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El psicoanálisis: entre el don y la mercancía

 

La relación social ya no se trata de algo que sucede entre sujetos que comparten una historia, sino entre consumidores. La figura del consumidor plantea un dilema para el psicoanálisis. El riesgo de los procesos terapéuticos es adquirir también el lenguaje de la mercantilización, transformando al paciente en un cliente.



¿Qué es un consumidor? ¿Qué estatuto subjetivo podemos reconocerle al sujeto consumidor? Un consumidor es un viviente –aunque no necesariamente un sujeto– al que, al parecer, el Estado debe garantizar su derecho al consumo bajo las premisas de la libre elección. La libertad, si es que existe, está en términos de elección mercantil. El Estado, si es que existe, es, como plantea Lewkowicz, un Estado técnico-administrativo y ya no la expresión de un modelo de lazo social en el que la institución estatal ocupaba el lugar de representar y cuidar al pueblo. De esto se desprenden una serie de transformaciones del espacio público y del lazo social.

 

El no-Estado contemporáneo parece ser demandado únicamente para regular la supuesta libertad del mercado, respondiendo a las recientes subjetividades neoliberales, cuya principal sospecha no recae sobre la distribución de la riqueza ni sobre la deuda en derechos universales, sino, por el contrario, sobre el propio Estado y sus intervenciones. Lewkowicz ya lo decía en 2004, anticipando quizás la motosierra esgrimida por Milei. Con un dejo de ironía, Lewkowicz nos pregunta: “¿El consumidor es también un integrante del pueblo? ¿Es el átomo de la gente?”. Sin embargo, es un átomo del pueblo en el que el lazo está definido por ese registro de intercambio económico. Esto no es nuevo, en todo lazo hay transacción; la economía libidinal es, al fin y al cabo, un término que propuso Freud. Pero, en este caso, se trata de una determinación económica financiera, especulativa y, en ese sentido, es una determinación que evapora el intercambio. Ningún objeto circula, solo expectativas, deuda, humo. El lazo sostenido por la producción industrial admitía al menos la posibilidad de conflicto y lucha social. La expectativa sobre un Estado que cuida supone la existencia de demandas, de derechos.

 

La relación social ya no se trata de algo que sucede entre sujetos que comparten una historia, sino entre consumidores que intercambian mercancías, o peor aún, ideas de mercancía. El Estado no garantiza la vida buena, sino una experiencia constante de intemperie. Los excluidos actuales son aquellos que no pueden consumir protección. Si en la modernidad la locura era la representación de la exclusión, hoy podríamos pensar que el excluido es el que no consume, el que no participa del intercambio financiero mercantil. Consumidores y excluidos constituyen la medida de la desaparición de una ficción: el estado-nación y los derechos universales.

 

La figura del consumidor plantea un dilema para el psicoanálisis. En nuestros códigos: el sujeto es valorado por lo que ofrece, pero lo que ofrece no es equiparable a una mercancía, ni a un objeto. El sujeto ofrece su falta, su deseo. El objeto deseado es, por naturaleza, ausente, ya que el deseo revela la falta inherente al objeto. Esta premisa tiene implicaciones éticas significativas: el psicoanálisis no promueve consejos o recetas para la vida como mercancías, sino que resalta la diferencia entre la mercancía, el deseo y el don. Se centra en la dimensión ética de un sujeto inmerso en un contexto social donde el intercambio es de naturaleza simbólica, es un intercambio de faltas. El objeto de deseo siempre está ligado a una demanda de amor y reconocimiento que no se reduce a un bien.

 

Es posible interpretar estas ideas como una idealización superficial; sin embargo, la labor de un analista consiste en cuestionar constantemente las idealizaciones o las ilusiones de deseos disfrazados como mercancías. Esto se relaciona con lo que Recalcati describe como el “deseo de nada”, que revela la insatisfacción profunda generada por dicha confusión.

 

Así mismo, no podemos omitir los problemas actuales de sujetos excluidos, es decir, los que no pueden acceder a nada. Es importante, como dice Silvia Bleichmar, alentar a los psicoanalistas a someter a cuestionamiento afirmaciones sobre la restricción y el goce en contextos sociales donde la desigualdad y la pobreza, efecto de una economía neoliberalizada, deja a los individuos a la intemperie no sólo económica sino también simbólica. El malestar sobrante ligado a los profundos cambios históricos que despojan al sujeto justamente de la posibilidad de elaborar el displacer y la angustia que las mismas condiciones sociales establecen. El malestar sobrante de la exclusión social supone un exceso que no puede ligarse vía la restricción o la tramitación simbólica y cuya manifestación es cada vez más anómica y violenta.

 

Los derechos actuales no proceden de una determinación simbólica, sino más bien de una declaración imaginaria: “YO tengo derechos”, son atribuciones a un yo especular meritocrático. Por lo tanto, el excluido queda fuera del espejo, sin repertorio identificatorio que lo ubique en el contrato social. Bleichmar señalaba que la violencia no deriva de la pobreza, sino de la deconstrucción de la categoría de semejante y la impunidad social.



Sustraerse de los mandatos dominantes de una época es difícil, y los psicoanalistas son parte de esta época. Por supuesto, hay formas psicoanalíticas, y psicoanalistas, que hoy están desubjetivados o se han transformado en mercancía y están convencidos de que tienen algo para vender. La ética del psicoanálisis no puede ser pensada solo en términos de abstinencia/mudez o en el ejercicio pulcro de la técnica. La ética del psicoanálisis, que permitirá sustraerse de la lógica mercantil, se juega en el posicionamiento del analista que ubica al otro como sujeto que sufre. Como plantea Bleichmar, se trata de leer la escena de la transferencia, y eso supone como causa la falta y el deseo en el propio psicoanalista.

 

Además, el riesgo de los procesos terapéuticos es adquirir también el lenguaje de la mercantilización, transformando al paciente en un cliente. Esto es especialmente preocupante cuando ese lenguaje viene del propio consultante, que, amparado en la lengua de su época, espeta frases como “esto me sirve” o “esto no me sirve” en nuestras consultas, expresiones utilitarias que eluden la posibilidad de recibir algo del otro. Recibir algo distinto a la mercancía que creen haber adquirido. El riesgo contemporáneo sería quedar atrapados en la religiosidad mercantil, por así decirlo.

 

Hay un cuento muy bonito de Isol sobre una niña insatisfecha que quiere TODO y tiene la suerte de encontrarse con un genio que le cumplirá un deseo. La niña no sabe qué pedir y, al no poder decidirse, pide TODO. El genio busca interminablemente en su lista de deseos y no encuentra “todo”, así que finalmente le da un conejo, un animalito para cuidar, diciéndole que su deseo no está en el catálogo y que no tiene más tiempo para esperar que elija otro, así que le dará lo que tiene más a mano.

 

Este cuento, me parece, pone en juego la distinción magistral entre el don y la mercancía. La posición ética del analista sería la del genio que descompone la ficción de ese objeto-mercancía protegido por la demanda de “todo”. Pero “todo” no está en el catálogo y el analista también está atravesado por el tiempo y tal vez da lo que tiene más a mano, porque ni los genios tienen todo.



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