Juan Pablo Escobar: “El amor de mi padre me salvó de ser como él”
Si Pablo Escobar se buscó una vida legendaria, su hijo Juan Pablo no tuvo elección: nació condenado a una biografía excepcional. Creció rodeado de sicarios (“fueron mis niñeras”), lujos, armas, animales exóticos y montañas de billetes. Los enemigos de su padre trataron de matarlo y/o secuestrarlo al menos cinco veces. Tenía 16 años cuando Escobar fue acribillado y tuvo que arrancar de su escolta policial para viajar en secreto a Cali, donde los capos del cartel vencedor lo esperaban para matarlo, porque ir a entregarse era su única esperanza de sobrevivir. Convertido en un paria mundial que había resuelto morir sin descendencia, se cambió el nombre a Sebastián Marroquín –su identidad legal hasta hoy– para vivir de incógnito en Buenos Aires, donde estudió Diseño Industrial e inició una carrera laboral ganando lo mismo que a sus 15 años se gastaba en dos propinas. Un día decidió enfrentar a la sociedad y desde entonces se dedica a crear conciencia sobre los pecados de su padre, a quien ama sin reservas y define como “el mejor papá del mundo”. De todas esas contradicciones habla en esta entrevista (publicada en 2017 en el semanario The Clinic) a propósito de Pablo Escobar in fraganti, su segundo libro. Además, explica por qué su papá “se dejó matar” y critica a la serie Narcos: “Netflix ha creado un desastre”.
¿Te llamo Sebastián, como firmas los correos, o Juan Pablo como firmas el libro?
–Me es indiferente, se trata de la misma persona. Muchos se toman el cambio de nombre como algo muy personal, cuando en realidad para los que nacimos en la mafia cambiarse de nombre es como cambiarse de ropa. En este caso, hubo que hacerlo por la discriminación que sufríamos como familia y para poder escapar de Colombia, porque ya las aerolíneas no nos vendían pasajes y ningún país aceptaba recibirnos. No fue una renuncia al parentesco.
Para ti no es un estigma llevar el apellido Escobar...
–Lo fue en el pasado, sí. Pero si antes la gente se moría de miedo, ahora te piden una selfie. Así ha cambiado la historia. De donde antes me expulsaban por ese apellido, ahora me invitan a dar conferencias. Es una cosa muy loca, muy influida por las series de televisión pero también por el hecho de que yo me he atrevido a contar mi historia. Eso nos ha permitido, como familia, acercarnos a la sociedad desde lo que somos, no desde el mito. Pero claro, esto recién ha sido posible a 23 años de la muerte de mi padre. No pasó de un día para otro.
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Juan Pablo Escobar tenía cinco o seis años el día que su padre lo invitó a ver cómo un “gringo loco” aterrizaba sobre la pista de la hacienda Nápoles, la mítica fortaleza del capo en el valle del río Magdalena que llegó a tener 1700 empleados y en cuyas dos mil hectáreas había espacio para todos los excesos imaginables. Hasta para un zoológico de animales salvajes ingresados al país de contrabando, con dinosaurios esculpidos a escala real mucho antes de que Spielberg imaginara un parque jurásico. Fue en Nápoles –bautizada así en homenaje a Al Capone– donde Grégory, como lo llamaba su padre, pasó buena parte de su infancia, jugando Nintendo con sus guardaespaldas y sin amigos de su edad. A los cuatro años tuvo su primera moto. A los ocho, Pablo Escobar le mostró todas las drogas disponibles en el mercado –coca, LSD, crack, unas diez en total– y le dijo: “Cuando tengas deseo de probar alguna, prefiero que la probemos juntos. Porque valiente es aquel que nunca la prueba”.
De un momento a otro, padre e hijo vieron precipitarse a un enorme Douglas DC-3, avión para el cual los 900 metros que tenía esa pista no son una alternativa de aterrizaje. Cuando la nave ya derrapaba en tierra con los frenos al rojo vivo, en plena carrera hacia el abismo que lo esperaba al final, Juan Pablo asumió que sería testigo de una tragedia. Justo a tiempo, sin embargo, el piloto giró sobre su rueda trasera para hacer un espectacular trompo y perderse en la polvareda que levantó la maniobra. El gordo que se bajó sonriendo de ese avión era Barry Seal, un ex piloto comercial que fue agente encubierto de la CIA en operaciones aéreas ilegales, luego estuvo preso en Honduras por narcotráfico y ahora trabajaba para Escobar volando aviones repletos de cocaína a Estados Unidos. Ese día, el Douglas DC-3 también venía cargado al tope, pero de animales para el zoológico de la hacienda, incluida una pareja de rinocerontes.
El problema fue que Barry Seal también se puso a trabajar para la DEA –la agencia antidrogas norteamericana– y en 1984 fotografió a Escobar en Nicaragua cargando 600 kilos de coca en su aeronave. Las fotos se publicaron en Estados Unidos y la suerte de Barry Seal quedó sellada. Él mismo debió saberlo, pues alcanzó a redactar su epitafio: “Un aventurero rebelde de la talla de los que en días anteriores hicieron grande a América”. En febrero de 1986, mientras estacionaba su Cadillac blanco en Luisiana, tres sicarios de Escobar lo abatieron a tiros.
La historia viene al caso porque en el primer capítulo de Pablo Escobar in fraganti (Planeta) Juan Pablo Escobar se entrevista con Aaron Seal. Ambos tenían nueve años cuando el papá de uno hizo matar al papá del otro y la conversación que sostienen, de emotiva complicidad, nos introduce en un drama poco conocido: el de los hijos de capos mafiosos, nacidos para cargar en silencio con una herencia tortuosa.
Desde que rompió ese silencio, Juan Pablo recibe cartas de hijos de mafiosos de Italia, India, Grecia, México, Turquía y otros tantos países. En este libro cuenta que en Varsovia, tras presentar su documental Pecados de mi padre, se le acercó “un joven que no paraba de llorar y me dijo al oído que era hijo del jefe de algún cartel polaco y que se debatía entre el amor y el rechazo a su padre; le compartí que a mi juicio nosotros los hijos no venimos al mundo con la misión de ser jueces de nuestros padres [...] y que si él recibía amor genuino de su padre, era menester que se lo correspondiera”. El estreno de ese documental, en 2009, le permitió regresar por primera vez a Colombia, viaje que aprovechó para visitar la tumba de Pablo Escobar “y poder decirle entre lágrimas que lo amaba antes de darle el último adiós. Necesitaba llorar a mi padre, para desprenderme definitivamente de su legado del mal”.
En Pablo Escobar in fraganti también se entrevista con el hijo de Miguel Rodríguez Orejuela, jefe del cartel de Cali y contra quien su padre libró aquella guerra descomunal que se inició, cómo no, por un lío de faldas. Pero el momento más tenso del libro es su encuentro con Ramón Isaza, el temerario jefe paramilitar que enfrentó a Escobar en su propio territorio, con resultados fatales para ambos bandos. “La verdad, fue un riesgo que corrí”, asegura Juan Pablo, con un don de autoridad que no ha perdido, vía Skype desde su casa en Buenos Aires. “Cuando vas a ver a ese tipo de personas no sabes cómo puedes salir de la reunión: si en una bolsa y en pedacitos o tranquilo y contento”.
¿Todavía ese riesgo existía?
–Por lo menos el miedo, sí. Porque hubo mucha violencia entre las familias, y los hijos fuimos heredando esos odios y esas guerras. Por suerte, no nos lo tomamos tan personal como nuestros padres, pero entre la valentía y la estupidez la línea es demasiado delgada. Y cuando llegas a ver a un hombre como Ramón Isaza, sabiendo que mi padre le mató un hijo, que le hizo montones de atentados, no sabes cómo puede reaccionar. Es un hombre que ya pagó una pena, confesó sus crímenes y tiene otra actitud frente a la vida. Pero uno que ya es padre sabe lo difícil que es no reaccionar ante el dolor de un hijo. Entonces, cuando me empieza a contar cómo quedó su hijo después de que mi padre lo mandó a matar, y a describirme cuántos atentados le hizo... ya era tarde para arrepentirme, pero se la piensa uno, “¿debí venir aquí?”. Porque en Colombia siempre hemos tenido la triste cultura de que esto hay que resolverlo a los tiros. Pero yo había hecho una apuesta fuerte por el diálogo y creo que al final triunfó eso, ¿no? Triunfó la intención de contar estas historias. Yo pensé que este segundo libro, para saber quién fue Pablo Escobar en su completa dimensión, tenía que darles la voz a quienes más lo odiaron, a quienes más dinero invirtieron para que muriera, y que jamás habían dicho una sola palabra sobre él. La única vez que han hablado es ahora, con y a través de su propio hijo.
¿Te pareció que todos ellos podían evitar sentir rabia hacia ti?
–El cien por ciento. No tengo hasta ahora ni una sola historia que lamentar, o decir “hombre, qué pena, no se pudo hacer la paz con tal persona”. Nadie me insultó, ni me maltrató, ni me amenazó. Y creo que eso también refleja el hartazgo con la violencia que vivimos en el pasado.
Y desde el amor de hijo, ¿a ti tampoco te queda rabia hacia quienes se preocuparon de liquidar a tu papá?
–Hermano, no. ¿Sabes por qué? Porque yo también viví la traición de la familia: ver cómo tus familiares traicionaron a tu propio padre, el hombre que en vida les dio todo, bien o mal habido, pero se los dio todo. Entonces, cuando tú caes en la cuenta de que los peores enemigos, los más sanguinarios, terminaron mostrando más caballerosidad y más respeto hacia la familia, al final te sentís más cercano –mira qué paradoja– a los enemigos. Y con mucha más confianza. O sea, yo le recibo más fácil un vaso de agua al hijo de Rodríguez Orejuela que a mi tío Roberto. Mejor dicho, el de mi tío Roberto ni lo toco.
Cuentas que en tus conferencias, incluso en los países más lejanos, al final siempre se acercan víctimas de tu padre a hablar contigo, gente que perdió familiares. Debe ser una experiencia fuerte.
–No hay forma de prepararse para hablar con una víctima, eso te lo garantizo. Y cuando estás delante de mil personas, y de repente una se pone de pie y te empieza a decir el daño que sufrió por tu padre... son momentos difíciles. Pero creo que, cuando me han escuchado, al final me reconocen como individuo. Entienden la diferencia entre ser un victimario y ser el hijo de alguien que lo fue. Y aunque tengan dentro de sí un legítimo odio hacia todo lo que tenga que ver con Pablo Escobar, valoran que yo esté utilizando su historia –que es también la de todo un país– para mostrarles a los jóvenes que ese no es el camino.
Pero a la vez, tú reclamas tu derecho a querer a Pablo Escobar como hijo y dices que fue el mejor papá del mundo. Eso podría generar rechazo, pero no te abstienes de decirlo.
–No me abstengo por varias razones. Primero, porque es cierto. Yo lo viví así, así lo sentí. A mi padre como ser humano hay que dividirlo en varias etapas. Pablo Escobar no fue terrorista, secuestrador, asesino y bandido toda su vida. Y realmente él cumplió su papel de padre a cabalidad. Creo que los resultados están a la vista, ¿no? Yo podría ser un bandido diez veces peor que él. Pero me educaron, tanto él como mi madre, en una familia llena de amor y con los valores humanos necesarios para que yo, muy a pesar del mal ejemplo que mi padre me daba, no me convirtiera en ese 2.0 que todo el mundo estaba esperando, y que hasta casi yo me la creo... Yo me crié entre bandidos, nací y viví hasta los 16 años en ese mundo lleno de armas, de dinero, de tantos excesos. Y son tus años más vulnerables, si te entrenan para talibán te conviertes en un talibán. Hermano, pude haber sido el peor. Pero el amor de mi padre me salvó de ser como él. La gran diferencia entre los peores bandidos de Colombia, que fueron todos mis niñeras, y yo, es la ausencia de amor que hubo en sus familias, la gran violencia en la que crecieron. En todo sentido, porque violencia también es aguantar hambre. Súmale a eso las golpizas de sus padres a ellos, a sus hermanas, a sus mamás... Chicos que crecieron pensando que todo se resolvía a los golpes. Y los agarra mi papá, les ofrece un montón de dinero, los trata como un padre y ellos se hacen matar por él. Te cuento todo esto porque era lo que me decían a mí los bandidos con los que me crié: que lo mejor que habían aprendido de mi papá era la forma como vieron que él me crió a mí. Eso les dio el ejemplo para criar así a sus propios hijos, y fíjate que ninguno de ellos se convirtió en bandido.
¿De dónde crees que salió la inmisericordia que terminó mostrando tu papá?
–Mi padre, por la gran cantidad de historias que sé sobre él y que él mismo me contaba en vida, era un hombre extremadamente rencoroso. No olvidaba fácilmente y el que se la hacía se la tenía que pagar, con intereses. Hay varios casos que reflejan ese rencor.
En tus libros cuentas algunos terribles. ¿Recuerdas otro, pero relacionado con su niñez?
–Sí. Él me contaba que tenía que agradecer que iba al colegio en mi propio automóvil con mis guardaespaldas, porque a él le tocaba caminar dos horas y media todos los días. Y le tocaba caminar por pantanos, así que llegaba empantanado y así recibía la clase. Pero resulta que un vecino suyo iba a la misma escuela y esa familia tenía vehículo, pero nunca lo llevaron, le pasaban por el lado todos los días. Mi padre creció, tuvo el poder y el dinero, designó a un grupo de bandidos y les dijo: “Van a ir donde esa familia y cualquier vehículo que tengan, se lo queman. Si el seguro les da otro nuevo, van y se lo queman. Si les compran otro, vuelven y se lo queman. No maten a nadie, sólo les queman los vehículos, que quiero que caminen lo que yo caminé cuando era niño y no me quisieron llevar”. Ahí te das cuenta del nivel de rencor. Ni siquiera las de pequeño las olvidó.
Y eso mismo fue lo que lo hundió.
–Cuando ingresó a la política, que fue su gran error.
¿Por qué?
–Porque esa era una mafia mucho más organizada que la suya, como lo prueba el hecho de que no hace muchos años, con mi padre ya muerto, Colombia tuvo a la mitad de los congresistas presos por sus nexos con el narcotráfico, el paramilitarismo, la guerrilla y tal. Pero él creyó que podía llegar a presidente si quería, y se sintió muy humillado por Luis Carlos Galán [candidato presidencial asesinado por orden de Escobar en 1989] cuando empezó a oler feo entre los políticos y lo expulsaron del movimiento.
¿Alguna vez viste que alguien cercano lo cuestionara por esa violencia indiscriminada? ¿O eso nunca pasó?
–Eso pasó conmigo y con mi madre, éramos los únicos que le decíamos eso. De resto él tenía un séquito de aduladores que le aplaudían todo lo que hacía. Los bandidos a toda hora le hacían creer que estaba haciendo muy bien las cosas, y obviamente hacer bien las cosas era meter más violencia, y más plata para los bandidos que cobraban por esa violencia.
EL DESASTRE DE NETFLIX
A medida que se entrevista con quienes conocieron a su padre, el propio Juan Pablo se sorprende de descubrir que “sus alcances como delincuente no tenían límite alguno”. El hombre que en su juventud había dicho “si a los 30 no he conseguido un millón de pesos, me suicido”, y que se inició en el delito vendiendo lápidas que robaba en los cementerios cercanos a Medellín, llegó a tener coimeada a la policía antidrogas del aeropuerto de Miami. El “Quijada”, su recaudador en Estados Unidos, recuerda que en los años de gloria compró hasta 50 autos para no ser reconocido y 17 casas en Miami, Nueva York y Los Ángeles –a todas las cuales se les construía una caleta subterránea con ascensor– sólo para almacenar los billetes. “En una sola casa llegué a tener 25 millones de dólares en un fin de semana. Yo llamaba al Patrón y le decía ‘¿qué voy a hacer?’”, cuenta el “Quijada”, que hoy no tiene casa propia y a veces se mueve a pie porque no le alcanza para la micro. “No conozco narco jubilado ni viviendo en paz. Están todos muertos o presos”, escribe Juan Pablo, partidario de legalizar las drogas para acabar con el negocio y con la violencia que genera prohibirlas.
En el libro te quejas con impotencia de las series de TV que han mostrado a tu papá como un superhéroe atractivo, antisistémico.
–Han barrido con todo lo que yo intenté construir, para aprender las lecciones que nos quedaron de esas historias y no repetirlas. Obviamente, yo debo decir “gracias Netflix, me has ayudado a vender un montón de libros”, pero no puedo comparar la cantidad de gente que ha visto “Narcos” con la que ha leído mis libros. Por desgracia, la historia que cuentan ellos es muy rentable. De alguna manera muy extraña, la gente se vuelve adicta al personaje de mi padre, por morbo, por la atracción del poder y la violencia, no sé… Aunque lo odien, ahí están pegados al televisor. Y ya todos los medios captaron que ensalzando su actividad criminal, agregándole glamour, generan mucho más público. Yo vendería el triple si mi libro se llamara “Viva Pablo Escobar”.
Acá también se generó una cierta idolatría cuando dieron “El patrón del mal” en la tele.
–El impacto de esa serie en la sociedad chilena fue tremendo. Lo tomaron por un héroe tragicómico y hasta la publicidad lo usaba para vender productos. Yo he ido a Chile para hablar de todo lo contrario, pero con eso no tengo tanto éxito, al menos no en tu país. En España, por ejemplo, mis dos libros han llegado a ocupar los dos primeros lugares de ventas. En México pasa algo similar, en Brasil también, en Italia, en Lituania, en Noruega, en Turquía, en Serbia… Es evidente que las narcoseries han generado un boom increíble. Yo miro las estadísticas en el mapa de Google y es increíble cómo lo buscan en todas partes, millones de personas cada semana. Así que gracias, Netflix, porque tendremos más trabajo por hacer gracias al desastre que ellos han creado, malcontando la historia.
Tú trataste de ayudar a Netflix pero no te pescaron.
–Seis meses antes de que comenzaran a filmar, me acerqué y les dije: “Les ofrezco lo que quieran. ¿Quieren ver todas las cartas? Se las muestro. ¿Quieren ver las fotos? Son todas suyas. ¿Quieren ver los videos caseros, los testimonios, los libros? Lo que quieran. Ya que van a contar la historia, pues hagámosla bien”. Me dijeron que ellos sabían más de Pablo Escobar que su familia.
Es increíble la lista de países desde los cuales te ha escrito gente para que la ayudes a ser como tu papá: Kenia, Marruecos, Filipinas, Rusia, Afganistán, Irán, Palestina, muchos de América Latina…
–No, una locura. Cada día me mandan sus fotos con mi padre tatuado, con mensajes imitando su voz, diciendo “plata o plomo”, o disfrazados con el bigote diciendo “quiero ser narco”. Un hombre pobre de África, que no sé ni cómo accede a Internet, me escribe diciéndome que mi padre era el más bravo y que por favor lo ayude a entrar a ese mundo. Algunos ya son narcos y me dicen que no pueden creer que están hablando conmigo, que su sueño es llegar a ser como él... Yo los trato de orientar para mi lado, “no, hermano, así no funciona, ni te creas que esto te va a traer la felicidad”. Pero no lo entienden, no lo entienden... Y me sorprende mucho más cuando me escriben de lugares como Australia, donde los muchachos tienen seguro, si no trabajan el gobierno les paga, nunca estás perdido. Incluso en esas culturas, la serie ha creado jóvenes dispuestos a ser como Pablo Escobar.
Tu principal reclamo es que la serie no muestra que el dinero del narco está maldito. Ustedes siempre se esconden en mansiones y la realidad es que muchas veces durmieron en pisos de tierra, a veces sin agua ni luz.
–Mientras más dinero teníamos, más libertad perdíamos. Pero si te están contando la historia al revés, pues al revés vas a aprender las lecciones. Ellos se excusan en que la historia está ficcionada, pero al momento de vendérsela al mundo es “la verdadera historia”. Al enfrentar un reclamo, “no, es que es una ficción”.
En este libro reconstruyes los últimos días de tu papá. Lo muestras angustiado, sin salida, y dices que prácticamente se dejó matar para salvarlos a ustedes.
–Prácticamente no: literalmente. Porque ya no había otra salida para él ni para nosotros. Él entendió esto cuando llegamos escapando a Alemania [con su madre y su hermana] y nos obligaron a regresar en el mismo avión a Colombia, aun sabiendo que allá nos esperaba una muerte segura. Ni siquiera nos dejaron tomar un avión a otro destino. Eso nos demuestra cuán comprometida está ya nuestra vida y que mi padre ya no puede salir airoso de la pelea en la que está metido. Entonces él decide aparecer, y comete a propósito el error que nunca había cometido en su vida: utilizar el teléfono.
Cuentas que tú mismo le colgabas el teléfono cuando los llamaba.
–Están las grabaciones, hermano, yo ni siquiera lo tengo que contar. Ahí están las grabaciones donde yo le cuelgo el teléfono reiteradas veces, no una ni dos. ¿Por qué lo hago? Porque él mismo me había entrenado diciéndome “el teléfono es la muerte”. Me decía “todas las personas que yo capturé o que maté, lo hice por el teléfono”. Entonces, ¿un hombre que duró veinte años en el poder va a venir a ahogarse en la orilla, pudiendo poner al Limón a que llamara para hacer las mismas preguntas, o a la otra señora que estaba con él? ¿Lo iba a hacer él y desde su misma guarida? Ese no era Pablo Escobar. Tomó la decisión: “Hasta aquí llegué y la manera de que me maten es llamando a la familia. Aprovecho de despedirme y aquí vendrán por mí, aquí me bato en duelo con ellos”. Y fue lo que hizo.
“USTED YA MURIÓ”
Muerto Pablo Escobar, para su esposa e hijos comenzó otro infierno, narrado vertiginosamente en Pablo Escobar mi padre, el primer libro de Juan Pablo (y por el cual recomendamos partir). Convertidos en botín de guerra, despojados por los tíos paternos y por casi todos los cercanos al difunto (“sobran dedos en una mano para contar a los amigos que no se aprovecharon”), apenas les quedó dinero para enfrentar la avalancha de sicarios que exigían una indemnización por los servicios prestados. Y faltaba lo más duro. Victoria Henao, viuda de Escobar, debió realizar dos viajes clandestinos a Cali para negociar la paz con la mafia vencedora en reuniones al estilo de El padrino, con unos 30 jefes, cada uno de los cuales detallaba qué le hizo Pablo Escobar y cuánto pedía a cambio. Para complacerlos, Victoria tenía poco más que su colección de arte, que había contado con obras de Dalí, Guayasamín, Claudio Bravo y Botero (una estatua de Botero, de hecho, los salvó a ella y a sus dos hijos de morir aplastados cuando el mismo cartel de Cali hizo explotar un coche bomba en el edificio que habitaban en Medellín, en 1988). Finalmente, Victoria logró un acuerdo con los narcos de Cali para salvar su vida y la de su pequeña hija Manuela. Pero pese a todos sus ruegos, “a su hijo”, le dijeron las dos veces, “se lo vamos a matar”.
Con 16 años tuviste que eludir la protección policial del Estado para ir a hablar con la mafia que mató a tu papá y que te iba a matar a ti… Suena muy loco.
–Pues sí. Y lo más loco era que ese Estado que me cuidaba también estaba esperando la orden del cartel de Cali para asesinarme. A mí me tenían bajo custodia para eso, no para cuidarme. Así que me fui de una jaula de lobos que me querían comer para meterme en otra, literalmente.
Lo más loco, me pareció a mí, fue que en Cali los jefes te recibieran acompañados por tu propia familia Escobar –abuela, tíos, primos–, que se había aliado con ellos para quedarse con los bienes que les quedaban a ustedes.
–Claro, la que amaestraba a los lobos era mi familia. Mira, yo no me equivoco cuando digo que en mi familia paterna el buena gente era mi padre, ahí no me equivoco. Y si el buena gente era mi papá, te imaginarás qué sería el resto. Pero sí, llegar ahí fue una locura y una decisión muy difícil de tomar. A mí me amenazaron para que fuera, me dijeron que tenía que ir a besar el anillo de todos los jefes nuevos y que igual me iban a matar, pero iba o me llevaban, no era que tenía opción. Lo que ocurre es que tu instinto de supervivencia no te permite tomar esas decisiones tan fácilmente, así que primero me negué.
¿Cómo fue, entonces?
–Pasó que yo visité a una persona en la cárcel para ese efecto. Y cuando ya me echó de la celda, porque me insultó y me amenazó de mil maneras, otro tipo al que yo jamás había conocido se me acercó y me dijo “mire, venga, hablemos”. Y me habló muy diferente, ya sin insultos, sin amenazas. Me dijo unas palabras que si bien decían lo mismo que había escuchado en la celda, llegaban de otra manera a mi conciencia: “Mire, muchacho, usted tiene que ir a esa reunión donde lo van a matar, porque es la única posibilidad que tiene de salir con vida. Si no lo hace usted, ellos lo van a ir a matar igual. Usted ya está muerto, no tiene nada que hacer, ¿me entiende? Usted ya murió”. Cuando me la pintó de esa manera, yo dije “tiene éste razón, vamos a hablar ya con esta gente, si me han de matar que lo hagan rápido. Y si no, pues me salvo”. Y aquí estamos… Me la jugué toda, hermano.
El problema, para ellos, era que tú tarde o temprano ibas a querer vengar a tu padre. Por eso te perdonaron a cambio de dejarte sin plata y que te fueras del país.
–Claro, porque culturalmente en Colombia siempre ha sido así. El hijo tiene que llevar adelante la venganza, salir a matar a todo el mundo que tuvo que ver con la muerte del padre. Pero en este caso la historia la escribimos al revés, hermano: en vez de salir a matarlos a todos, salí a hablar con todos, a hacer la paz con todos, y con todos me llevo bien. No hay rencor, y tampoco me vendí. Nunca tuve que vender a mi padre y nunca lo haría, lo defendería también con mi vida. Pero creo que también valoran y respetan eso, porque en el resto de la familia todos estuvieron dispuestos a venderlo y entregarlo.
En todo caso, cuando matan a Pablo Escobar tu primera reacción fue prometer venganza por los medios. ¿La decisión de no vengarte la tomaste antes de ir a hablar a Cali o después?
–No, yo me retracté de la amenaza diez minutos después de que la hice. Además, esta fue una periodista que me llamó y nunca me informó que me estaba grabando, siendo que en Colombia no puedes grabar a un menor de edad sin el consentimiento de sus padres y del menor. Eso no me exculpa de mis dichos, pero muestra la mala intención de esta señora. Esos cinco segundos de amenazas me han hecho mucho daño, me han hecho pagar un exilio muy largo que todavía sigo pagando. Pero yo me demoré diez minutos en llamar a los medios y decir “me equivoqué, reaccioné en caliente como lo haría cualquiera”. Lo que pasa es si vos dices “los voy a matar a todos” no es lo mismo a que lo diga el hijo de Pablo Escobar. A mí me podían tomar un poquito más en serio, y eso es lo que no calculé.
Después vino tu reinserción en el mundo legal, en Argentina, y llega a dar pena la torpeza de tu familia para moverse en ese mundo. En la mafia se las sabían todas y ahora hasta el contador más ordinario se daba el lujo de estafarlos.
–Éramos experimentados marineros de altamar y nos ahogamos en un estanque. Pero eso fue algo bonito, lo tomamos para bien. Ante semejantes experiencias, o te pones a llorar y te suicidas o sales fortalecido, y a nosotros nos ayudó a agachar la cabeza, a entender la vida como es y no como el poder de mi padre nos había hecho creer que era. Nos permitió reinventarnos en todos los sentidos. Ya soplan otros vientos.
Le dedicas este último libro a tu hijo, después de que habías decidido no traer al mundo nietos de Pablo Escobar. Y se te lee muy orgulloso de ser alguien respetable para el mundo de la ley, de haber llegado a hablar en la ONU.
–Bueno, sí. Y aunque no las publico, tengo muchas fotos con policías. Vos ves una foto de esas y dirías “lo tienen detenido”, pero me las piden ellos, porque valoran la actitud que elegí tomar frente a la vida. Y así con todo tipo de autoridades: policías, militares, políticos… No me pasa esto en Colombia, ojo, me pasa en todas partes del mundo menos en Colombia. Pero en general son muy positivos los comentarios, hasta de los bandidos que se acercan.
¿En tus conferencias?
–Sí. En todas mis conferencias se acercan mil personas para una foto, y cada uno mientras se toma la foto te cuenta su historia: “que yo hacía esto”, “que mi papá es alcohólico”. Y no falta el bandido que aparece ahí, a saludar o a buscar su foto. Y a pesar de dedicarse a lo que se dedicaba mi padre, entienden el mensaje y agradecen que uno se atreva a compartirlo.
¿Qué te pareció el triunfo del No en el plebiscito para firmar la paz con las FARC?
–La verdad, es una locura ver cómo 50 mil colombianos decidieron que era mejor seguir matándonos por los próximos 50 años. Y mira la paradoja: los que más violencia sufrimos, incluyendo a las víctimas más sufridas, en general somos los más dispuestos a hablar del diálogo y de la reconciliación. Los que la sufrieron desde el escritorio son los que quieren que nos sigamos matando.
Dicen que no se puede hacer concesiones.
–Para tener paz hay que negociarla, y negociar implica ceder, nos guste o no. Si no, no hay paz. Y si no hay paz, hay exterminio, así de simple. Y ojo, las FARC no son el único actor de este conflicto. Hay otros grupos con los que también hay que hacer la paz, para que verdaderamente la conozcamos por primera vez.