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El juego de las elecciones

“¿Por quién votaste, papá?”, me pregunta mi hijo de siete años. “¿Y quién ganó?”, indaga luego. “Los republicanos”, le digo. “¿Y tú votaste por esos?” “No, no me gustan nada”, respondo, “pero ellos ganaron y hay que respetarlo porque así es la democracia. Uno no puede picarse y hay que aceptar lo que decida la mayoría”. No le gusta la lección y me lo dice. Me quedo pensando si esa es la mejor enseñanza que puedo transmitirle: que hay que agachar la cabeza cuando uno pierde en democracia, que la mayoría manda y que tengo que ser capaz de postergar mis propias preferencias para someterme a lo que ella decida. Estoy profundamente convencido de que eso es cierto, pero si la democracia fuera solo eso sería muy pobre. Santi tiene toda la razón en reclamar que eso no le gusta.


Me gustaría explicarle que la cosa no se acaba ahí, que en democracia ninguna victoria es definitiva, que los líderes en los que yo creo han cometido errores graves y ahora los están pagando, que las opciones que defiendo no son perfectas ni una verdad absoluta sino vías para lograr algo, vías que muchas veces se revelan como inadecuadas, calles sin salida. Que en democracia hay que saber perder, pero también hay que seguir luchando para revertir esa derrota. Que a veces la democracia puede producir injusticias, equivocaciones, aberraciones incluso. Que la mayoría no siempre tiene la razón, pero darle la capacidad de decidir es más justo que dársela a unos pocos que tampoco la tienen necesariamente.


Me gustaría decirle que a veces la izquierda por la que voté es miope, arrogante y obtusa. Que estoy furioso con quienes decidieron anular porque sus votos habrían bastado para quitarle la mayoría a los republicanos, pero que su opción también es válida. Que no tengo problema en aceptar que gobiernen quienes piensan distinto a mí, pero que las de estos vencedores bordean lo inaceptable. Que me entristece que mi país haya votado por este partido, pero creo que quienes pensamos distinto debemos preguntarnos por qué y no apresurarnos a menospreciar a esos votantes y tildarlos de ignorantes, fascistas o ciegos. Que la izquierda a veces se comporta como si fuera obvio que tiene la razón, que está del lado correcto de la historia, y no siempre entiende que lo que define a la democracia es que eso hay que demostrarlo, convenciendo y seduciendo si es preciso, defendiendo las ideas con pasión, con elocuencia y lucidez, sin superioridad moral. Que la democracia no ocurre solo en las votaciones sino en la vida en común en la que conversamos, debatimos, nos encontramos y nos enfrentamos con otrxs. Que no debería ser un conjunto de consensos sino también un espacio para el disenso, para el desacuerdo y el enfrentamiento dentro de ciertos límites. Que no debiera ser la mera administración de lo posible sino una ampliación de lo pensable y realizable.


Me gustaría decirle que a veces pienso que este país está loco, que es absurdo haber tenido un estallido social de esa magnitud y luego rechazar la constitución que surgió de él, pero también que me pregunto si no fue un error pensar que una constitución era la respuesta a las demandas de la revuelta, un modo equivocado de canalizarla. Que el electorado es veleidoso, inconsistente, inconsecuente, inmaduro, pero que lo lindo y lo terrible de la democracia es que tenemos las leyes y los gobernantes que nos merecemos y no los que alguien nos impone. Que la democracia es un sistema que conlleva el riesgo de autodestruirse si no lo cuidamos. Me gustaría contarle que crecí en dictadura, que mis padres casi no hablaban de política y por eso mucho tiempo no me interesó. Que cuando dije que no me quería inscribir para votar mi papá me retó y me convenció de hacerlo. Que esa discusión me marcó para siempre. Que a mí me gustaría hablarle más de política que lo que me hablaron a mí...pero no sé cómo hacerlo. Son demasiadas cosas. Me quedo en silencio un momento y cambio de tema.


Tal vez más que enseñarle a él sobre la democracia debiera pensar en qué puedo aprender con él sobre ella. Me gustaría pensar una democracia con menos solemnidad, con menos gravedad y más humor, una democracia que se sepa un juego, un juego fundamental pero en el que no se nos va la vida. Un juego con reglas y con componentes de lucha, de astucia, de vértigo y de azar, como sabía Roger Caillois. Un juego absurdo y ridículo a ratos, del que podemos reírnos, pero en el que podemos salir derrotados, un juego en que cada partida nos da otra oportunidad de perder o ganar, pero sobre todo de seguir jugando, de intentarlo nuevamente, sabiendo que ningún triunfo ni derrota es definitivo, por muy doloroso que sea.




















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