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La cadencia de la embriaguez

Sin el dragón nocturno

Ideas de libertad están atadas a la bebida.

Nuestro ideal de vida contiene una taberna

Donde un hombre puede sentarse y hablar o sólo pensar

Sin ningún miedo al dragón nocturno.

O bien otra taberna donde no aparecen

Letreros de No se Fía no de No hay crédito

Y, dejando aparte las ilimitadas cervezas,

Nos sentamos tranquilamente borrachos y locos a editar

Panfletos de un país realmente mejor donde un hombre

Puede beber un vino más delicado, ah!, no destilado

Que intoxica suavemente sin dolor,

Tejiendo la visión de una taberna inasimilable

Donde siempre podemos beber sin pagar

Con la puerta abierta, y el viento soplando.

 Malcolm Lowry 

 

En el texto que sigue, quiero reflexionar/pensar/revivir la embriaguez, en tanto estado vital y recreación del mismo. Y sobre las consecuencias de ciertas formas de vida que llevan al goce de la embriaguez, al estado autodestructivo de la adicción, en tanto formas de representación icónicas (cine) como también textuales (novelas, poemas) y sus cruces o entrecruces.


La embriaguez es sin duda (en el espíritu, en la mente, en el cuerpo) una cadencia a veces fulgurante y sublime, a veces brutal y disruptiva: ritmo o repetición de determinados fenómenos, como sonidos o movimientos, que se suceden con cierta regularidad, tanto en la mente como en las tripas y el hígado, que es un órgano deliberante en estos casos. Número de casos o de apariciones como vaivenes, como el penetrar de una ola en otra, en el mar, en la hora de la pleamar, donde uno de baña despojado, poco a poco, de la conciencia y arropado por la húmeda liquidez del jugo de la vid y otros brebajes embriagadores.

 

EMBRIAGUEZ

Un breve y bello texto de Jean-Luc Nancy, titulado Embriaguez, para definir, o mejor dicho, acercarnos a la “experiencia de la embriaguez”, parte con un epígrafe del conocido texto de Baudelaire: “Hay que estar siempre ebrio. Todo reside en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga del Tiempo que nos parte los hombros y nos curva hacia la tierra, tienen que embriagarse sin tregua. ¿Pero de qué? De vino, poesía o virtud, como prefieran. Pero embriáguense”.

 

¿QUÉ ES ESTAR EBRIO?

Así habla Baudelaire, lo sabemos demasiado bien. Finalmente, ¿por qué ese mandamiento como exergo de la modernidad? ¿Por qué hace falta un imperativo de embriaguez, sino porque a la belleza y a la virtud, se la adivina perdida, olvidada, agotada en dicha o esta modernidad…? Y porque “la carga del tiempo” se siente como tal, mientras que el tiempo podría ser la cadencia de la embriaguez, el ritmo de los impulsos y las torpezas de los goces, las locuras y los reposos que le dan su atractivo al retorno de las embriagueces como dicha dionisíaca o como esa ratio que supuestamente nos hace mejores, en tanto que pensamos, en tanto que deseamos no lo supremo, el goce de ese Dios migrante, como lo llama Marcele Detienne en Dionisio a cielo abierto, sino lo razonable, pasión versus razón?;  “Dioniso, dice Detienne, es epidémico en el sentido pleno de sus entradas –más terribles que felices-, pues son más bien historias llenas de ruido y furor que se cuentan un poco por todas partes cuando Dioniso llega”. Porque Dioniso es el Dios un tanto apócrifo, que puede ser un “embutido de ángel y de bestia”, como diría Nicanor Parra, por su dudosa descendencia o prosapia, y por eso no es de aquí ni de allá, migra, aparece cuándo nadie lo espera, y nos envuelve con su manto de fiesta y desgracia que nos hace zozobrar por no tener un locus determinado, sino debido a su origen entre aristócrata y, a la vez, dudosa, como un desterrado desde una terra incógnita y siempre marginal. De ahí su ser un Dios enmascarado y sin lugar determinado.   

“Dieciséis siglos atrás antes de Baudelaire, Li Bai escribía en su Canción del reino de Wei:

 

¿Cómo ahuyentar la pena que nos oprime?

El vino, sólo el vino tiene ese poder.

 

Continúa su reflexión Nancy:

“Ante el anuncio de un discurso sobre la embriaguez, podemos esperar ver surgir o bien un análisis paciente de las características propias de este estado y sus significaciones (el entusiasmo, lo dionisíaco, la fiesta, etc., o bien una exaltación fogosa del exceso, del extravío, el arrebato). Un discurso sobrio o un discurso ebrio, es lo que se aguarda, con temor o esperanza. Un movimiento hacia la sobriedad o hacia la embriaguez. No estamos lejos de pensar: razón o pasión, filosofía o poesía”.


Lo único definitivo en el texto de Nancy es que “para embriagarse hay que beber”. Y ¿qué es beber entonces? Qué es beber en los relatos, en las novelas, pero sobre todo en el cine, en las imágenes aquellas, en las películas, en la representación icónica, en esa tesitura del celuloide, y además, en lo que hay de experiencia vital si la hay, en cada rollo de experiencia y vodka y vino y angustia y su fatalidad: ver la cadencia de la embriaguez en  cada toma, cada recuadro, cada gesto, cada secuencia, cada experiencia transpuesta en la ilusión de movimiento, cuadro a cuadro. Si beber es esa paradoja que no se encuentra ni se busca, que no se aprueba ni establece –la verdad del vino y los niños- sino que está dada, enteramente dada antes de toda donación, “y porque mana de su fuente, de la botella, en una corriente que nada debe sino a la garganta que la acoge. Poesía o virtud, imagen o música, pensamiento, emoción: beber significa absorber, devenir esponja.” Un pensamiento, un deseo, una página. Un grano de helada Embriaga. La cabeza me da vueltas, me tambaleo, doy vueltas, de doy vuelta, estoy ebrio de mí, en toda mi extensión y también estoy ebrio de ti, de todo. Nosotros mismos separados de todo, fuera del mundo y de nosotros mismos, expansivos, corazón y pensamiento derramados, disueltos, absolutamente transcurridos. Entonces, nos absolvemos –ego te absolvo- pensando, escribiendo, recitando, por ficciones y veridicciones, nuestro goce, nuestro extravío –porque nos extraviamos y somos felices-, y para terminar vuelta a la literatura, a la poesía a las representaciones.


Elijo para este texto – estas representaciones de la embriaguez- dos filmes –entre muchos- los que me son más queridos, por embriagantes en el sentido de Baudelaire, que Nancy recoge y hace suyo, porque al verlos en la oscuridad de una sala de cine perdida, como si fuera un bar al fondo de una calle o al borde de un barranco, “El Farolito” o el “Cecil Bar” de Concepción, me embriagué con las imágenes de poesía y de virtud, como si fuera de vino o de otro brebaje surgido ya sea de la vid, las papas o los cactus e donde se extrae el sumo del milagroso mezcalito del Cónsul de Bajo el volcán. El brillo de la proyectora y la ilusión de movimiento –ese vaivén de la cadencia entre la oscuridad y la luz me embriagaron de poesía y de virtud, casi solitario en un cine invernal de un lugar indeterminado del Mundo, porque esa cadencia de la embriaguez borra los entornos del espacio y del tiempo, nos suspende en su beatitud claroscura, tal como el líquido cálido que se va, lento, por tu torrente sanguíneo, haciéndote otro hasta la próxima copa: otro y otro más, como ese lema irlandés que dice que un hombre cuando bebe un whisky, es otro hombre y ese otro hombre quiere un whisky.

 

BAJO EL VOLCÁN [LOWRY/HUSTON]


-Mezcal- dijo el Cónsul

Si hay una novela sobre (o desde) la ebriedad y, por lo tanto, sobre la adicción, Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, lleva un lugar de privilegio. Lo que su protagonista/narrador, el cónsul Geoffrey Firmin o el mismo Lowry tratan de expresares una entelequia, un relato sobre la ¿nada? o un cuento siniestro sobre la embriaguez y su centro fatal: el alcohol versus el amor en una discursividad -e imágenes- que emulan el delirium tremens (el delirio o sueño vívido supremo) en su más central y logrado episodio. El día de los muertos, el cónsul, en la película homónima de John Huston, personificado por un magnífico Albert Finney, deambula por las cantinas de Cuauhnáhuac bajo los dos fatídicos volcanes, el Popocatépetl y el Iztaccíhualtl. Metáforas, metonimias, anáforas y alegorías del amor y la muerte, de la seducción del alcohol como ebriedad y embriaguez del deseo y su imposibilidad. La novela narra esa disrupción que media entre el alcohol y el amor, entre el amor y la embriaguez, entre la ebriedad de la vida y la ebriedad de la muerte. Y vemos, como en un sueño –en un delirium cinemático logrado por Huston, todas las máscaras del día de los muertos y sus transfiguraciones, trampas y brillos por la magia de la fotografía filmada –ilusión de movimiento y gestualidad y delirio- Entre ambas ebriedades media el paraíso o el infierno. La mujer deseada o el deseo del mezcal. El asunto es que el mezcal es igual a Yvonne. No hay cuerpo de Yvonne sin el espíritu del mezcal. No se puede vivir sin amar: no se puede amar sin beber. Es el locus fatal del Cónsul y por eso cae entre los dos volcanes sin remisión. La novela, destruida por incendios varios y calamidades similares a lo narrado, se cuenta en más o menos 515 páginas, las que son filmadas por Jonh Huston en 1984 en sólo 104 minutos. Una novela imposible de filmar, diríase, finalmente filmada, con secuencias e imágenes bellas y alucinantes, por ficciones y veridicciones que entran en la conciencia y la inconsciencia casi directamente al sistema nervioso central, mas no con un guion o una secuencialidad narrativa aceptable, como tal, pero que da cuenta de muchas formas del pathos y las pulsiones de Lowry, como lo hace el cine, de manera análoga al mecanismo de los sueños.


Si entendemos, como Raúl Ruiz, en “Las seis funciones del plano (serio ludere)”, recogido en el libro Escritos repartidos, Ed. UDP, 2024, que cada cuadro secuencia es una película en sí, tendremos la posibilidad de filmar lo imposible, en tanto que cada plano de cada película es un filme en sí. No he contado cuántos planos tiene Bajo del Volcán de John Huston, pero son múltiples y eso hace disperso y extenso a este filme infilmable e inflamable para los sentidos: tantos planos secuencias y tomas como se tomaron en cada momento en el set y en el estudio y en las calles de Cuernavaca. Por eso Huston pudo, me parece según la teoría de Raúl Ruiz, filmar lo infilmable: el amor y su contraparte, y su flama, la caída a los volcanes y la belleza sublime de la muerte en un episodio de la urdimbre fantástica de la caída del amor a los infiernos del alcohol y toda su irredarguible pasión imaginada en imágenes de celuloide.

 

 THE LOST WEEK END [JACKSON/WILDER]

 

Al adaptar la novela de Charles R. Jackson The Lost Weekend los guionistas Billy Wilder (director además de la cinta) y Charles Brackett tuvieron un problema fundamental: narrar el alcoholismo del protagonista eludiendo su homosexualidad, aspecto fundamental en la novela, que escribió de una manera muy personal y sincera. Por lo tanto, tuvieron que desarrollar otro tema, presente en el libro: el tópico del escritor con tranca escritural. El escritor contra el silencio. Es el relato de un “fin de semana perdido”, una visión del mundo negativa, mediante giros escriturales que logran armar una trama estropeada por el alcohol. El final de la cinta no plantea tan sólo la redención del alcohólico –forzadamente-, sino el logro de la escritura, a la manera del Hollywood clásico: la idea de que la literatura –y los guiones y los filmes por lo tanto- cobran valor cuando hay un mensaje, un mensaje que “supera” la mera literatura, apelando a los lectores / espectadores a LA reacción políticamente correcta.


Al ver ahora “Días sin huella” (The Lost Weekend, Billy Wilder, 1945), en relación a los principales sentidos cinematográficos de los temas de la adicción y la embriaguez, se produce una suerte de simbolismo contradictorio del alcoholismo y la escritura. La inflexión entre el goce y la decepción entre ambas, no logran llegar a un acuerdo existencial sino sólo como falla y escisión.  Un giro imprescindible, respecto a la novela homosexual, fue el darle a la película un look de cinema noir, sin serlo, dado que en ningún momento de la cinta hay un asesinato, sino sólo quizá el autoasesinato (suicidio por “alcohol”) del propio escritor frustrado y, sobre todo, las secuencias de delirium tremens, que acercan la estética de The Lost Week End al cine de terror y de esquizofrenia o locura a través de los episodios mejores logrados del desquiciamiento que produce el alcoholismo en Ray Milland.


El escritor frustrado –el escritor sin letras y solo con alcohol- deambula en un fin de semana en el que quedará solo en su departamento. Su mujer y su hermano se deben alejar por motivos familiares. The Bottle se titularía su novela fallida- hay una serie de metonimias que aluden a la botella en tanto su alcoholismo, colgando botellas de los balcones del departamento, escondiéndolas en lugares impensados, en lugares que hasta él mismo olvida. La más terrible y paradójica: una que se esconde en lámpara de su propia habitación, que descubre por la sombra expresionista sobre el techo. Y el deambular por las calles de Nueva York, buscando vender su máquina de escribir para conseguir una botella de whisky, para canjear su ser por su no ser, su ser escritor por su ser borracho. Y en una de esas errancias, se encuentra con un barman, y le pide que no limpie la huella del vaso de whisky,  sino que la deje ahí como imagen de la perfección del círculo del alcohol, y, en una suerte de elipsis cinematográfica, se van multiplicando las huellas del fondo del vaso, que pasan de ser la “perfección del círculo a la multiplicación de la (de) cadencia alcohólica”.


Si bien tiene una estética noir, The lost Week End no es una cinta noir: lo es quizá en su fotografía, de F. Sewitz, en su claroscuro, en las secuencias de delirium tremens, en las secuencias donde una rata ataca a un murciélago, en las sombras que denuncian/enuncian las botellas escondidas en la lámpara del techo, en el miedo del mismo Birman cuando se ve reflejado a sí mismo –los espejos del cinema noir otra vez-como una suerte de monstruo humano por el alcohol. The Lost Week End enuncia y exhibe el miedo, el terror y la angustia de la embriaguez y, sobre todo, de la adicción, como en un filme de terror, similar a los de relatos de Edgar Allan Poe, como el “Gato negro”, donde el narrador se define como un perverso por motivos de su adicción (enfermedad) alcohólica: “Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales (…) no sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movido por el afecto, se cruzaba en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba –pues ¿qué enfermedad es comparable el alcohol”? /Edgar Allan Poe, “El Gato Negro”, Cuentos completos, Edhasa, Baires, 2004 (traducción de Julio Cortázar).  Aunque Birman aprende y se reivindica, y podríamos ver un happy end en esta historia de alcoholismo y autodestrucción; el mismo Billie Wilder, en una entrevista afirma: “Para mí, la película termina con un punto de esperanza: Birman empieza a escribir de nuevo. Pero en realidad, el final es incierto; en cualquier momento puede darse la habitual recaída”. (Wilkder & Karasewk, 1992, p. 234). Pero el ebrio que transita desde el goce de la ebriedad hacia la autodestrucción del sí, tiende trampas, como la del clochard Andreas Kartak, de La leyenda del Santo Bebedor de Joseph Roth, que ve milagros donde solo hay dipsomanía y delirio: “Pero en las actualidad del alcohol/ me están sucediendo milagros/ -se dijo para sus adentros/ el Santo Bebedor que mora en el/ cáliz siempre lleno de nuestra sed-. (Thomas Harris, “Milagros” (ii versión. Joseph Roth). La Batalla del Ebr(i)o. Ajiaco ediciones, 2014, p. 28.

Todos los que hemos transitado por el goce de la ebriedad, sabemos que al final, sin culpa ni miedo, a la vuelta de la esperanza, nos espera lo habitual: la recaída.

 

 

THE LOST WEEKEND - BILLY WILDER 1945

UNDER THE VOLCANO - JOHN HUSTON 1984

BUVEUR D'ABSINTHE – AUTORETRATO DE JEAN D'ESPARBÈS [1899-1968] - MUSÉE DE L'ABSINTHE [AUVERS-SUR-OISE – FRANCIA]

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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