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Vuelo rasante [primera entrega]


Conjunto de entradas recientes de un libro en curso.


Invento


Vengo saliendo de una reunión formal donde una persona fue acorralada al decir algo que no pudo demostrar; se vio en el apuro de tener que reconocer que era un invento suyo. El silencio fue interrumpido por un par de risas escépticas; alguien simuló tocar la trompeta del antiguo Chacal televisivo. ¿Corre también aquí eso de “el peso de la noche”, núcleo de las inhibiciones nacionales?



Tragedias sin moraleja


En la familia de mi madre siempre ha habido un gusto por las tragedias. Historias cortas terribles: suicidios, accidentes domésticos que parecen imposibles, escándalos donde aparecen armas. Historias reales contadas en un minuto, protagonizadas por personas que uno podría haber conocido. He escuchado muchas; debo saberme no menos de diez. A un viejo amigo, cuarenta años mayor que yo, le encantaban. Me veía en una reunión social y me decía, poniéndose a mi lado, mirando en la misma dirección en que yo lo hacía: “Cuéntame sólo cosas espantosas”. Ya que sabía que se trataba de asuntos que verdaderamente habían pasado, no muy lejos, por así decirlo, daba unas carcajadas muy saludables, que podían interpretarse como “de las cosas que uno se salva”. Nunca vivió una. Murió a los ochenta y cinco; se sintió mal sólo el último mes y partió.



En las últimas


Respecto a lo anterior. A los ocho años me interesaba sobre todo cuando se hablaba de personas que estaban “en las últimas”. Quería conocer cada detalle. Recuerdo el final de la historia de una especie de primo político lejanísimo, no sé si de mi abuelo o de mi bisabuelo: había terminado viviendo en la calle siendo “comido por los guarenes”. Todo había comenzado con “una seguidilla de malos negocios”. Manotazos que no dieron fruto. Puertas cerradas de todos los bancos. Alcohol, mucho alcohol, con su inquietante capacidad de multiplicar los problemas. En algún momento se produce el total abandono, eso que el poeta Waldo Rojas llama “el secreto deseo que tiene todo hombre de zozobrar”. Ayer supe de un caso que caería en la categoría de “en las últimas”. El protagonista tiene cincuenta años. Lleva uno preso y le quedan dos. Estafa piramidal con diez víctimas, amigos de infancia incluidos. Vendía terrenos y se gastaba la plata. Era adicto a la combinación cocaína/prostitutas. En el último período simplemente no podía parar. A diario visitaba el templo de la más alta euforia. Inviable.



La risa de Patán


Estaba preguntándome esta mañana qué escena de dibujos animados me pareció especialmente feliz cuando tenía la edad de mi hijo Tomás, hoy de once años. Llegué rápido a la respuesta. Más que una escena puntual es una acción: una risa que se repite una y otra vez en cada capítulo donde figura quien la suelta: el perro Patán, el popular antihéroe de los estudios Hanna-Barbera. Vi durante algunas horas capítulos de Los autos locos, Las olimpíadas de la risa y El escuadrón invencible para recuperar mis antiguas emociones. Observé que Patán ríe básicamente por tres razones: cuando algo sale mal -normalmente fruto de un error de cálculo de Pierre Nodoyuna, su jefe-, de sus maldades -por ejemplo al soltar una amarra antes de tiempo- y cuando la situación no tiene sentido. Esta última risa es especialmente fascinante. A veces la situación es de suyo absurda: él está a punto de ganar una prueba, fruto de las trampas de su equipo, y se ríe del hecho de ir ganando, o de estar participando, o sólo de que estemos viendo en lo que está. Pero hay situaciones en las que no pasa nada en especial y él ríe y con esa risa beckettiana produce el sinsentido, la sensación liberadora de que todo en el hombre pareciera ser arbitrario salvo su placer y su dolor. Aplica, en principio, a cualquier situación no violenta en que el animal podría estar envuelto. Basta una de sus risas para poner todo en entredicho.



First things first


Muy inspirador haber tenido hace unos días este diálogo con una viuda en la cocina de su casa mirando las fotos de su familia en la puerta del refrigerador. En varias aparecía su marido, muerto hace cinco años en un accidente. Yo: “¿Y qué tal era?”. Viuda: “Lo mejor”. Me acordé de una frase de un western inespecífico que vi en Tardes de Cine a mediados de los ochenta. Cantina, jugadores de póker, piano animado. Un cowboy le dice a otro, antes de empinarse el primer trago de la jornada: “Que tus mujeres siempre te quieran. Salud”.



Autarquía

Tema clave, David Bowie-Nietzsche. En un reportaje sobre el músico, donde se aborda la relación, encuentro estas líneas (entiendo que la cita es de Bowie; no la encontré en las letras del disco): “El ambiente fantástico, sobrevolando en una alfombra persa, continúa con Aladdin Sane, de 1973, instándonos a admitir desde los cantones suizos de la Alta Engadina que el ´valor de un hombre se mide por la cantidad de soledad que aguanta´”.



Tarea


Con el tiempo algunas novelas se vuelven cada vez más sólidas. En el recuerdo se van afirmando y siguen creciendo. La sensación glacial que deja Ampliación del campo de batalla (1994) de Michel Houellebecq no amaina. La leí hace unos quince años. Hace dos me asomé de nuevo al pasaje de la discoteque y el posterior suicidio del compañero de trabajo. El narrador no muestra ninguna emoción al relatar el hecho; no le importa, después cambia de tema. Este libro magistral se ha comparado con El extranjero (1942) de Albert Camus. Hay varias similitudes -entre ellas la extensión y la falta de esperanza-, pero hay un aspecto en que se distinguen y que estaría determinado por la época: la desolación total. Un tiempo después apareció el disco Ok computer (1997) de Radiohead, algo así como el soundtrack de este libro. Se sintió el ingreso a la era digital. Al parecer tenían razón los que aseguraban que esto terminaría en una distopía. Ahora, creo que es una importante tarea del espíritu mostrar que el protagonista sin nombre de la novela de Houellebecq, si bien es muy exacto en su análisis del mundo, puede ser “refutado”. De lo que he leído, se me ocurren ahora cinco maneras. Son tres voces y dos personajes: la voz que habla en el “Canto a mí mismo” (1855) de Walt Whitman, la de Alberto Caeiro, el heterónimo de Fernando Pessoa, y la de Charles Bukowski en sus textos autobiográficos como Shakespeare nunca lo hizo (1979), Hollywood (1989) y El capitán se fue a dormir y los marineros se tomaron el barco (1998). Los personajes serían Rosalinda, el eje de Cómo gustéis de Shakespeare, y Charlie Citrine, el protagonista de El legado de Humboldt (1975) de Saul Bellow, ambos imantados por la fascinación de existir. El conjunto nos permite afirmar que Ampliación del campo de batalla se queda corto, no en crudeza, sino en expansión. Estaríamos ante una ampliación sin expansión.



Un aspecto del mal


En la conversación de mi casa a veces aparecía la palabra “carajo”. Era algo grave. A los siete debo haber preguntado qué significaba. No quisieron decírmelo. Por las historias en que estaban envueltos los carajos intenté comprender qué podían ser. Ya que no sabía nada de sexo y se omitían los elementos libidinales en los cuentos en que ellos aparecían, pensé que eran algo así como delincuentes que operaban entre los pliegues de la intimidad. El origen de su maldad no estaba claro, pues sus conductas imprecisas pero malísimas no parecían obedecer a la lógica de la venganza. Venían de adentro, “automotivadas”. Los carajos no dudaban al ejecutar su acción; las consecuencias éticas les parecían irrelevantes, sólo sus intereses contaban. En Yago hay algo del estilo. El plan para terminar con Otelo es perfecto: no sobra ni falta nada. ¿Por qué lo hace? Nunca me ha quedado claro. Curioso contraste entre mis carajos y los de ellos.



Tugurios


La “cosa de la realidad” que más me intrigaba a esa edad eran los tugurios. No tenía completamente claro su significado. Percibía que había algo malo en ellos. Imaginaba que eran feos, a veces miserables. Vendían cosas prohibidas. En su interior había gente harapienta mascullando. Grandes ollas tirando vapor. Luz mortecina disipando la oscuridad. ¿Cómo podían existir? ¿Por qué se permitían? Con los años entendí que se ubicaban en una suerte de borde de lo lícito. Hoy pensaba en esto de los tugurios al enterarme de que han proliferado en el centro de Santiago. Seguro que hay personas que con mucho esfuerzo han puesto un local comercial que es considerado por otras como un tugurio. Lo sacan adelante cada día, hay deudas que a veces no dejan dormir. Terrible.



Modelos


Ver en vivo a Mac DeMarco: ah, la actitud correcta ante la vida. Disfruta, juega, fluye, produce belleza. Pareciera no tener ego. Cuando me vea en problemas me preguntaré: ¿Qué haría Mac DeMarco en esta situación? También está Epicuro, Nietzsche, Montaigne, Voltaire. ¿Qué harían ellos en mi lugar? Antiguamente sólo me preguntaba por el modelo de Cristo. ¿Por qué esa exclusividad? Como si lo demás no importara.



Dos actitudes tocando la guitarra


Cuando pienso en esto de las actitudes musicales, paso de Mac DeMarco a dos guitarristas que producen algo notable en los videos de dos canciones muy populares: Eddie Van Halen en “Jump” (1984) y Paul Arthurs en “Supersonic” ( 1994). El epicúreo y el estoico: uno goza y el otro cumple ponderadamente su rol (de guitarra rítmica). Interesante reparar en nuestras reacciones al observarlos a ellos. ¿Quién preferiríamos ser? Montaigne diría: depende del día.



Antes y después


Un hombre se lamenta de su suerte. De pronto un par de ladrones armados, al parecer bajo los efectos de la pasta base, entran a su casa. Gritan, tienen los ojos desorbitados. Lo encañonan. Le dicen que lo matarán. “Tomen lo que quieran”, responde él. “Sí, pero igual te mataremos”. En eso sus gatos saltan sobre sus caras. Hacen lo suyo. Los sujetos escapan aullando. No queda rastro de lo que pasó. El hombre se pregunta si acaso no fue un breve sueño mientras cabeceaba. Como sea, ¿seguirá lamentándose de su infelicidad?



Embromamientos


Es sorprendente darse cuenta de que la expresión que uno ha usado siempre para dar cuenta de un desagrado más o menos inofensivo, “estoy embromado”, en otras latitudes está asociada a un problema en general grave. En al menos la familia de mi mujer, que es española, uno dice eso para expresar una calamidad de proporciones. En el uso que hacen ellos se recoge la acción de unas especies de termitas marinas que socaban los barcos por dentro: las bromas. Un moribundo podría decirlo en posición horizontal. En mi familia “estoy embromado” está asociado a las (pequeñas) bromas que nos complican la vida. Recuerdo a mi abuela materna diciendo que estaba embromada porque el conserje del edificio había salido y se había llevado las llaves de su auto y la estaban esperando en un té de amigas.



Con fiebre


Hace unos días tuve un episodio de fiebre (40.2) que me dejó tirado. Hace al menos diez años que no me sentía tan mal. No podía hacer nada -dormir, conversar, leer, escuchar música, escribir-, salvo pensar. El problema es que tuve exclusivamente pensamientos negativos. Llegaban en tropel. El principal: soy un desastre, un payaso al que deberían sacar de circulación. Lo siniestro es que no sentía que estuviera magnificando nada, de manera que me lo creí. Sólo veía mis errores, por todas partes. Me retorcí de culpa hundiendo mi cara en un cojín. Tomé algunas notas que hoy al leerlas me hicieron el día: me fue imposible no reírme de tantas exageraciones despiadadas. Me dieron ganas de leer la comedia de Terencio El verdugo de sí mismo. ¿La fiebre produjo a ese verdugo o más bien le abrió la puerta para que me visitase? Suponiendo que se trata de lo segundo, es como para mandarle a preguntar: “Dime la verdad, verdugo, ¿quieres que me vuelva una mejor persona o lo que buscas es mi caída?”



Prohibiciones poéticas


Para los poetas de los años noventa estaban prohibidos los signos de exclamación y los puntos suspensivos. Se suponía que siempre eran evitables si se era lo suficientemente diestro en el manejo de los énfasis y las demoras. ¿Será cierto? Tenían en contra a Rimbaud y a Pezoa Véliz, dos referentes bien leídos e imitados. Lo discutible del caso, visto a la distancia, era el hecho de que hubiera prohibiciones en algo tan libre como la poesía. Recuerdo que también era común autocensurarse el uso del “yo”. El problema es que en lugar de simplemente poner la palabra se caía en formulaciones alambicadas tanto o más egóticas, al menos como efecto de lectura: la atención suele fijarse en lo más demandante; lo que fluye tiende a darse por descontado (este principio de relevancia se explicaría por la optimización energética de nuestro cerebro). Un sicólogo podría ofrecer otra interpretación: en el fondo no se quería enfatizar ni demorar nada. Y respecto a la ausencia del uso del “yo”, bueno, se trataría del simple deseo de no aparecer. Esta forma de entender lo que pasaba creo que es convincente.



Blackbird Blackbird


Me cuesta entender por qué Blackbird Blackbird no es mundialmente conocido. Por qué no está en los playlists de mis amigos melómanos. Por qué, en suma, nadie sabe de su existencia. Puede deberse sólo a la sobreinformación. Lo que es de calidad a veces resulta inaccesible, aunque esté ahí. No es improbale que exista una superabundancia de calidad, por otro lado. Personas críticas de la música actual apenas saben qué se ha hecho en inglés en los últimos años. Doy fe que es notable el nivel. Altos estándares musicales, que podrían ser representados por Pixies y Radiohead en su momento, siguen observándose. Vuelvo a Blackbird Blackbird. Es magnífico lo que hace entre su primer y segundo disco. La excelencia del primero, que podría haberlo inhibido, lo impulsa a lanzar al año siguiente un nuevo disco tan bueno como éste. No es la continuación: es lo que viene. Invito a escucharlo y saber quién es. Sobre las emociones que despierta llevo meses tomando apuntes. Estos se vuelven ilegibles a las pocas horas. La belleza de la música, lo que nos atrapa, lo que nos hace escuchar la misma canción veinte, treinta veces seguidas, es una de las experiencias más placenteras que conozco. Hegel decía que en cierto momento la religión dejó de ser la manifestación más alta del espíritu y el arte ocupó ese lugar. Mientras escucho los viajes internos de Blackbird Blackbird no puedo estar más de acuerdo. Música de hoy. Todavía el mundo es el mismo. Saber que la calidad no ha caído tranquiliza. Si en algún momento desaparece, el mundo será irreconocible. ¿Por qué tendría que ocurrir? Desde Los Beatles no ha habido año malo. Quizás nos estamos tomando demasiado en serio la actual retórica apocalíptica.

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