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Extractos del primer capítulo de Atacama Fantasma. Viaje a la memoria del desierto.


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Anatomía del desierto


A inicios de 2019 decidí realizar un viaje al desierto de Atacama. Las razones en ese momento no me eran muy claras. En parte esperaba comprender mejor el pasado de ese territorio y rastrear las huellas de su devastación. Lo que más me cautivaba era volver a visitar los restos y ruinas de su larga historia, que acechaban desde la arena como fantasmas: pukarás, geoglifos, cementerios, tumbas, momias, huesos, prisiones, fábricas, minas, puertos y trenes. Es probable que también pensara que ese viaje podría ayudarme a salir de cierto estado melancólico que ya bastante pasada la mitad de mi vida me asediaba otra vez.


Desde muy temprana edad, había viajado en múltiples ocasiones al desierto de Atacama y creía que recuperar parte de mi memoria al visitar ese espacio se convertiría en una suerte de antídoto contra la melancolía. Pero lo que no anticipé, a pesar de haberlo experimentado antes, es que el desierto puede ser también un implacable aliado de ese mal.


Mi primer viaje fue con destino a Arica, en 1970, con mi abuelo materno, cuando tenía seis años. Una década después, durante el invierno de 1980, con mi padre y dos hermanos recorrimos Antofagasta, Iquique, Arica y Putre. Visitamos parajes naturales, sitios de culturas prehispánicas, escenarios de batallas de la Guerra del Pacífico y las ruinas del periodo salitrero. Durante el verano de 1984 viajé con unos primos a Antofagasta y Calama para trasladarnos a La Paz, atravesando el desierto y el altiplano, en el viejo ferrocarril Antofagasta-Bolivia. Cuatro años más tarde, en mi periodo más oscuro, viajé solo a San Pedro de Atacama para escapar de algunos pensamientos complicados. Todos estos viajes influyeron en mi obsesión por este desamparado lugar que quedó como una marca en mi memoria.


Con su aridez y soledad absoluta, su sol inclemente, sus vientos de arena y su frío nocturno, el desierto representa a la naturaleza en su versión más extrema y, de alguna forma, revela el «esqueleto» de la tierra. Es probable que esta impresión, sumada a la dificultad de sostener la vida por la falta de agua y alimento, le proporciona a los desiertos su ya casi universal asociación con la muerte.


En mi huida solitaria a San Pedro, se me había hecho evidente la relación del desierto con la melancolía, un estado de ánimo emparentado con la muerte. Si bien esta condición siempre había estado asociada a la temporalidad (Saturno o Cronos era su dios tutelar), a partir del siglo xvii se estableció, además, una relación con el espacio y el paisaje y se identificaron sitios de melancolía: ruinas, cementerios y parajes infinitos como largas carreteras, océanos y, principalmente, los vastos desiertos.


El desierto es quizá el espacio privilegiado para la melancolía. Se relaciona con ella desde una doble perspectiva: es un territorio melancólico en sí mismo y tiene el poder de causar estados melancólicos en quienes lo recorren. Este vínculo ya tenía un antecedente histórico en el periodo de los así llamados «Padres del Desierto» del cristianismo. Estos ascetas, como san Antonio Abad, que se retiraban del mundo para hacer oración y esperar esquivos signos divinos, muchas veces sucumbían y eran invadidos y arrasados por la melancolía y su compañera, la acedia, el demonio del mediodía. El vacío del alma se intensificaba en esos territorios sin borde y la condición solitaria del ser humano arrojado a un mundo vasto e incomprensible se hacía más evidente e insoportable.


***


Muchos años después de mi primer viaje a Arica en 1970, cuando vivía en el remoto Londres, me sorprendió, durante mis desordenadas lecturas en la vieja Biblioteca Británica (en la que me orientaba como un baqueano), encontrar un pasaje sobre esta ciudad, que de alguna forma reflejaba mi temprana experiencia con ella, en el monumental libro Anatomía de la melancolía de Robert Burton, publicado por primera vez en 1621, con cinco reediciones en vida del autor. En cada nueva edición, Burton incorporó más casos, historias y reflexiones en torno a este mal. La primera tenía 350 mil palabras y la sexta y última, publicada en 1651 (once años después de su muerte a los sesenta y dos años) había aumentado a más de medio millón de palabras.


La copia que había pedido en la biblioteca se trataba de una edición de 1632, donde ya aparecía la célebre portada con las diez figuras emblemáticas que representan un recorrido por diversos aspectos de la melancolía, la enfermedad de la bilis negra (su significado literal en referencia a uno de los cuatro fluidos que mantienen la vida). El primer dibujo, en el centro, representa al filósofo griego Demócrito (a quien Burton consideraba su maestro), quien está sentado debajo de un árbol, con su rostro inclinado y apoyado en la mano izquierda, gesto atribuido a los melancólicos. En torno a él cuelgan cuerpos de gatos, perros y otras criaturas que ha anatomizado en busca de la sede de la bilis negra, y sobre su cabeza aparece el signo astrológico de Saturno, señor de la melancolía. En la segunda figura, a la izquierda, se aprecian los animales que representan la soledad y en la tercera, los que simbolizan los celos. La cuarta figura es un enamorado, la quinta un hipocondriaco, la sexta un supersticioso (arrodillado y con un rosario en sus manos) y la séptima un maníaco, con mirada furiosa y encadenado por los pies. En la octava y novena se presentan los remedios tradicionales contra la melancolía y en la décima, el rostro del propio autor.


The Anatomy of Melancholy - Robert Burton 1638

El inglés del siglo xvii no me era tan difícil de comprender, pero la forma extraña que tomaban las letras y algunas palabras en desuso a veces se convertían en un problema. Su lectura era hipnótica pues resumía, citando a miles de autores (contiene más de trece mil citas), todo lo que, durante siglos, filósofos, teólogos, científicos, médicos y poetas habían escrito sobre el mal de la melancolía.[1] Mi interés por este texto había surgido de Borges, pues era uno de sus libros predilectos. Alguna vez señaló que era «inagotable» y «una de las obras más personales de la literatura, una suerte de centón que no

se concibe sin largos anaqueles».[2]


El breve pasaje sobre Arica se encuentra en la segunda parte del libro, donde se refiere a la curación de esta enfermedad. Luego de entregar recomendaciones de tratamientos relacionados con la dieta y la retención y la evacuación,[3] aborda el tema de la «rectificación» del aire. Se refiere, citando a varios autores, a la necesidad de tener un buen aire y lo perjudicial que pueden ser los malos climas. Luego de hablar de diferentes regiones, reivindica, contra la tradición, algunos lugares de lo que llama «zona tórrida»:


La zona tórrida era considerada por nuestros predecesores como inhabitable, pero nuestros viajeros la encuentran muy templada, bañada con frecuentes lluvias y humecedores chubascos, con brisa y refrescantes ráfagas en algunas partes, como describe Acosta, de lo más placentero y fértil.

Sin embargo, como agrega más adelante, es consciente de que en otros sitios de esa misma latitud se encuentran también «lo duro, lo seco, arena, esterilidad, un verdadero desierto», todo ello muy perjudicial para la melancolía, pues el desierto «causa melancolía en un instante». De hecho, sabía de la dureza que caracteriza a los desiertos de Chile, como se aprecia en una de sus frases: «otros pierden los dedos de las manos y de los pies en los Andes y en los desiertos de Chile, de 500 millas en conjunto, por el extremo del frío».


Es en este contexto que Burton destaca en particular, y eso era lo más sorprendente, a Arica como un paraíso, situándola en Chile y no Perú, como correspondía para aquella época:

Arica, en Chile, es, según dicen, uno de los sitios más placenteros en los que haya brillado el sol, «Olympus Terrae», un paraíso en la tierra.


Burton sufría de un tipo severo de melancolía que se acerca a lo que hoy sería llamado por la psiquiatría una depresión con características melancólicas. En la primera sección de su obra proporciona una definición general de la melancolía como «un tipo de locura sin fiebre, que tiene como compañeros comunes al temor y a la tristeza, sin ninguna razón aparente». Pero luego da a entender que el asunto es más confuso y «caótico», que esta enfermedad escapa a una definición simple y que los síntomas son muy variados. «La Torre de Babel nunca produjo tal confusión de lenguas, como el caos de la melancolía y su variedad de síntomas», dice. Burton recopiló con notorio placer decenas de casos de melancólicos de distintos grupos sociales y con los más variados y bizarros síntomas. Por ejemplo, cuenta que un panadero en la ciudad italiana de Ferrara, que sucumbió a la enfermedad, creía que estaba hecho de mantequilla, por lo que no se atrevía a pasar cerca de su horno o sentarse bajo el sol pues temía derretirse. Otro famoso caso que relata es el de un señor de Siena que se abstenía de orinar pues se convenció de que si lo hacía inundaría su pueblo. También cuenta la historia de un melancólico famoso, el rey Luis XI de Francia, que creía que todo alrededor de él apestaba, y ni los mejores y más dulces perfumes proporcionados por sus médicos podían aliviar su condición.


Burton pareciera pensar que ningún humano puede evitar los estados melancólicos, pues la melancolía es nada menos que «el carácter de la mortalidad». Sin embargo, tiende a distinguir entre esta melancolía como disposición y una melancolía como hábito y enfermedad ante la cual muchos sucumben. Incluso tiene claro que en sus comienzos la melancolía puede ser vista como un estado agradable y creativo, en el cual es posible «vagar solo, meditar, soñar despierto». Pero advierte que esta disposición dura poco, y mientras más condescendientes seamos con la melancolía, esta se vuelve más oscura y profunda. El sentimiento inicial placentero se convierte en temor, desesperación y tristeza y en una terrible condena. Burton lo sabe por experiencia propia, ya que —como indica— «Saturno fue el señor culminante de mi nacimiento». Poco a poco este mal se le fue haciendo insoportable, al punto que señala que «estaba no poco molesto con esta enfermedad, a la que llamaré mi Señora Melancolía, mi Egeria o mi Genio Maligno». Sin embargo, a pesar de lo terrible de su mal, Burton no opta por escribir un tratado lúgubre, sino que su preferencia es por el humor y la ironía («me río de todo», dice), como lo hubiera recomendado su maestro Demócrito.


Al inicio de su libro, Burton plantea la disyuntiva clásica de los humanistas: si es mejor reír o llorar ante los errores y desgracias de los hombres, el dilema entre las lágrimas de Heráclito o la risa de Demócrito. Según cuenta, el filósofo Heráclito «después de una seria meditación sobre las vidas de los hombres, cayó en el llanto, y con lágrimas continuas deploraba su miseria, locura y necedad». En cambio, Demócrito prefería reírse de la insensatez del ser humano. Burton relata la notable historia de la supuesta visita de Hipócrates a Demócrito en Abdera. Los abderitanos, conciudadanos de Demócrito, lo creían loco por su extraño comportamiento y porque se reía de todo. Le pidieron auxilio a Hipócrates para que fuera a curarlo. Cuando llegó, encontró a Demócrito en su jardín «con un libro en las rodillas, ocupado en su estudio, a ratos escribiendo y a ratos paseando». El tema del libro era la melancolía, y a su alrededor había esqueletos de muchos animales recientemente diseccionados y anatomizados por el filósofo para investigar el origen de este mal. Luego de conversar con él y haber obtenido la razón de su risa, Hipócrates quedó convencido de que era Demócrito el cuerdo y los ciudadanos de Abdera los locos. Es en este contexto que Burton se declara discípulo de Demócrito e incluso, con ironía, publica su obra bajo el seudónimo de Demócrito Junior.


Sin embargo, a pesar del sarcasmo que atraviesa su tratado, también es compasivo con el que sufre de este mal debido a su propia historia: «La experiencia de la desgracia me ha enseñado a socorrer a los desgraciados». Burton, con sus obsesivas y a veces bizarras investigaciones, plasmadas en este monumental y único libro, se convirtió en el gran cronista de esta enfermedad, a la vez seductora y peligrosa, que durante los siglos xvi y xvii fue considerada en Europa como una verdadera epidemia.


En su pionera obra Vidas breves, John Aubrey, el padre de la biografía moderna, le dedica un párrafo malintencionado a Burton. Señala que un tal Robert Hook, de Oxford, le habría contado que tenía la habitación que había sido del señor Burton, y que se rumoreaba que este, a pesar de toda su astrología y su libro sobre la melancolía, había terminado sus días ahorcándose en ese dormitorio. El mismo Burton quizás anticipó este fin en unas inquietantes líneas del poema resumen de la melancolía que sitúa al comienzo de su libro: «No puedo seguir viviendo con este tormento, / Ahora, desesperado, aborrezco la vida, / dejadme una soga o un cuchillo. / Todas mis penas son, ante esto, alegrías / no hay maldición como la melancolía». Su enigmático epitafio, escrito por él mismo pocos meses antes de su muerte, y que se puede leer en su lápida en la Christ Church Cathedral de Oxford, lo confirma: «Conocido por pocos, desconocido por menos, aquí yace Demócrito Junior, a quien la Melancolía dio vida y muerte».[4]

 

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[1] Burton, además de ser bibliotecario, tenía casi dos mil libros en sus habitaciones, la mayoría de los cuales se conservan, con sus comentarios, en la Bodleian Library de Oxford.


[2] Borges menciona a Burton en múltiples oportunidades y usa una cita de la Anatomía de la melancolía como epígrafe en su conocido cuento La biblioteca de Babel.


[3] Sobre el problema de la evacuación, Burton escribía: «He explicado, al hablar de las causas, el daño que hace el estreñimiento en la adquisición de esta enfermedad [...]. Altomari (cap. 7) recomienda “caminar por las mañanas por un campo suave, verde y agradable, pero de todas maneras, y como primera medida, se debe haber evacuado todos los excrementos normales, por arte o por naturaleza”. Piso lo llamaba el beneficio, ayuda o placer del intestino, porque lo hace todo más fácil. Du Laurens (cap. 8) y Crato (Cons., 21, lib. 2), lo prescriben una vez al día por lo menos».


[4] El tratado de Burton, que ha permanecido como un libro inclasificable, ha sido muy influyente en la literatura posterior. Laurence Sterne se fascinó con él y tomó prestados muchos pasajes para su célebre novela Tristram Shandy; el doctor Samuel Johnson lo describe como el único libro que lo sacaba de la cama dos horas antes de lo que a él le hubiera gustado; el poeta John Keats fue influido por las reflexiones de Burton respecto a cómo el amor erótico puede causar melancolía. Virginia Woolf, a quien la melancolía también dio muerte, era una gran admiradora del libro, al igual que Borges, Beckett y el cantante de rock Nick Cave.


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Atacama fantasma
Cristóbal Marín
Debate
Penguin Random House 2023


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