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El artesano y el ritual necesario del trabajo manual

Horyu-ji es un templo budista que se encuentra en Ikaruga, prefectura de Nara, Japón. Su nombre completo es Horyu Gakumonji que significa “templo de la enseñanza de la ley floreciente”. Posee una característica que lo distingue por sobre el resto de las edificaciones del planeta: se trata de la construcción en madera más antigua del mundo. Un tesoro nacional distinguido como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. No posee un solo tornillo metálico en toda su estructura, basada en el montaje de maderas encastradas que le han dado fortaleza a lo largo de los siglos. La obra concluyó en el año 607 y, aunque debió renovarse en gran parte, sigue en pie y conserva una huella imborrable: la mano de los hombres que la construyeron hace quince siglos. Es decir, posee el rastro que deja el artesano, el trabajador humanista que no se entrega a la producción en serie, sin aura.


Un anuncio en un papel color barro en el redescubierto y reciclado barrio de Chacarita de la ciudad de Buenos Aires promete talleres de creación y experimentación a través del uso del torno alfarero y de la “construcción manual”. No es una excepción, buscar paz y concentración en el contacto de la mano con la arcilla, encuentra su anclaje en las necesidades de la época, pero también es resignificar valores de otras eras. Estas búsquedas crecieron, se multiplicaron durante el tiempo de la pandemia, que no fue solo tiempo de hacer cosas por obligación, también hizo aflorar virtudes y necesidades inesperadas: muchas se relacionan de forma grata con nuestras habilidades manuales. Pero este tiempo no provoca solo deseos creativos, también gestos de reparación.


El gran sociólogo estadounidense Richard Sennett (autor del excepcional ensayo El artesano) sostiene que el trabajo manual tiene algo de ejercicio de resistencia a la producción en cadena fordista –fase por excelencia de la lógica capitalista–, esta es una bandera levantada por artesanos de las más variadas clasificaciones. Y aunque sea solo eso, alcanza para la reflexión frente al objeto ya empaquetado y desanimado. Producir con las propias manos es el punto de partida del arte, pensar la pieza, pulirla, y ubicarla en una cadena humana es el fin propio, el que devuelve al hombre al centro de la escena y desplaza la mercancía.


“¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?/ En los libros aparecen los nombres de los reyes /¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra? / Y Babilonia, destruida tantas veces,/¿quién la volvió siempre a construir?/¿En qué casas de la dorada Lima vivían los constructores?” Son los versos de “Preguntas de un obrero que lee”, el poema con el que Bertolt Brecht interroga a la Historia acerca de los verdaderos trabajadores, los artesanos, los hacedores, los que erigían palacios y ciudades y cuyos nombres no quedaron esculpidos ni grabados en ninguna piedra. Esa pregunta acerca del origen de todas las cosas, de la mano que encuentra formas en piedras, maderas o arcillas es la que cuestiona al sistema político económico en el que vivimos.

 

La interpretación de Sennett

Durante una visita a Buenos Aires en 2018, Sennett me explicó el contexto de esta transformación, al menos conceptual: “Creo que el capitalismo que conocemos ahora va en contra de la praxis. Provoca que la gente no esté mucho tiempo en el mismo lugar, que no haya tiempo para que se conozcan en dónde puedan generar habilidades, durante mucho tiempo. Hablo del capitalismo neoliberal. Por el contrario, el modelo alemán de fines del siglo XIX, era uno en el que cada persona se quedaba mucho tiempo en una empresa, gradualmente uno demostraba sus destrezas y crecía y se convertía en un mejor trabajador porque uno estaba ahí por siempre. Pero en un sistema neoliberal uno se está moviendo constantemente de un lugar a otro, de un trabajo a otro, sin ningún tipo de narrativa. Así es muy difícil construir habilidades, volverse más competente, si uno está todo el tiempo de un trabajo chiquito a otro: es un problema estructural del capitalismo. No está preparado para narrativas de trabajo”.


El artesano es un libro atractivo y enigmático dado que pone bajo la lente oficios antiguos como el del alfarero o el soplador de vidrios, el luthier, el intérprete musical, el cocinero, médicos, enfermeros, el del equipo de informáticos de Linux, entre muchos otros. Todos con características diferentes pero cruzados en la idea de la manualidad. Allí, Sennett explora las dimensiones de habilidad, compromiso y juicio centrándose en la estrecha conexión entre la mano y la cabeza: “Todo buen artesano mantiene un diálogo entre unas prácticas concretas y el pensamiento; este diálogo evoluciona hasta convertirse en hábitos, los que establecen a su vez un ritmo entre la solución y el descubrimiento de problemas”, escribió.


La palabra cooperación es clave y a ella se suma sociabilidad. Sennett habla de salir de la crisis aprendiendo a colaborar. Es un concepto simple en su apariencia, pero por demás complicado a la hora de practicarlo y compartirlo en el siglo XXI. “Colaborar no es una cosa para hacer porque seamos buenos, es una estrategia básica de supervivencia que frecuentemente olvidamos de aplicar”, reflexionó.


Cuando ocurrieron los suicidios de empleados de la empresa France Telecom en la segunda mitad de 2009, Sennett se encontraba trabajando con su equipo en el desempleo a largo plazo en Wall Street y veía señales de alarma muy claras en el horizonte social estadounidense en particular, y mundial en general. Allí veía casos severos de alcoholismo y suicidio no sólo entre los que perdían sus trabajos sino también entre los que se quedaban y sufrían estrés y depresión por temor a quedar desocupados y fuera del sistema. El paraíso perdido lo constituye el siglo XX: lugar y tiempo donde era posible reconstruirse luego de una crisis severa o a partir de la pérdida del empleo, algo que hoy es un desafío enorme. En una entrevista en 2009 decía: “No podemos volver al antiguo capitalismo. La izquierda debe reflexionar sobre cómo hacer crecer empresas que realmente permanezcan. Empresas de tamaño pequeño como las del norte de Italia y sur de Alemania, con trabajos muy especializados. No fabrican en masa y trabajan más a largo plazo, desde la formación de los trabajadores a sus relaciones de exportación. Un trabajo artesanal, que puede ser muy avanzado, como pantallas de enorme definición para operaciones quirúrgicas”.

 

En el principio fue la madera

Cuando uno imagina un artesano es posible que piense en la madera. Por ejemplo, muchas veces ese material se vincula con un instrumento musical hecho por un luthier. En Ser Luthier –documental que cuenta la historia de diez luthiers argentinos, artesanos que construyen instrumentos con sus manos– la poesía del filme nos muestra la ruta de los artesanos de la música. Es una reivindicación de este oficio, algo que las grandes compañías que venden instrumentos musicales han ido ocultando a medida que la demanda convirtió en industria a esta actividad. Lo dirigieron Rocío Gauna y María Victoria Ferrari y allí buscan dar a conocer las historias y la cotidianeidad de estos artesanos de la música. En la pantalla aparecen verdaderos personajes bohemios que trabajan en talleres en el Gran Buenos Aires y del interior del país. Matías Crom, luthier de instrumentos barrocos, expresa en la pantalla su necesidad de construir, armar, moldear sus instrumentos del mismo modo en el que fueron concebidos en su época. Hay un compromiso con la madera a nivel humano, literalmente.


Del mismo modo, la cocina contemporánea se multiplicó y diversificó como industria a fines del siglo XX. Ya en el tercer milenio, cocineros y restaurantes del mundo se dedicaron a explorar las raíces, el retorno a los orígenes, el fortalecimiento de los mercados en ciudades pequeñas y también metrópolis donde los campesinos llevan sus verduras, quesos, embutidos, frutos secos, panes, y todo aquel producto que garantice la participación humana sin mediación química ni industrial. Ese mercado de la plaza, hoy se convirtió en espacio del sabor “auténtico” y devino atracción turística. En lugares como el País Vasco (España), por ejemplo, los viñedos familiares son revalorizados, cuidados desde el Estado y se volvieron proveedores de grandes centros de consumo donde pueden introducir sus vinos del mismo modo que las grandes marcas globales.


El legendario antropólogo francés Claude Lévi-Strauss sostenía que “las sociedades estudiadas por los etnólogos tienen del trabajo una idea muy distinta. Lo asocian a menudo al ritual, al acto religioso, como si en ambos casos el fin fuera entablar con la naturaleza un diálogo en virtud del cual naturaleza y hombre pueden colaborar: concediendo al otro lo que espera, a cambio de los signos de respeto, o de piedad incluso, con los cuales el hombre se obliga ante una realidad vinculada al orden sobrenatural”.


Veamos un ejemplo distinto y refinado, alejado de la rusticidad de los materiales primarios. Expuesto en algunas tiendas de museos de Buenos Aires, el trabajo artístico de la joyera Bárbara D’Ambra está recorrido por formas de deseos e insinuaciones. En su taller porteño, D’Ambra experimenta e investiga las posibilidades que ofrecen los materiales para ser moldeados. “Tomo mis emociones, las trabajo, veo qué quiero llevarme de esto o aquello, lo pulo. Cada pieza tiene la medida que quiero que tenga: el tamaño, el diámetro, la altura. Quiero que el anillo que estoy trabajando vos lo sientas en los dedos, es una pieza que está trabajada, pulida para eso, no es azar”. La crítica de arte Florencia Kobelt escribió sobre el trabajo de esta destacada artista (¿o artesana?): “Si pensamos en las formas en que el arte y la joyería tratan el placer y el deseo, probablemente descubriremos que la mayoría de las veces el cuerpo femenino es tratado como un objeto de deseo. Y eso significa que la forma en que los demás lo ven es casi tan importante como la pieza misma. El objeto se completa cuando es, de hecho, el deseo de otro”.

 

La hora de la reparación

La pregunta acerca del origen de todas las cosas, de la mano que moldea la arcilla es la que vuelve de modo recurrente y que directa o indirectamente interroga al capitalismo. Ya Carlos Marx había advertido acerca del sentido engañoso del sistema económico que generaba la ilusión de que las mercancías se relacionaban entre sí aparentando tener una voluntad independiente de sus productores, es decir, fantasmagórica. El fetichismo de la mercancía es el ocultamiento del hombre detrás del trabajo.


El clima de la época plantea la necesidad de valorar la producción artesanal en oposición a la producción en serie. El caso del palacio Horyu-ji es acorde con un país que vive –a pesar y gracias a– la contradicción que genera la convivencia entre la hipertecnologización y el eterno retorno al mundo de lo sagrado. Allí perduran oficios que marcan la diferencia entre comprar un sable artesanal y uno hecho en serie; la porcelana suji conserva el toque de la pincelada humana; los tornillos allí fabricados –pieza clave de toda obra– son valorados como piezas perfectas dentro y fuera del archipiélago. “Japón es un país que carece de recursos naturales. No produce plata, ni cobre, ni petróleo. Tenemos que importarlos como otras materias primas y con ellas se ha producido una gran cantidad de manufactura. A su vez, las grandes empresas como Toyota, Nissan, Panasonic, Toshiba, etcétera, existen gracias a la inmensa cantidad de empresas pequeñas y medianas que se dedican a fabricar las partes y piezas vitales para surtirlas a ellas, como las que producen tornillos de alta calidad con espíritu artesanal y profesional”, me explicó una vez el traductor y diplomático japonés Masateru Ito desde Japón.


Producir con las propias manos es el punto de partida del arte, pensar la pieza, darle forma y ubicarla en una cadena humana es el fin propio, el del trabajo y el que devuelve al hombre al centro de la escena. Crear es noble pero reparar también es muy valioso. La filósofa francesa Corine Pelluchon autora del libro Réparons le monde (Reparemos el mundo) moldea su idea: “Hay que partir de las mismas cosas que teníamos y se rompieron para repararlas al igual que en la vida, como cuando estamos deprimidos. O cuando hay un caos, hay que ver dónde uno se apoya, dónde uno decide recoger los restos de su vida, uno por uno. Debemos ver qué podemos guardar, qué tiramos y cómo lo tiramos. Reparar el mundo significa tomar las cosas tal cual son. No son muy buenas, están desparramadas, pero las tomamos una por una para ver qué hacer con ellas y a dónde vamos”. Reparar y crear. En ambas misiones, la mano del artesano lleva adelante estas misiones nobles y gratificantes.

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