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El gabinete de Lacan


Sus lentes en la punta de la nariz, sus pañuelos al cuello, el puro torcido que rara vez enciende, pero que lo acompaña. Sus sesiones son cada vez más cortas. En algunos círculos de la intelectualidad parisina, se comenta que sus pacientes apenas son escuchados. En su departamento de Rue Lille, en una de las habitaciones que da hacia un patio interior, por el que se descuelgan rectangulares y delgadas ventanas, entre medio de libros, Jacques Lacan escucha a alguien. Su trabajo es escuchar.

 

El psicoanalista enciende la luz de mesa o más bien olvida encenderla. En la penumbra, el diván tambalea imperceptiblemente. Su puro como un dedo artrítico descansa en los bordes de un cenicero. El vaivén del diván provoca que los analizantes se sienten incómodos. Lacan le ha pedido a su carpintero, que por lo demás es chileno[1], que pula y rebaje una de las patas del diván. El carpintero piensa en la típica mesa coja de los bares y restaurantes de su país, recuerda que la última vez que estuvo ahí, el mozo acomodó una servilleta, en la punta de una pata y el vaivén de la mesa cesó. La idea es que cojee, pero que sea leve, casi como si se tratara de una cojera imaginaria. El carpintero no comprende la petición de monsieur Lacan, pero realiza un espléndido trabajo.

 

Lacan, se sitúa detrás del diván, en su mano tiene una libreta. Tendido de espaldas, el analizante fija su mirada en una pared desnuda. El psicoanalista, no pronuncia palabra alguna, espera. No sabe lo que espera, pero lo hace porque sabe que en cualquier momento algo puede cambiar. Emite sólo monosílabos, tonos que suben y bajan, tintes de voz, pues entiende que si interviniera sacaría al paciente de la lavadora de su inconsciente. La palabra paciente en realidad no se emplea, tiene un alcance peyorativo. Desactiva. Promueve una asimetría.

 

En un momento, el analizante llega a una situación pudorosa, que había evitado contar. Lacan asiente con un gruñido que adelgaza a tal punto que desaparece. La situación no importa. Bajo cualquier escenario es irrelevante. Lo que importa es el vaivén del diván que se parece al de una barca. Lacan lo sabe, porque lo conoce. Sin embargo, lo ignora, tiene que ignorarlo. Se trata de una navegación indetectable. Se trata de una escucha abierta que deambula y destroza su propia movilidad. Se trata de interrogar los papeles del habla. ¿Quién habla? ¿Quién escucha?

 

Esas son las preguntas que Lacan se hace, pero que no verbaliza. Él sabe que es una escucha que no escucha, sabe que acecha el residuo, el fragmento inadvertido que se asoma en lo inoportuno, en lo incalculable. ¿Qué papel cumple el fragmento en la escucha? ¿Se aloja en alguna parte?

 

El analizante no puede verlo, fuera de rango es una presencia. Un fantasma. Pero lo que nos importa es el fragmento en su devenir que se desmiembra, en el momento de su aparición pierde toda forma. No hablo de la huella intransferible en los recodos del aire, en los recodos del oído. Pienso en la “escucha de archipiélago, descendidos al olvido, desprendidos entre todo recuerdo y toda ausencia de recuerdo”.[2]

 

Freud afirma, que la norma principal del análisis puede resumirse en un solo precepto: no querer fijarse en nada en particular.

¿Qué se escucha entonces?

Tal parece que no es el significado, sino más bien el significante, el significante como efecto poético, lo informe que se inyecta a la vena del significado. Wittgenstein afirma que “lo que puede decirse puede decirse claramente, y aquello de lo que no se puede hablar hay que dejarlo en silencio”. O sea, un resto retraído. El silencio del deseo reconociéndose en la resta. ¿Entonces qué se escucha cuándo se escucha?

 

Lo audible es frágil y puntual como una burbuja, y es justamente por eso que el oído es siempre el teatro de un querer-tener, de un deseo notablemente intenso e insistente de guardia y posesión o dominio.

 

El diván apenas se tambalea. Es una barca que flota en las aguas del inconsciente. El analizante habla y escucha al mismo tiempo, “hace poesía”[3], pero él piensa que sólo habla. Cuando logre escucharse a sí mismo habrá pasado tiempo. Aunque el tiempo es una noción difícil de aquilatar. Por el momento expulsa, difiere. Los movimientos del analizante son involuntarios. Lacan toma notas. En realidad, dibuja unos nudos encadenados. El modo de escuchar psicoanalítico es un “movimiento de vaivén entre la neutralidad y el compromiso”. Después una burbuja flota en la habitación, una imperceptible ráfaga de viento la conduce hacia la ventana. Algo que no podemos nombrar ha desaparecido. Cuando emerge lo que no sabemos, la palabra, puede llegar a ser una servilleta enroscada en la pata de una mesa.

[1] El poeta chileno Grillo Mujica, que vivió décadas en París, dentro de sus oficios fue el de carpintero, y cuenta que fue al despacho de Lacan y pulió una de las patas de su diván.

[2] Véase “Fragmentos sobre la escucha” de Daniel Glasserman, pág139.

[3] Frase célebre de Lacan, según Rosario Herrera Guido en “(Po)ética de la escritura”.

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