Fuego, Gaia, Gran aceleración
Extracto del libro Pequeño diccionario del Antropoceno, de Yuri Carvajal, médico, lector y caminante, que acaba de publicar en Saposcat junto al ensayo “Humos/ Humus”. Estas son tres entradas de las casi 60 de su léxico para pensar el momento en que vivimos.
Fuego
“Las naciones en desarrollo tienden a tener demasiado fuego de superficie del tipo equivocado y las naciones industrializadas, demasiado poco del tipo correcto”, escriben Stephen Pyne junto a su hija Lydia. Fuegos correctos, fuegos incorrectos, fuegos de superficie, fuegos no superficiales ¿Qué significa esta jerga? ¿Cuál es su utilidad inmediata? Es algo más que un simple juego de conceptos. Se trata de un consistente esfuerzo intelectual para comprender un problema al cual los lugares comunes ya no dan respuesta. El fuego es algo más que un enemigo, un peligro o un riesgo. El fuego es un desafío comprensivo, un cuestionamiento de nuestras estructuras conceptuales y categorías institucionales, incluso de nuestro modo civilizatorio, de nuestros valores y de nuestras relaciones. Comprender intelectualmente el fuego es imprescindible si queremos entender, por ejemplo, cómo es posible el drama incendiario que en los veranos arrasa cientos de miles de hectáreas en todas las regiones del mundo.
Lo que intentan señalar los Pyne es la condición urgentemente necesaria del fuego para nuestra vida. Si requerimos del fuego como del oxígeno mismo, es porque el fuego es un proceso biológico imprescindible para nuestra humanidad eréctil y deambulante, en un planeta peculiar en condiciones de ignición. Una de las cuestiones que más apremia, entonces, es el rol de los humanos monopolizando el fuego. Si el fuego es una propiedad compartida con otros animales de caminar erecto, como el Australopitecus, o dentro del mismo género Homo, lo cierto es que en las condiciones geológicas actuales y dada las características de los sapiens, la búsqueda de un fuego cerrado y oculto –al interior de los motores, de nuestros hornos– alimentados por combustibles fósiles, despliega necesariamente una contracara de los fuegos salvajes de superficie. Vivir en paz con el fuego está quizás mejor representado en los mitos americanos, que lo narran como una hermandad mínima entre pájaros, humanos y árboles.
Cuando rastreamos a otros pensadores del fuego encontramos muchas referencias antropológicas, químicas y mitológicas. Nos quedamos aquí con dos provenientes de Francia, Gastón Bachelard y Claude Lévi-Strauss. Este texto de Bachelard, escrito en 1938, está preñado de implicancias:
La interiorización del fuego no sólo exalta sus virtudes, sino que da lugar a las más palmarias contradicciones. Esta es, según nosotros, la mejor prueba de que se trata más bien de valores psicológicos que de pruebas objetivas. El hombre es, quizá, el primer objeto natural en el cual la naturaleza intenta contradecirse. Por otra parte, esta es la razón por la cual la actividad humana está cambiando la faz del planeta.
Sigamos a Lévi-Strauss, que rastrea mitos bororo, tupí y ge:
Todos estos subconjuntos [de mitos] poseen ciertos rasgos en común. Por principio de cuentas, hacen provenir el fuego de un animal, que lo ha cedido a los hombres o se lo ha dejado arrebatar por ellos: buitre en un caso, jaguar en otro. En segundo lugar, cada especie es definida por su régimen alimenticio: el jaguar es un depredador que consume carne cruda; el buitre, aficionado a la carroña, se alimenta de carne corrompida (…). Los mitos ge del origen del fuego, como los mitos tupí-guaraní acerca del mismo tema, operan mediante una doble oposición: entre crudo y cocido por una parte, entre fresco y corrompido por otra. El eje que une lo crudo y lo cocido es característico de la cultura; el que une lo crudo y lo podrido, de la naturaleza.
Gaia
“Hay una sola Gaia, pero Gaia no es una sola”. La frase muestra en la hipótesis Gaia, formulada a mediados de los setenta por James Lovelock y Lynn Margulis, una tensión. Huye del holismo y los sistemas y señala con toda claridad que Gaia no es esférica, ni autorregulada ni menos ha llegado a un clímax, stasis o equilibrio, ni mucho menos es un organismo vivo. Tal como lo vivimos día a día, la Tierra es un lugar en permanente desequilibrio y lleno de sacudidas cósmicas. Su movimiento va de atractor en atractor, de condiciones que dentro de ciertos límites pueden generar ciclos, pero que en grandes perturbaciones se tornan caóticos, hasta que logran entrar en otro momento de semi estabilidad.
En 1935, uno de los grandes de la ecología, Arthur Tansley, para poner en circulación la expresión ecosistema, desechó expresamente la noción de super organismo. Comprender a Gaia entonces no es asimilar un sistema homeostático, en que los sistemas de retroalimentación funcionan para no alejarse del equilibrio. Por el contrario, Gaia es bastante extremista y radical: pasa de condiciones de anaerobiosis a grandes oxigenaciones, de mundos reptilianos a predominancia de mamíferos placentados en virtud de unos genes transferidos por un virus. Pasamos de la tierra negra a la tierra azul, luego gris, roja y después blanca y finalmente verde. Ur, el supercontinente, se despedaza para luego volverse a reunir en Pangea, que a su vez vuelve a fragmentarse. La Antártida se desplaza de las zonas temperadas para ubicarse en el polo sur y el Sahara sucede al bosque mediterráneo norafricano. En ocasiones, el albedo del hielo planetario potencia el enfriamiento y en otras cede a las fuerzas del calentamiento, como ocurre hoy. Los ecosistemas son muchos, no uno, en la propuesta de Tansley. Para que Gaia pueda ser parte de un debate político, fuerza es reconocer su multiplicidad.
Gran aceleración
En el año 2004 el Programa International Bioesfera Geoesfera (IGBP) publicó el libro Global Change and the Earth System: A Planet Under Pressure, que condensa el trabajo del período 1999-2003. El libro contiene dos conjuntos de gráficos en serie de tiempo. Uno de ellos está compuesto por doce parámetros socio-económicos y otros doce del sistema Tierra. Las imágenes, profusamente citadas (visibles en globaia.org/anthropocene), muestran un cambio de pendiente de cada curva, que se vuelve más vertical, la mayoría de ellos situados en la década de 1950.
El historiador John McNeill ya había planteado que el siglo XX era el punto de giro de los efectos antrópicos sobre el planeta. Pero los gráficos no sólo confirmaban sus propuestas, sino que le daban una fecha bastante precisa. A ese momento y a ese fenómeno se le llama la gran aceleración y se le asocia con Will Steffen, el investigador que editó el libro del 2004 y coordinó el equipo de trabajo.
El nombre “gran aceleración” es una analogía de la expresión usada por Karl Polanyi en 1992 para designar las transformaciones europeas que dieron nacimiento al mundo moderno y que llevaron a la crisis de los años treinta. En 2015 el trabajo fue reactualizado, para separar países OCDE y no OCDE, como una forma de incluir las desigualdades en la gran aceleración y además una actualización de las cifras hasta el 2010 (Steffen et al. 2015). Aunque las pendientes muestran la impronta de la gran aceleración en forma global, los países no OCDE lo hacen más tardíamente, a menor velocidad y su contribución al consumo total es minoritaria pese a su mayor población.
La gran aceleración muestra la serie histórica de la extensión del modelo estadounidense al mundo: autos, ciudades de hormigón, consumo. Muestra su imposibilidad y la errada imitación de las elites dirigentes de los países periféricos.
Es posible que en Chile la gran aceleración sea asignable a las dos décadas de Pinochet, y que los gobiernos previos buscaran afanosamente una gran aceleración en la que fracasaron. Los años 50 vieron en Chile pasar a un predominio urbano y las cifras de educación y saneamiento básico se transformaron radicalmente. Sin embargo, los patrones de consumo masivos de electrodomésticos, automóviles, combustibles fósiles, fueron impuestos por la dictadura.
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Pequeño diccionario del Antropoceno
Yuri Carvajal
Editorial Saposcat