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Foto del escritorMatías Marchant

Esta no es mi historia: nacer a la infancia



Es la historia de Jaime, durante la infancia de Jaime. Es una historia sobre la importancia de las palabras de los niños y de los libros, sobre cómo él encontró en la escritura de cartas la posibilidad de expresar sus deseos y a la vez refugiarse. Y sobre un juego: el de, cada mañana, en vez de salir rápidamente de su cama, representar ante su madre adoptiva a un pollito que estaba naciendo de su cascarón.



Voy a contar una historia que no es mía. Una historia que tiene por centro los libros de vida y la escritura en los distintos modos de las infancias. La importancia de escribir durante la infancia, en el cuerpo de las infancias, la inscripción de símbolos, las palabras que expresan los niños y niñas, y la importancia de los libros para que, durante las infancias, tengan un soporte, un apoyo para ayudar a orientar nuestros pensamientos y emociones, para sostenerlos, no solo como organismos, sino como sujetos de palabras apoyados en la historia. Los libros ayudan a esa irrupción a la vida de la que habla Aïcha Liviana Messina en “Nacer a la infancia”, la introducción que escribió para el libro Infancia y ceguera de Carlos Casanova. Para comprender lo que se juega en la infancia debemos pensar en lo que Groddeck llamó la compulsión a usar símbolos: “A través de la compulsión a asociar, que también es una característica de lo inconsciente se unen al primer símbolo con otros que determinan el curso de la historia hasta cierto punto”. (El subrayado es nuestro).


Esta es la historia de Jaime, a quien conocí muy de cerca cuando trabajaba en un centro residencial de niños y niñas pequeños separados de sus madres y padres. Lo conocí porque me tocó estar presente de diferentes maneras mientras él vivía situaciones difíciles, tal vez increíbles si nadie las hubiera contado de algún modo, y que incluso tristemente podrían caer en el olvido si no se escribieran. Hasta la fecha admiro y me sorprende su manera de hacerle frente a los acontecimientos que no quisiéramos que ningún niño o niña tuviera que experimentar. Su historia que no es mi historia me acompaña cuando de tiempo en tiempo debo explicar lo que significa la escritura y los libros de vida mientras los niños y niñas viven en un hogar o centro de protección, cuando toca cuidarlos o cuando sus progenitores no pueden hacerlo.


Se trata de un niño que vivió una serie de sucesos que me enseñaron sobre su humanidad, toda su vulnerabilidad que encontró, en la escritura de las cartas, la posibilidad de expresar sus deseos y a la vez encontrar refugio. O tal vez puedo decir, que, entre los dos, mientras compartimos, descubrimos que escribir era una buena idea para poder sobrevivir, literalmente, a la fuerza de los hechos, a los golpes que nos reservaba una y otra vez la realidad. La escritura de los adultos que le rodearon a su vez fue una manera que pudo reunir presente y pasado y, gracias a ello, poder reestablecer los lazos de confianza con los otros. Su escritura y la escritura de los otros le permitieron “nacer a la infancia”.

Lamento haberme tardado en escribir su historia, porque ella es ejemplar, en el sentido que desarrolla Todorov en Los abusos de la memoria. Este libro nos propone una pregunta muy simple: ¿cómo recordar el dolor? Cuando el recordar alimenta el rencor y la revancha, abusamos de la memoria; cuando recordamos en un sentido que nos permite “aprender de la experiencia”, podemos abrirnos a nuevas formas de relacionarnos con otros, volver a tejer el lazo social que ha quedado fracturado. En la historia que contaré ello se hace muy evidente.


Jaime fue ingresado a un hogar del Estado de Chile a los seis meses de vida por solicitud de su progenitora. Sus relatos, como el de muchas mujeres, nos señalan que entre todos los problemas que pudo haber tenido, la violencia de pareja y el quiebre de vínculos familiares le hacía imposible no solo criar a su hijo, sino mantener su vínculo con él. No sabemos mucho de ella, no obstante, hasta el día de hoy tengo curiosidad de esta persona, pienso que tiene un valor que no quedó reflejado en ninguna parte, como la mayoría de las experiencias que nos toca escuchar en estos contextos. Creo eso sí, que algo de su coraje subsiste.


Luego de dos años a la espera de un fallo judicial (esto ocurrió entre los años 2003 y 2008), se decidió que Jaime estaba en condiciones para ser acogido por una familia adoptiva. Este periodo tan prolongado no estuvo marcado por desidia del equipo psicosocial que trabajaba por su situación, sino por el hecho de que los tiempos de la justicia eran de una fastidiosa y dolorosa lentitud, incomprensible hasta el día de hoy, tal vez porque las situaciones de estos niños o niñas nunca ha sido su verdadera prioridad. Una vez que fue declarado como susceptible de ser adoptado, Jaime tuvo que permanecer catorce meses más en el hogar, para que el antiguo Servicio Nacional de Menores (Sename) le asignara una familia. ¿De qué sirvió este inútil tiempo de espera?


La espera fue vivida por todos nosotros con impaciencia, y se hacía notar a través de sus enojos y su intenso llanto. También se expresaba con golpes que llegaban sin anuncios claros para quienes estábamos allí. La tentación de nombrarlo como un “niño agresivo” o “difícil” era muy grande, y como su psicólogo tuve que luchar contra un sistema que quería poner esa clase de etiqueta, un rótulo que para el Sename no era más que el peso de una historia sin nombre.


Luego de todos estos años de espera, llegó una familia adoptiva. Sin embargo, al cabo de seis meses los adultos decidieron “devolver” a Jaime al Sename. No fueron muchas las explicaciones que se dieron. Lo más impactante para mí fue que hubo que convencer a las autoridades de ese momento de que regresara al mismo hogar en que había vivido, para que esto no implicara un nuevo cambio. Los adultos entregaron al niño junto a algunas pertenencias en una bolsa. Y me tocó intentar explicarle a Jaime, cuando ya tenía cinco años, que debíamos regresar al hogar en el que había vivido por casi cuatro. Todavía admiro su entereza para volver conmigo luego de haber fracasado un proyecto que todos le habíamos prometido como el más auspicioso. En una carta enviada al Sistema le solicitamos una explicación de lo ocurrido, esta no llegó nunca, todavía estamos a la espera para saber qué ocurrió en esos seis meses que quedaron en una oscuridad impalpable.


A su regreso, Jaime nos dijo que no quería volver a vivir más con una familia adoptiva. Que prefería vivir “para siempre” en el hogar que conocía. Trabajamos con él para que pudiera abrirse nuevamente a la posibilidad de tener una familia solo para él. No fue fácil, tampoco fue difícil, su principal recurso fue la llama de una esperanza que subsistía en él a pesar de todo. Esa es la fortaleza que encontré a lo largo de todo el tiempo que tuve ocasión de hablar con Jaime. Su idiosincrasia lo hacía un chico afortunado; por ejemplo, en una rifa al que fue invitado, se ganó un cuadro de Rafael Sanzio, El triunfo de Galatea, y, sin saber qué hacer con él, me lo regaló para llegar a ser parte de mi oficina, decorando nuestras conversaciones sobre el verdadero amor que podíamos proyectar hacia el futuro.


En un momento, para decirme que ya estaba preparado para intentar integrarse a una nueva familia adoptiva, me pidió que escribiera una carta, de la cual expongo los extractos más importantes:


“Queridos Papás,

Quisiera pedirles si me pueden traer un libro con fotos parecido al que le trajeron a mi amiga Antonia.

Me gustaría que este libro tuviera muchas, muchas, pero muchas fotos.

Me gustaría que me dieran una linda pieza y una linda cama.

Y también quiero que tengan una linda foto mía, no tan fea. Y también quiero unas lindas pantuflas y muchos juguetes.

También quiero enviarles una carta.

Me gustaría tener una familia como esta que encontré por internet con el psicólogo que trabaja en este Hogar que se llama Matías (Adjunta una foto de una familia numerosa).

También quiero que me quieran mucho.

Con amor, Jaime”


Afortunadamente esta familia llegó para él. No corresponde revelar detalles. Gracias al contacto que mantuvimos, particularmente con su madre adoptiva, nos encontramos felizmente con una historia muy singular que permitió coronar la larga espera con un encuentro lleno de una complicidad y ternura que me atrevo a relatar aquí de una manera muy sintética: viviendo ya con su familia adoptiva, durante mucho tiempo, por las mañanas, al despertar, Jaime hacía un juego: en vez de salir rápidamente de su cama, él se representaba como un pollito que estaba naciendo de su cascarón. Cada vez, su madre adoptiva debía representar el nacimiento de ese pollito que tímidamente iba rompiendo el cascarón, hasta que podía salir completamente de este, y de así su día comenzaba, nacía. El juego se fue complejizando y cada vez tenía más sutilezas que construían entre su madre y él. Era un juego cargado de emociones que daban cuenta de su temor a nacer, de sus inseguridades, pero también de la intensa alegría que le causaba volver a nacer en su misma nueva casa, con su misma nueva madre quien, por su historia y para su sorpresa, lo volvía a recibir una y otra vez, cada día, cada vez.


Podemos decir con Jaime que se nace a la infancia como una irrupción. Lo más hermoso de esta historia llega en el momento en que al juego del nacer se sumó un nuevo elemento: su libro de vida. En este se encontraban las fotos y las historias que escribieron sus generosas cuidadoras mientras vivió en el hogar, en donde le relataban que este periodo no fue un tiempo perdido, sino un tiempo de mucho amor y entrega de sus cuidadoras por él. Antes de salir del hogar con su nuevos padres adoptivos se les entregó este libro. Jaime lo llamó “el manual de instrucciones” y decidió llevarlo consigo dentro del cascarón del juego. Su madre adoptiva debía leerlo cada mañana para hacerlo nacer otra vez. Jaime se representaba estando dentro del huevito, y dentro de este tenía su libro de vida que la madre debía leer y contarle lo que ella reconocía de su pasado. Jaime se lo pasaba a hurtadillas por entre las frazadas. Se repitió en incontables veces esta misma rutina en donde este niño había supuesto un saber respecto de su pasado, que la madre debía relatar para que su nacimiento fuera posible. Su madre debía ser capaz de apropiarse o de empaparse o de entrelazarse con su historia. Así, por meses, mantuvieron este juego donde su nacimiento venía precedido de una historia que tenía un soporte material bien claro.


Hasta aquí la conmovedora historia de Jaime. Seguramente hay detalles que he desformado producto del paso del tiempo, pero creo que retiene lo esencial. Ahora pensemos un poco más en esta historia. Esta que no es mi historia, sino la historia de Jaime que me atrevo a contar. Podemos dibujar su trayectoria de esta manera: Jaime se manifestaba abierta y claramente. Su mirada, enojos, llantos y movimientos se hicieron notar desde su ingreso al centro residencial. Su cuerpo y comportamientos estaban orientados a inscribir algo que, de su sufrimiento, no tenía palabras. Eran cartas y yo quería ser, al menos, uno de los destinatarios. Nuestro desafío consistió, para poder ayudarle a contar su historia, en dejar de lado las explicaciones causales de su conducta, no porque no existieran, sino porque, independientemente de ellas, estaba en búsqueda de las palabras que nombraran lo que el cuerpo decía con insistencia simbólica. Todo su cuerpo, mirada y movimientos nos hablaban de un pasado que no alcanzamos a conocer en primera persona. Sus intentos por inscribir el excesivo tiempo de espera y el fracaso se tradujeron en que su orina y, a veces, sus heces, no podían esperar más dentro de su cuerpo. Ellos eran la expresión de nuestra insostenible espera.


En su trayecto, en sus primeros años de vida, hasta sus cuatro años, su espera tuvo un soporte material: el libro que contenía las experiencias que iban reuniendo y trenzando los afectos de y con quienes lo tenían en una especie de cascarón, a la espera de sus primeros pasos a la vida. Mientras tanto se iba construyendo, metafóricamente hablando, su manual de instrucciones, una guía que debía ser cuidadosamente elaborada, para luego ser el puente que le ayudaría a nacer. Esta vez, se trata de otro nacimiento, un nacimiento con la historia de su propio deseo.


Una conducta muy característica de los niños o niñas que se integran a través de la adopción a sus familias es que experimentan tal nivel de regresión que parecen querer llegar hasta el nacimiento mismo. Por eso lo llaman un segundo nacimiento, e incluso algunos rituales se organizan para representar, en el momento del primer encuentro del niño o niña con sus padres adoptivos, ese nacimiento; es un momento clave en donde se intenta solucionar de golpe y en un solo acto los duelos de la infertilidad, los duelos de la pérdida del lazo consanguíneo, u otras pérdidas que implican este simbólico encuentro. Sin duda, es necesario para ello no solo este ritual, sino también recibir y construir su historia. Desde muy temprano Jaime quería cartas y fotos, muchas fotos.

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