El hombre pájaro
En el año 2004 vi por primera vez al Hombre Pájaro, Lorenzo Aillapan. Nos reuníamos todos los sábados por la tarde en un lugar llamado Rapa Nui, en la esquina de José Manuel Infante con Los Jesuitas. Leíamos poesía, nos escuchábamos. Creo que fue una tarde en que Jerome Rothenberg y Cecilia Vicuña mostraron su trabajo mientras los dueños del bar Carlos y Carmelo destapaban cervezas a un ritmo inclaudicable, cuando apareció El Hombre Pájaro, no estoy seguro.
Nuestro grupo se llamaba Foro de Escritores (FDE). Martín Gubbins fue quien trajo la idea, como réplica deliberada del Writers Forum, fundado en los años 1950 por el poeta y artista británico Bob Cobbing, pues cuando Martín vivió en Londres, asistió asiduamente, y al volver, emergió el “síndrome del nido vacío”.
En el FDE, cualquiera podía mostrar su trabajo. Era una mesa abierta, desde el trabajador de la construcción hasta el artista consagrado, aunque en realidad nunca vi a un trabajador de la construcción, pero al menos ese fue el espíritu from London.
El Hombre Pájaro tiene una profusa obra pajarística, para decirlo en términos de Juan Luis Martínez, y cuando lo escuché por primera vez en el bar Rapa Nui, creí comprender su caja de resonancia. La voz al servicio del sonido de las aves. Antiguamente en el siglo XVIII en Europa existían “silbadores de aves”, que daban lecciones a domicilio. Se podría afirmar que hay una tradición escasamente referenciada al respecto. Escuelas para canarios y pájaros cantores, toda una pedagogía pajarística.
El Hombre Pájaro es oriundo del Lago Budi, al igual que el poeta Augusto Winter (1868-1927), este último considerado uno de los primeros en escribir un poema ecológico, llamado “Fuga de los Cisnes”.
Se cuenta que Winter, semanas antes de morir y ataviado por su conciencia, pues había instalado una fábrica de carne de ave[1] para paladares exigentes que exterminó prácticamente todos los cisnes de cuello negro del Lago Budi, escribió el poema que inaugura la lírica ecológica en la poesía chilena:
“¡Batieron alas; vibró en el aire el frú-frú de raso
que parecía que era un sollozo de triste adiós!”
En estas contradictorias circunstancias surge este poema, ante el signo de la muerte, el comportamiento de ese “frú- frú” onomatopéyico, al servicio mimético del ave. Pienso que ambos poetas utilizan un recurso similar, y que, dada la geografía que comparten, no deja de ser interesante o al menos curioso. Roland Barthes, señala que “como mejor captamos la función de la escucha, es sin duda a partir de la noción de territorio”.
Todo se inició cuando a los ocho años, en un monte cercano al Lago Budi, fue ungido como Hombre Pájaro o Üñümche. Dos maestros que conocían su afición hacia las aves le dieron la misión de consagrarse en dar a conocer la vida de los pájaros. Debía continuar con una herencia espiritual que había sido interrumpida.
Pero ¿cómo observan y escuchan los pájaros?
Cerca de sus ojos, entremedio de sus plumas se alojan los oídos de los pájaros, cuando miran o giran su cabeza, oyen con la mirada. Una mirada que escucha. Peter Zsendy, recuerda la lección de Heidegger en que reúne el ojo y el oído. “La vista espera al oído que espera a la vista, y así se sigue al infinito.”
La amplificación de la mirada en que se suma el oído. Una reunión en que uno debe esperar al otro. Una fogata, en la que se sitúa al medio el objeto. De un momento a otro Aillapan, imita una bandurria, un queltehue, y cuando lo hace en realidad parece que lo estuviera mirando.
Pero qué cantan las aves cuando cantan. En algunas especies no es importante el canto, sino más bien el silencio, los intervalos entre dos señales, entre dos cantos. El tiempo de espera se integra al diálogo, Simondon dixit. Juan Luis Martínez nos cuenta que:
“Incluso el silencio que se produce entre cada canto
es también un eslabón de esa malla, un signo, un momento
del mensaje que la naturaleza se dice a sí misma.” (89)
El Hombre Pájaro imita un sonido de ave, que apenas escucha, porque los músculos del oído, no alcanzan a procesar tal resonancia. La complejidad de los sonidos de las aves, en términos semióticos y semánticos son de tal dificultad, que el oído humano, según Greenewalt, es incapaz de captarlos, por lo que sus modulaciones son inaprensibles. Por tanto, El Hombre Pájaro emite un souvenir de una experiencia sonora que proviene de una señal imposible de alcanzar. Los pájaros cantan en pajarístico, lo demás es simulación, artificio, literatura.
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[1] “Es que el mismo poeta que cantó al éxodo de estas elegantes aves, contribuyó a su exterminio instalando una fábrica de carnes exóticas en latas para exportación. Así, tal como lo lee. Prueba de ello es que a última hora rectificó su daño y sólo a cuatro meses antes de su muerte, en noviembre de 1927, publicó su único poemario en donde se reivindica con la naturaleza y entrega su tan repetida “Fuga de los cisnes”. En esos años, 1915 aproximadamente, Winter decidió instalar una industria conservera de carne de ave, llámese todo tipo de plumíferos silvestres para paladares exigentes que los indígenas le llevaban por sacos diariamente. El negocio anduvo bien… hasta que se terminaron los cisnes” (Guillermo Chávez, El Renacer de Angol, 2004).