El retraso de la especie humana*
¿De dónde viene ese sentimiento confuso, cada vez más opresivo y compartido, de un retraso generalizado, reforzado por el mandato permanente de tener que adaptarse para evolucionar? “La evolución”, dicen, requiere de “mutaciones” que permitan “sobrevivir” y “adaptarse” a un nuevo “ambiente”, hoy por hoy descrito como inestable, complejo e incierto, respecto del cual se señala que nuestras sociedades manifiestan un “retraso” constante. ¿Cómo explicar la colonización progresiva del campo económico, social y político por parte de este léxico biológico de la evolución? Para entender este evolucionismo difuso y para explicar su hegemonía, no podemos conformarnos con el hecho de invocar la aceleración de las innovaciones tecnológicas. Pero tampoco podemos explicarlo todo en virtud del tenor revolucionario del capitalismo, de ese “rol eminentemente revolucionario” de la burguesía, que Marx ya había descrito al comienzo del Manifiesto del Partido Comunista. Porque, en efecto, ni la tecnología ni el capitalismo producen discursos sobre la especie humana y su evolución. Detrás de la constante lamentación por nuestro supuesto retraso y detrás del llamado permanente a nuestra readaptación, este libro revela que existe otra cosa: un pensamiento político, a la vez poderoso y estructurado, que propone un relato bien articulado sobre el retraso de la especie humana y sobre su futuro, que depende, a su vez, de cierta concepción del sentido de la vida y de la evolución. Este pensamiento político dominante es aquel que, a partir de un famoso coloquio celebrado en París, en agosto de 1938, en torno a la obra de Walter Lippmann, se ha dado en llamar “neoliberalismo”[1].
Si el neoliberalismo se ha vuelto hegemónico en el ámbito político contemporáneo, su historia, paradójicamente, ha sido poco estudiada y sus vínculos originales con la revolución darwiniana, completamente olvidados. Mientras que las doctrinas neoliberales conocieron un irresistible ascenso desde hace al menos medio siglo, fue necesario esperar la publicación en 2004 de los cursos de Michel Foucault sobre el neoliberalismo en el Collège de France, a fines de los años 1970, para que finalmente se comenzara a considerar en serio lo que había de auténticamente nuevo en ese neo-liberalismo[2]. Hasta esta fecha reciente, ha sido confundido sistemáticamente ya sea con la economía neoclásica, con el capitalismo financiarizado y desregulado, o con el ultraliberalismo que preconizaba el Estado minimalista y la privatización mercantil de todos los servicios. Le debemos a Michel Foucault el haber establecido, contra todas estas confusiones, que uno de los puntos de ruptura principales entre el liberalismo clásico y el “nuevo liberalismo” consistía, por el contrario, en el retorno invasivo de la acción del Estado en todas las esferas de la vida social. Mientras que los liberales del siglo xviii y los ultraliberales de fines del xix preconizaban un laisser-faire que se apoyaba en la buena naturaleza de nuestra especie y de sus inclinaciones, las que supuestamente contribuían de manera espontánea al buen funcionamiento del mercado, los neoliberales emergieron como consecuencia de la Gran Depresión de los años 1930, rechazando precisamente ese naturalismo ingenuo para apelar a los artificios del Estado (derecho, educación, protección social), encargados de construir artificialmente el mercado y de asegurar permanentemente su arbitrio conforme a reglas leales y no adulteradas.
Pero al interesarse principalmente en el ordoliberalismo, esa variante alemana del neoliberalismo tan profundamente implicada en la construcción europea, Michel Foucault creyó poder concluir que el neoliberalismo era esencialmente un antinaturalismo. Esto lo llevó a ignorar las fuentes americanas y evolucionistas del neoliberalismo, que dependían directamente de la revolución darwiniana. Al hacerlo, dejó de lado el pensamiento de Friedrich Hayek, cuyo evolucionismo se había construido en diálogo permanente con el darwinismo, como así también el pensamiento de Walter Lippmann, del que había retenido, sin embargo, el rol central en el nacimiento del neoliberalismo. Estaban allí, no obstante, los elementos para identificar una nueva versión propiamente neoliberal de lo que el mismo Foucault había denominado la “biopolítica”: una política orientada, como en el siglo xviii, hacia la vitalidad de la especie humana, pensada en relación con su medio de vida, pero apoyándose esta vez sobre los nuevos conocimientos de la revolución darwiniana.
La nueva genealogía del neoliberalismo que aquí proponemos parte de la centralidad de la obra de Walter Lippmann, gran inspirador del coloquio de 1938, pero develando todo lo que su nuevo liberalismo le debe a la teoría de la evolución. Diplomático, periodista y ensayista político norteamericano, Lippmann (1889-1974) tuvo una influencia considerable, desde la Primera Guerra Mundial hasta la guerra de Vietnam, sobre la historia política de los Estados Unidos. Entre sus diversos legados, es él, en efecto, quien le ha proporcionado al neoliberalismo su matriz teórica, gracias a su obra de 1937, titulada The Good Society, en torno a la cual convergirán todos los “nuevos liberalismos” del Coloquio Lippmann de 1938. Ahora bien, esta obra es en sí misma el resultado de una larga meditación política sobre la nueva situación de la especie humana, que Lippmann juzga como completamente inédita en la historia de la vida. En efecto, por primera vez en su evolución y en la de los seres vivos, una especie, la nuestra, se encuentra en una situación de desadaptación completa con respecto a su ambiente. Para Lippmann, esta situación se explica por el desfase entre las inclinaciones naturales de la especie humana heredadas de una larga historia evolutiva, que se modifican al ritmo, muy lento, de la historia biológica, y las exigencias de nuestro nuevo entorno, impuestas brutalmente por la revolución industrial. Esta conclusión le proporciona su problemática a toda la obra de Lippmann: ¿cómo readaptar la especie humana a un ambiente inestable, en constante cambio y completamente abierto, cuando en toda su historia evolutiva ha habido una adaptación a un entorno estable y relativamente cerrado, que va desde la comunidad rural hasta la ciudad-estado teorizada por los griegos? ¿Cómo conciliar su necesidad vital de estabilidad y de barrera con la aceleración de todos los flujos y la destrucción de todas las fronteras que impone la globalización? ¿A qué ritmo es necesario reformar la especie humana para conciliar su lenta historia evolutiva con las nuevas exigencias de la “gran revolución industrial”? Bajo la influencia de Darwin, las grandes filosofías de la vida y de los seres vivos que se despliegan en la transición de los siglos xix y xx meditan acerca de la crisis desencadenada por esta revelación de un flujo absoluto, respecto del cual toda forma de permanencia o incluso de estabilidad resulta ficticia[3]. La tensión entre flujo y “estasis” ―término genérico con el que me propongo designar todo lo relacionado con el esfuerzo de los vivos para ralentizar o estabilizar artificialmente el flujo del devenir― alimenta cuestiones inéditas para la especie humana y renueva completamente el campo de lo político. Para Lippmann, la cuestión, en definitiva, es la siguiente: ¿cómo evitar que esta nueva tensión entre flujo y estasis, apertura y barrera, no alimente, del lado de las masas, el ascenso de los nacionalismos, los fascismos y, de un modo más general, de todas las formas de repliegue que intentan, en contra del sentido de la evolución, restaurar las estasis y reforzar las barreras?
Esta nueva problemática política, que al parecer no hemos superado, y que Lippmann comparte con otros teóricos políticos prominentes, se dirige explícitamente contra el naturalismo de Herbert Spencer y sus excesos ultraliberales, los cuales se basan, según ellos, en una comprensión errónea de la revolución darwiniana. Para Spencer y para aquellos mal llamados “darwinistas sociales”, que triunfan en América desde comienzos del siglo xx, las leyes de la evolución aseguran, supuestamente de manera mecánica, el pasaje de la materia inerte a la sociedad industrial, seleccionando automáticamente a los más aptos. En el campo político, basta entonces con dejar que la naturaleza siga su curso y con ella las tendencias naturales del capitalismo, lo que implica rechazar categóricamente toda perturbación artificial por parte del Estado. Para Lippmann, al igual que para muchos de sus contemporáneos progresistas que pretenden, precisamente, combatir a estos ultraliberales, la revolución industrial ha creado, por el contrario, una situación completamente inédita de desadaptación que explica todas las patologías sociales y políticas de nuestra época, agravadas por el laisser-faire. Por lo tanto, es preciso repensar la acción política como una intervención artificial, continua e invasiva sobre la especie humana, con el fin de readaptarla a las exigencias de su nuevo ambiente. Con la ayuda de los nuevos expertos en ciencias humanas y sociales, el gobierno debe dirigir un conjunto de experiencias de largo alcance, que permitan superar, finalmente, el retraso de la especie humana en su propia evolución.
Ahora bien, en ese esfuerzo por repensar la acción política a partir de las cuestiones de la evolución, del retraso y de la readaptación al ambiente, Lippmann encontró en su camino a uno de los más grandes pensadores norteamericanos del siglo xx: el filósofo pragmatista John Dewey, quien también se ocupó de reflexionar sobre las consecuencias políticas de la revolución darwiniana, para arribar, empero, a conclusiones estrictamente opuestas. Mientras que Lippmann y todos los neoliberales norteamericanos que vinieron después teorizan sobre una regulación de la sociedad que combina el saber de los expertos y los artificios del derecho, Dewey no reconoce ninguna experimentación como verdadera si no es conducida por la inteligencia colectiva de los públicos, a su vez inseparable de la dimensión afectiva de toda experiencia. Mientras que para Lippmann, y posteriormente para los neoliberales norteamericanos, adjudicar ese rol a la supuesta inteligencia de los públicos niega la realidad de los procesos evolutivos, en relación con los cuales la afectividad de las masas y la inteligencia humana aparecen como rígidas, retardatarias e inadaptadas, para los pragmatistas, por el contrario, esa interpretación conjunta de la afectividad y de la inteligencia colectiva como órgano funcional de control es lo que más se acerca a la lógica darwiniana. Para unos, la inteligencia es una facultad planificadora que, como niega la realidad de la evolución, debe quedar fuera de circulación. Para los otros, ella es el órgano por excelencia del reajuste, el único capaz de mantenerse en la tensión irreductible entre el flujo de lo nuevo y las estasis de lo viejo, lo que le permite relevar y amplificar, a la vez, la lógica evolutiva de los seres vivos. De este largo debate entre Lippmann y Dewey, la historia norteamericana retuvo principalmente el conflicto sobre la democracia durante los años 1920, que resurgió en la actualidad estadounidense alrededor de los años 2000, oponiendo los defensores de una democracia representativa, gobernada desde arriba por los expertos (Lippmann), a los promotores de una democracia participativa que fomenta la implicación continua de los ciudadanos en la experiencia colectiva (Dewey). Ahora bien, al demostrar que ese famoso “Debate Lippmann-Dewey” tuvo, en realidad, una amplitud mucho más grande, ya que vinculó la cuestión del devenir de la democracia con la del futuro del liberalismo, repensándolos en función de la revolución darwiniana, la nueva genealogía del neoliberalismo que propongo revela que el pensamiento político de John Dewey constituye la primera gran crítica filosófica al neoliberalismo.
Ese diagnóstico lippmanniano sobre el desajuste de la especie humana, que lo lleva a descalificar la inteligencia de los públicos, reducidos al estatus de masas ineptas cuyo control debería ser ejercido nuevamente desde arriba, explica el sentimiento actual y difuso de un eterno retraso, susurrado permanentemente por el mundo de los dirigentes. Los requerimientos de adaptación, de sortear los retrasos, de acelerar los ritmos, de salir de la inmovilidad y protegernos de toda ralentización, el descrédito general de todas las estasis en nombre del flujo, y la valoración de la flexibilidad y la adaptabilidad en todos los ámbitos de la vida, encuentran tal vez aquí sus fuentes más poderosas y, al mismo tiempo, las más ambivalentes, de legitimación. Y su fuerza reside, probablemente, en que ellas se enraízan, no en una teoría económica abstracta de la selección racional, sino en cierta concepción de la vida, de los vivos y de la evolución. Ahora bien, en este sentido, el conflicto político entre Lippmann y Dewey abre una brecha en la que resulta, al parecer, urgente precipitarse para renovar la cuestión de los vínculos entre flujo y estasis. ¿Qué es lo que atrasa en la especie humana y qué es lo que hace que esta se retrase? ¿Es preciso pensar que se trata de disposiciones naturales que provocan el atraso sobre el entorno industrial (Lippmann)? ¿No es más bien el entorno industrial mismo, anquilosado y degradado bajo el impacto del capitalismo y sus relaciones de dominación, lo que atrasa sobre las potencialidades de nuestra especie (Dewey)? A la luz de este conflicto entre Lippmann y Dewey, la apreciación negativa del retraso debe ser problematizada. ¿Todo retraso es en sí mismo una descalificación? ¿Debemos desear que todos los ritmos se ajusten y se encaminen hacia una reforma gradual de la especie humana con miras a su aceleración? ¿No habría, por el contrario, que respetar las irreductibles diferencias de ritmo que estructuran toda la historia evolutiva? La cuestión radica, en definitiva, en saber si el nuevo liberalismo está acertado en querer licuar todas las estasis en favor del flujo, o si acaso la tensión entre flujo y estasis, junto con la multiplicación de las situaciones de retraso, de tensión y de conflicto, no son constitutivas de la vida misma. Por último, la cuestión es saber, en el caso de la segunda hipótesis, cómo repensar el campo de lo político como un campo en el cual se debe afrontar, no solo el conflicto de intereses, sino también la divergencia de ritmos evolutivos que estructura toda entidad viva.
Cualquiera sea la respuesta a estos interrogantes, resulta comprensible cómo el neoliberalismo, basándose en un relato preciso y poderoso sobre el sentido de la evolución, ha podido acaparar tanto el discurso de la reforma como el de la revolución, condenando a sus adversarios ya sea a la reacción, a la conservación de las ventajas adquiridas, o bien a la esperanza nostálgica de un retorno (del Estado-Providencia, de la comunidad, de la autosuficiencia), encerrándolos, en todos los casos, en el campo del retraso. En este contexto político tan particular, cuando los conflictos en torno a un gobierno democrático de la vida y de los vivos nunca fueron tan intensos, ha llegado el momento de cuestionarse acerca de las fuerzas respectivas del neoliberalismo y del pragmatismo estadounidense para afrontar las tensiones de la evolución y pensar los retrasos de la especie humana. En este largo conflicto olvidado de nuestra historia reciente entre el pragmatismo y el neoliberalismo, ¿existen recursos políticos fecundos y aún no explorados para construir otra interpretación del sentido de la vida y de sus evoluciones?
* Introducción del libro de Bárbara Stiegler "Hay que adaptarse. Tras un nuevo imperativo político." Ed. Palinodia, Kaxilda, La Cebra, 2023.
[1] Para una reedición comentada de este coloquio, véase: Audier, Serge. Le Colloque Lippmann. Aux origines du néo-libéralisme [El coloquio Lippmann. En los orígenes del neoliberalismo], Lormont: Le Bord de l’eau, 2008.
[2] Foucault, Michel. Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France. 1978-1979, París: Seuil/ Gallimard, 2004 [edición castellana: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), traducción de Horacio Pons, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007. En adelante, todas las citas de esta obra corresponden a esta edición. (Nota de los traductores)], al igual que mi comentario: “Qu’y a-t-il de nouveau dans le néo-libéralisme ? Vers un nouveau gouvernement du travail, de l’éducation et de la santé ?” [¿Qué hay de nuevo en el neoliberalismo? ¿Hacia un nuevo gobierno del trabajo, la educación y la salud?], en: Brugère, Fabienne & Le Blanc, Guillaume. Le nouvel esprit du libéralisme [El nuevo espíritu del liberalismo] Lormont: Le Bord de l’eau, 2011, pp. 106-148.
[3] Pienso particularmente en Nietzsche y en Bergson, quienes tuvieron, por otra parte, una influencia decisiva en el pensamiento de Lippmann. Sobre la importancia de esta tensión en la obra de Nietzsche, véase: Nietzsche et la biologie [Nietzsche y la biología], París: Puf, 2001 y Nietzsche et la critique de la chair. Dionysos, Ariane, le Christ [Nietzsche y la crítica de la carne. Dionisos, Ariadna, el Cristo], París: Puf, 2005. Acerca de la proximidad entre Nietzsche y Bergson en relación con estas cuestiones, véase: “Flux et Réalité. Une lecture croisée de Nietzsche et Bergson” [Flujo y realidad, una lectura cruzada de Nietzsche y Bergson], Quaestio. Yearbook of the History of Metaphysics, 17, 2017, pp. 341-366.