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Federico Bianchini: “Nunca se debe engañar al lector”

Federico Bianchini (Buenos Aires, 1982) trabajó como periodista en los diarios La Razón y Clarín y también fue editor de la revista Anfibia. Es profesor de la Especialización en Periodismo Narrativo de la Fundación Tomás Eloy Martínez y la Editorial Perfil y dicta talleres de crónica. Ha colaborado con medios nacionales e internacionales como GatopardoEl País Semanal y The New York Times, entre otros. Ganó el premio Las Nuevas Plumas y el Don Quijote de Periodismo-Rey de España (Agencia EFE). En 2016, su libro Antártida. 25 días encerrado en el hielo obtuvo la Beca Michael Jacobs sobre periodismo de viajes, otorgada por la Fundación Gabriel García Márquez (FNPI). Es autor de Desafiar al cuerpo y Cuerpos al límite (Aguilar), y acaba de publicar en España Tu nombre no es tu nombre (Libros del K.O), un libro basado en una serie de conversaciones que mantuvo con Claudia Poblete Hlaczik, cuya verdadera identidad fue robada durante la última dictadura militar en Argentina.



Tu libro abre con una frase de Svetlana Aleksiévich que hace foco en la ausencia de la emoción en la narrativa que conocemos como “la historia”. ¿Por qué elegiste esa frase? ¿Te parece que pasa algo parecido en el discurso periodístico? 


Sí. Creo que, como dice Aleksiévich que sucede con la historia, el periodismo suele limitarse a hechos, antecedentes y consecuencias, dejando de lado las emociones y los sentimientos de quienes protagonizan estos hechos. Por limitación de espacio, por desinterés o falta de tiempo. Más allá de que este caso marcó jurisprudencia y un mojón en la historia de los Derechos Humanos en la Argentina (posibilitó la anulación de las llamadas “Leyes de la impunidad”), me interesaba conocer qué le había pasado a Claudia Poblete Hlaczik, qué había sentido ella durante todo este proceso. ¿Cómo había hecho para poder soportar, acostumbrarse a lo que le había tocado? Me interesaba, sobre todo, la dimensión existencial de la historia, que transformaba un caso representativo de la crueldad de la dictadura argentina en otra cosa.


Tu nombre no es tu nombre es un libro sobre la apropiación de bebés durante la última dictadura militar, pero en realidad es más que eso. Es la historia de una mujer que vivió pensando que era otra. ¿Estabas investigando el tema? ¿Cómo llegó hasta vos? 


Me encontré con esta historia. Unos amigos chilenos me pidieron que buscara un caso de nietos restituidos para un podcast. Hablando con Clarisa Veiga, que trabaja en prensa de Abuelas de Plaza de Mayo, surgió la posibilidad de entrevistar a Claudia. Clarisa me dijo que si era para Chile seguramente a ella le interesaría debido a que su padre, José Poblete, era chileno. Me puse en contacto con Claudia y le propuse encontrarnos para tomar un café. A medida que escuchaba su historia, pensé que prefería escribirla a hacer un podcast. También pensé en que tenía muchas aristas, personajes complejos y subtramas que se podrían incluir en un libro. Ése fue el comienzo de todo lo que vino después.


Un tema que aparece en el libro es la contradicción. ¿Cómo se deja de querer a quien te cuidó gran parte de tu vida? ¿Cómo se empieza a querer a personas que conociste de bebé, que no recordás, que nunca vas a llegar a conocer? Al final del primer capítulo contás que durante las entrevistas, Claudia se refería a Ceferino Landa y a Mercedes Moreira como "esta gente", "mis apropiadores" pero también como "mis papás". 


Me parece que lo complejo radica en que los sentimientos no son voluntarios. No se puede “dejar de querer” a alguien sólo con proponérselo. Sin embargo, al mismo tiempo, se podría pensar en que tampoco debe ser fácil confiar en alguien que te mintió durante toda tu vida. Mi idea, al decidir contar la historia de Claudia, fue acercarme a ella para intentar entender cómo había transitado ese camino que, pensé en ese momento y me sigue pareciendo, debe haber sido muy complejo. 


La crónica arranca cuando Claudia está a punto de enterarse de que su nombre no es su nombre, sin embargo elegís nombrarla Claudia, usar su nombre real, desde el principio. ¿Por qué? 


En realidad, la crónica arranca con Claudia en su casa, un rato después de que le contaran la verdad: en ese momento de confusión en el que no termina de entender qué fue lo que sucedió. Pero más allá de esto, creo que el narrador debe nombrar a los personajes por su nombre (incluso en el caso de que ellos no sepan su verdadero nombre). Más allá de las mentiras a las que había sido sometida Claudia, de los documentos falsos, ella tenía un nombre legal y es el que decidí que usara el narrador. Creo (y es algo sobre lo que insisto mucho en los talleres de escritura) que nunca se debe engañar al lector: que ocultando datos no se genera intriga sino confusión. Que la tensión en una historia se genera narrando; no omitiendo detalles.


Contás que durante muchos años Claudia no habló con periodistas. Me sorprendió su frase "¿qué importa lo que yo diga?", como si Claudia sintiera que una historia no es “la historia”. ¿Te parece que en “la historia” hay espacio para los casos particulares, para las historias mínimas, o es función del periodismo darles visibilidad? 


Creo que son las historias mínimas las que se van relacionando y, juntas, forman las tramas que luego, necesariamente, se pierden cuando uno se aleja para poder observar la Historia (en mayúscula y en general). Me parece que una de las cosas más interesantes que tiene el periodismo es la posibilidad de alumbrar esas historias. No para “darles visibilidad” sino con la intención de entenderlas.


Tus conversaciones con ella llegaron mucho después de esa primera entrevista que se publicó en Página/12. ¿Cómo cambió la mirada de Claudia sobre el valor de su historia?


Claudia, que es una mujer muy inteligente, pasó de una posición sumisa en la que repetía lo que le habían dicho sus apropiadores (“Lo que te van a decir en el juzgado es una mentira”) a poder pensar sobre lo que le había pasado, reflexionar sobre su historia, verla de lejos, escribirla en un guion y protagonizar una obra de teatro donde relató su camino. Hoy, participa activamente de la Asociación de Abuelas de Plaza de Mayo, de la que su abuela Buscarita es vicepresidenta. 

Creo que en todos los años que pasaron desde esa primera entrevista en 2005 (desde la frase "¿Qué importa lo que yo diga?"), pudo entender las implicancias históricas, políticas y sociales de su historia personal. En cada entrevista que da, cada vez que puede, recuerda que todavía hay casi 300 nietos y nietas que hoy tienen entre 41 y 45 años y que aún desconocen su verdadera identidad. Claudia sabe que una forma de que esos nietos y nietas puedan animarse a conocer quiénes son es que se enteren de que existen otras historias similares.


Pienso en crónicas que se centran en historias particulares para hablar de temas bastante universales. Por ejemplo, pienso en Cristina Rivera Garza que escribe sobre la desaparición de su hermana o en Fernández Porta y su libro sobre la depresión. ¿Tienen libros como estos un valor instrumental? ¿Buscaste con este libro generar algo en los lectores, ayudar a otras personas cuyo nombre no es su nombre a investigar su origen o a hablar? ¿Recibiste mensajes en ese sentido?


En principio, cuando escribe, uno busca la mejor manera de contar una historia. Creo que eso ya es lo suficientemente complicado como para pensar en algo más. Lo que sucede después con los libros, lo que le provoca a un lector/a, es algo que me parece está fuera del alcance del autor. En la segunda parte del libro hay testimonios que pertenecían al archivo biográfico familiar que Abuelas de Plaza de Mayo preparó para Claudia. Estos testimonios no habían sido publicados y allí se mencionan a personas que continúan desaparecidas. Recibí mensajes preguntándome sobre esos testimonios.


Tus libros tienen un hilo conductor, ¿no? Los cuerpos que son falseados, llevados al extremo o al límite. ¿Cómo o por qué empezaste a escribir sobre la corporalidad? 


El primero de mis libros, Desafiar al cuerpo, se armó a partir de encargos que me hizo Nicolás Cassese, en ese entonces director de la revista Brando. Cuando nos dimos cuenta, teníamos una serie de artículos sobre hombres y mujeres que hacían cosas que uno pensaría inimaginable (nadar durante ocho horas y media, sumergirse sin protección en el agua helada de la Antártida, etc.). Nico me sugirió la idea de armar un libro y así fue que se publicó. Luego, vino un segundo libro, Cuerpos al límite, con más historias de ese tipo. Unos años después viajé a la Antártida. Luego, me encontré con la historia de Claudia, que se publicará el año que viene en la Argentina. El cuerpo, las sensaciones, cómo hacer para superar el aburrimiento o el dolor, cómo poder adaptarse a una situación que no hubieras esperado son algunos de los temas que me interesan.


Como docente de periodismo narrativo, ¿qué consejos les darías a las periodistas que recién arrancan en el género?


Que lean todo lo que puedan leer. Que intenten, fracasen y vuelven a intentarlo. Que elijan temas que los/as apasionen. Que no tengan miedo a equivocarse porque (con miedo o no) se van a equivocar igual. Que sean osados/as e intrépidos/as (nadie se va a animar por ustedes). Que pregunten. Que se atrevan. Que sigan leyendo y, por sobre todas las cosas y más allá de lo que les digan, que confíen en lo que vayan a hacer.


¿Cambió el periodismo narrativo con la llegada de la IA? 


Creo que el periodismo narrativo tiene una gran cuota de trabajo artesanal (hacer las entrevistas, desgrabarlas, pensar la estructura de la crónica, etc.). Partes muy interesantes y otras, necesarias pero muy aburridas. Y si bien la IA permitiría acelerar esos procesos,  parte del trabajo es soportar ese tedio. Tengo alumnos que me dicen: “La desgrabación se puede hacer mucho más rápido”. Se podría. Y, sin embargo, cuando uno desgraba se aburre y piensa: piensa en cuál podría ser el mejor comienzo, cómo armar la estructura, qué final conviene usar. No siempre lo más cómodo o lo más rápido es lo más recomendable. 


¿Tres lecturas que te gustaría recomendar?


Vida y destino (Vasili Grossman), La grande (Juan José Saer) y Tinta Invisible (Javier Peña).


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