que hacen retornar la libertad de existir más allá de la identidad estatal de los documentos.
Llevar las cuentas
Los días pasan. En su incesante voracidad. Uno tras otro. Se trabaja, se sufre, se ama, se pierde, se recupera, se extraña, se padece, se anuncia una enfermedad. Repetidos e irrepetibles los sucesos se pierden en el tiempo. El diario se presenta propicio para las enumeraciones arbitrarias. Especie de enciclopedia china que se dispone siempre como lugar para alojar lo heterogéneo. Diario de la dispersión. Todo diario es un diario de la dispersión; en un diario, sólo se escribe la dispersión. Se escribe en la dispersión. Y, si el mundo es algo, lo es bajo la forma de esta dispersión que el diario no cesa de reunir sin ordenar. Muy lejos de querer combatir esta dispersión, más bien, el diario la asegura. Especie de atlas más que de archivo, el diario no conoce ningún arché: más bien acomoda lo que lo compone según la felicidad de los encuentros dispares que se producen en recitales, deambulando en el campo, en el recorrido perezoso por los hospitales... El diario soporta, pues, el peso del mundo. El diario soporta el mundo. Tal vez porque el mundo se ha vuelto insoportable. Tal vez porque ya nadie soporta al mundo. El diario como Atlas del tiempo.
Entonces, se hacen cuentas. Al fin y al cabo, escribir un diario también es llevar una cuenta. Es darse cuenta, tomar en cuenta. Hacer la cuenta del tiempo. Hacer las cuentas con el tiempo (como se dice hacer las cuentas con la vida, hacer las cuentas con eso que es preciso acabar: lo queremos cobrar todo, o al menos, eso que vale la pena). Escribir un diario es hacer las cuentas con el tiempo. Es, también, cifrar el tiempo. Poner una fecha imaginaria que sólo sirve para ordenar los restos del tiempo, lo que nos resta del tiempo: el cuerpo cadavérico de lo que hemos sido. El dinero , después de todo, es una forma de la muerte: intercambiar dinero es, en definitiva, intercambiar la muerte que se reparte en formas desiguales por el mundo. Por eso, en Bléfari, números, palabras y fechas imprecisas no quieren restituir nada sino dar lugar a una vida mínima que se hace en medio de eso que se mueve. El diario no es otra cosa que la distribución de la muerte en el tiempo. Podemos pensar que no hay nada más banal que los números para ordenar la dispersión en que se ha convertido la vida. Nada más simple que hacer las cuentas. Y, sin embargo, no hay orden más estricto que el orden aritmético para hacer soportable todo lo que nos pasa. Y, sin embargo, no hay nada más más absurdo que el orden aritmético para hacer soportable todo lo que nos pasa. Claro que, de todas formas, el orden de las sumas y las restas no es sin embargo menos estricto ni menos arbitrario que el de las fechas continuas o el de las estaciones del año, o el de los lugares que se visita, o el del progreso de la enfermedad. El orden que atraviesa una vida mínima que se deja arrastrar por fuerzas que no domina puede escribirse del modo más sencillo. Contando, haciendo las cuentas de minoridades que constituyen una vida: pagar cuentas, cobrar regalías, componer discos, tener cáncer, escribir. La vida se ha vuelto insoportable (01 de mayo de 2024)
El diario, en fin, es un modo de llevar las cuentas con el tiempo. De dar cuenta del tiempo. De hacer las cuentas con el tiempo. De darse tiempo. El diario es un soporte del tiempo, como quien dice un lugar para guardarlo. El diario como caja de resonancia del tiempo. Como lugar donde el tiempo suena.
Y siempre cabe preguntarse si existe tiempo fuera de la cifra que lo inscribe.
todo día es un reproche que se le hace al tiempo
los días son un reproche que se le hace al tiempo
todo día es un reproche que nos hace el tiempo
Diario es la forma de inscribir una demora: estoy viva, he gastado mucho, quiero escribir una canción. Una vida es esta inmanencia, la inmanencia, una vida: querido Deleuze. Su ritmo, claro, excede cualquier fecha, cualquier cifra, cualquier año. Digamos, tal vez, que si los poderes se obsesionan en la tarea de estriar ese tiempo liso y sin marcas que da ritmo a una vida para hacerlo Historia, la escritura de Bléfari deja que su inmanencia se presente en el ritmo de su movimiento.
Así, se deja constancia de los ingresos y los egresos. De las deudas, del precio de los alquileres, de lo que cuesta tomarse un café, de lo caro que resulta editar un disco. Es un buen método. Al menos tanto como cualquier otro. Al fin y al cabo el dinero no es más que tiempo-muerte, no es más que otra forma de decir el tiempo, de marcarlo, de acompasarlo, de estriarlo. El dinero, esa rutina de intercambio, se vuelve experiencia cotidiana. Banalidad de signos que dejan su huella por el mundo y que, en el fetichismo que encierran y esconden, lo encadenan. Leer un diario es entrar en el desorden de los días ajenos. En el desorden de su muerte. Leer este diario es aceptar ese desorden que desordena el orden de los días. La muerte que todo lo desordena. La muerte ante la cual todo se ordena. Y que es notada por el desorden del dinero.
De ese modo, una pequeña madeja enreda esos números. Una contabilidad. Lo que se cuenta. Pero el mundo resulta, en definitiva, una escena banal cuando quien la mira sabe que la muerte es su inminencia, ante la premura fragmentaria de una vida que se acaba. De una vida que se ha roto por la emergencia de una enfermedad: la personal pero también la enfermedad que rodea al mundo. Ya unos años antes la música gritaba su furia; ya hace años el mundo ha estallado y sólo nos quedan las huellas de esas esquirlas: “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya” se gritaba en el frío del éxtasis pospunk. Pero ahora ese querer ha sido vaciado. Definitivamente. Y tal vez la música y el diario pregunten algo nuevo: ¿es todavía posible querer? Pequeña ética. Digo, ¿es todavía posible querer algo cuando la muerte se hace inminencia en la escritura? Ética mínima. ¿Cuando la muerte ha inscripto su presencia en medio de lo cotidiano? ¿Cuando lo que nos rodea es la huella infinita de un mundo que sólo puede hablar de muerte? Cuidado de sí. ¿O acaso el neoliberalismo es otra cosa sino la larga agonía que nos promete la infinitamente demorada llegada de una violencia incesante, insoportable? Cuidado de los otros. ¿Es posible querer, en medio de tanta ausencia programada? ¿La música y el diario (la música que se enmascara bajo el nombre de Bléfari y los diarios que se enmascararon bajo ese mismo nombre) pueden querer algo diferente de sí mismos? ¿O más bien aspiran a simplemente querer, a simplemente quererse afirmándose en la dispersión que los hace arder en lo fugaz? (“todo en el mundo comenzó con un sí”, decía Clarice Lispector, lo sé, me repito). Ni las canciones ni el diario pueden dar cuenta más que de lo fragmentario de esa afirmación, de la afirmación fragmentaria que ya no da cuenta, ella tampoco, de nada. Todas las guitarras ya las incendio Jimi Hendrix. Luego, sólo ha quedado una larga sucesión de suicidios más o menos industrialmente programados, de gritos incurables: Vicious, Cobain, Gilda...
Dando cuenta de la fragmentación del tiempo, del tiempo fragmentario, tampoco llegamos a dar cuenta de ese Afuera que muere, incesantemente, en nosotros. Ni tampoco de la dispersión que se afirma: ninguna música aspira a la totalidad (sinfonía del fin del mundo que deseaba de una buena vez apagar todos los ruidos, que soñaba decir todos los sonidos), ninguna escritura aspira ya a la totalidad recuperada en la novela (que esperaba contener todas las palabras, que quería decir todas las historias).
Quedan los despojos, los deshechos (al mismo tiempo lo que sobra, el excedente y lo que se deshace: los restos). Que siempre se pierden en una aventura mínima. Pero si ya no hay modo de resistir todavía, tal vez sea posible fugarse mínimamente, tal vez sea posible interrumpirse en lo cotidiano y desviarnos, dejándonos arrastrar por esas fuerzas que se hacen presentes con la enfermedad (la noticia de la enfermedad nos avisa, sin demasiado entusiasmo, que un llamado exterior comienza a convocarnos y que ese llamado habita en la proximidad inminente que la medicina llama “incurable”: nada ni nadie nos puede cuidar, nada ni nadie puede estar a nuestro cuidado. Descubrimos que es todo ese exterior el que se reúne en el modo provisional de nuestro nombre que ya no existe). Una escritura sin cura. Una música incurable. Nada de resistir. Nada queda luego. Escribir sobre esa nada: diarios de la dispersión, diarios del dinero.
El diario es una diáspora de la memoria
El diario no es más que eso. Una enumeración de rasgos fugitivos. Inscribir el gasto: Bataille. Exagerado, transgresivo. Morir exageradamente en cada canción, en cada escritura. Morir intensamente. Insistir en la muerte: en la música y en la escritura. Como si la música se volviera puro zumbido, grito, letargo de un ruido que no sabemos cómo escuchar (pienso, por ejemplo, en el primer disco de Suarez, Horrible, que a veces parece desafíar cualquier intento de narración, sea esta musical o poética[1]). Y de pasada pienso en ese muy lejano pasaje lispectoriano “Sentada junto à mesa, olhando os dedos sozinha no mundo, pensava confusamente com uma precisão sem palavras que valia como movimentos leves e delicados, como um zumbido de pensamento[2]”. Como el paso de los días. Apenas zumbidos. El tiempo como un simple zumbido. Las entradas del diario como zumbidos del tiempo. Como zumbidos de la memoria. Como pequeñas municiones que hacen estallar las ilusiones de la cronología. Desordenar los días del diario. Romper la cronología, o ir a los saltos, cambiar los días por meses, los meses por estaciones, las estaciones por estados de ánimo. Diarios de la dispersión y Diarios del dinero imponen la ruptura con el orden cronológico que quiere dar sentido a los días. Primero la ficción de los días. Luego su distancia. Finalmente su meditado olvido. Los días dejan paso a una medida exterior a las horas y el diario ya no testimonia el ritmo de Cronos. El tiempo lanza su piedra y Sísifo es engañado por la escritura: todos los días se vuelve a escribir la dispersión. Todos los días se recomienza. Todas estas muertes dejan lugar a una vida: ética de sí y cuidado de los otros.
He nombrado, con una insistencia obsesiva, a Cronos, a Atlas, a Sísifo: escribir un diario es llevar adelante la inscripción de un castigo infinito. Pero también la inscripción de una fuerza ilimitada. Tarea de titanes de la que nos quedan zumbidos. Tarea ética de afirmación de fuerzas que pasan y nos llevan fuera. Que nos construyen desde ese Afuera. Entre la música y la escritura de Bléfari se inscribe el zumbido incesante de una vida que, en medio de la violencia neoliberal que destruye todo lo que somos y nos obliga a repetirnos incesantemente en la banalidad de un gasto sin sentido, el diario da testimonio de la tenacidad con que se desvían en nosotros las fuerzas que nos atacan y nos destruyen. Porque ya no hay más acontecimientos extraordinarios, no hay más revoluciones que nos esperen allá en un tiempo que se nos prometía siempre venidero. Nos queda esta escritura mínima, esta minoridad del tiempo, esa ética del día a día, del cuidado de sí mismo, del cuidado de los otros, de una vida que se lanza a la alegría de morir y escribe, hasta en el último momento, la insistencia de un zumbido que pasa en medio de lo que podemos decir y escuchar.
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[1] Agradezco a A.M. todas las referencias musicales en torno al devenir contemporáneo de la música luego de la muerte del Punk
[2] “Sentada junto a la mesa, mirando los dedos sola en el mundo, pensaba confusamente con una precisión sin palabras que valía como movimientos leves y delicados, como un zumbido del pensamiento”
[MOU1]me molesta un poco la palabra… ¿el impulso? ¿la inclinación? ¿el gusto? ¿¿¿LA ALEGRÍA??? eventualmente fijate si queda “por” o tenés que cambiar la preposición