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La Chimba, del otro lado


LA CHIMBA, DEL OTRO LADO
PRESENTACIÓN: 16 DE OCTUBRE
VEGA CENTRAL [Santiago - Chile]


Este libro es un álbum de viaje.


Mi viaje favorito, un viaje a la autenticidad que habita, que late, en los cantos de las mesas, en las bastas de los pantalones, en los márgenes que bordean a toda comunidad. Por pequeña que ésta sea, siempre hay un lugar así, donde yo voy con mi lente.

El hipnótico borde que mis pasos persiguen: la esquina, la punta de diamante, la loma donde los caminantes se caen al abismo o vienen despeinados y empapados saliendo de él. O quizás ya están muy adentro de él —desde hace siglos— o tal vez van derecho trotando hacia él. Como todos, como todos seguramente, pero aquí la gracia es que es sin disimulo, este es un baile sin máscaras.

La fotografía en mi vida nació profesionalmente cuando dejé el periodismo porque ya no podía escuchar las grabaciones de las entrevistas que hacía. Tengo una hipoacusia bilateral (no escucho bien por ambos oídos) que camina a paso rápido hacia el silencio total. Cambié mis largos perfiles humanos —escritos con letras— por estos perfiles a color, escritos sin ellas. El ruido que arrastro es el ruido voraz de una ciudad  y pertenece al que anda solo y a pie.

 Primero fui a la universidad, donde me enseñaron a escribir una noticia como las de los diarios. Tenía que responder las siete W del suceso para que la historia quedara completa.

When-What-Where-Why-How-What for-Who

En honor de aquella buena estudiante que fui, responderlas es lo que haré a continuación.


¿Cuándo?


El día en el que este libro fue concebido.

En términos vegetales, la polinización ocurrió cuando no hacía fotos en la calle, ni imaginaba que las iría a hacer. Fue un día frío de invierno, la primera noche de mi padre en un asilo. Se desató un temporal histórico de nieve sobre la ciudad, que nos dejó a muchos sin luz e incomunicados por varios días.

La concepción ocurrió en el amanecer de ese temporal, cuando mi padre, en perfecta sintonía con la forma en la que había vivido, salió por sus propios medios de su departamento. Cerró la puerta con una llave que no volvería a usar y manejó su auto, ya bien averiado, por una avenida hacia la cordillera.

No sé qué día fue aquel, gris y helado, en el que mi padre abandonó la sociedad de hombres libres y entró cabizbajo, al asilo donde yo le había encontrado una pieza para que pasara sus últimos años.

 

¿Qué?


Que me fui a la calle con la cámara de fotos de mi padre. Le armé su última pieza y partí a desahogarme. No era un final feliz después de tres décadas de puras peleas.

En raptos de lucidez, al comienzo de su internación, cuando me veía con su cámara colgada a mi hombro se acordaba y me increpaba:

—Eso es mío.

—Sí, papá—me apuraba en responder— la voy a arreglar y enseguida te la traigo.

Después ya no fue necesario explicarle nada porque dejó de decirlo todo.

Le robé su cámara, es verdad. Yo ya no contaba con una, aunque siempre había tenido. Fui la fotógrafa de mis hijos por años, pero cuando mi padre entró al asilo ya vivía sin cámara de fotos: me las habían robado tantas veces que desde hacía años, prescindía.

En vez de llorar a un padre ido que regresa cuando todo está perdido, partí con su cámara a la calle.

Me fui detrás de algo que no tenía idea qué era. Con el corazón apretado deambulé por varios sectores de la capital, sin encontrar lo que andaba buscando.

Pero cuando llegué, de inmediato sospeché que éste era el lugar.

 

¿Cuánto?


Cuánto es un número y yo odio los números: he conseguido vivir sin ellos durante mucho tiempo, pero ya son varios años de este viaje fotografiando La Chimba.

2016, agosto, es la fecha que encuentro en mis primeras imágenes callejeras en Santiago. Han pasado años desde la primera vez que llegué al barrio con la cámara de mi padre al hombro. Y todavía, al menos una vez por semana, me desplazo desde el sector alto donde vivo hasta el puente, corazón de ese barrio que es corazón del pueblo.


 

¿Dónde?


Recoleta, donde nací.

La Chimba, cuya frontera natural es el río Mapocho, que cruza la ciudad como columna vertebral. Google la catalogó de “atractivo turístico”. La Chimba es parte de las comunas capitalinas de Recoleta e Independencia, una tajada pequeña de ambas.

La Chimba es un nombre quechua, idioma oficial del imperio inca, y quiere decir: “del otro lado”.


Del otro lado" fue como bautizaron —en tiempos pretéritos de la historia de nuestro país— al sector.

Del otro lado ¿de?

Del río.

Del lado importante, donde está lo bonito y lo elegante, el Presidente, el Museo, las Bellas Artes, la Biblioteca, el Teatro. La Chimba está del otro lado de eso.

En ella se dio primero un caserío espontáneo que albergó a los sirvientes de los españoles: incas y picunches. Tiempo después llegaron artesanos al barrio con sus talleres. Y luego, los conventos. Y por último, la demanda llamó a la oferta y se instalaron bares y burdeles.

Del otro lado.

Del otro costado de nuestro río primero.

Ser del otro lado, pertenecer al otro lado.

Del otro lado es una denominación amplia donde me incluyo. Aquí estamos los que no somos parte. Los que no cabemos dentro. Los que no somos del lado bonito e importante, del lado A, el oficial, donde está el centro y lo legal. Somos del otro lado, del borde, de la periferia.

La Chimba, el margen de una ciudad exitista y ambiciosa como Santiago.

 

Muy cerca del puente, un hospital, el psiquiátrico y hartos locos sueltos. Algunos me han enseñado los dientes, como lobos. Cerca, también, la llamada Calle de Los Muertos, donde se ubica la morgue y estratégicamente a un lado, el Cementerio General. Y cada tanto, como una visión surrealista, la terrible belleza de un carro fúnebre avanzando negro, distinguido, lento, majestuoso, esbelto, brillante… a un costado de los bulliciosos vendedores y sus fuegos para freír comida.

Junto al puente, la iglesia infaltable. Y, en ella, un punto de entrega gratuita de almuerzos. Por eso, también, además de locos, entre los chimberos hay mucho homeless que pasa caminando mientras come de una cajita de plumavit, los tallarines del día.

“Los pobres comemos en la calle”, me dijeron una vez.


En La Chimba el olor es un punto aparte. Poderoso, se mezcla el de la basura abundante del comercio con el aceite caliente de las ollas. La primera vez que lo hueles parece que un roedor entrara corriendo por la nariz. Es rotundo, juras con biblia y todo que, aunque nunca jures, no volverás a saborear frituras en lo que resta de tu vida.

Un carrito robado de supermercado es clave en el barrio: no sólo para hacer el fuego con el que freír los trutros o sopaipillas. También los homeless andan con uno transportando sus posesiones, incluidos perros con los que intercambian besos con lengua. Nunca gatos, los gatos quieren casa.


A veces, también, se ven turistas aventureros paseando como ovnis por el lugar.

 

¿Por qué?


“Vieja cuica que husmea pobres”,  me han dicho, me dicen, algunos en las nuevas fiestas a las que acudimos ahora todos aún siendo introvertidos: las redes sociales. No se entiende —parece— que sin que le pongan a una la pistola al pecho, camine por  calles peligrosas en los bordes de la ciudad con una cámara enredada dos veces al cuello para que no la roben.

He paseado tanto por La Chimba que mi sensación  —se me ocurre— debe ser como la de los gatos sobre las superficies que mean para marcar territorio.

Yo a La Chimba la tengo meada.

La Chimba es mía, cada semana, cada par de días, desde hace años. Voy y disparo.  Robo almas como también creen algunos. Cada semana me paseo por ese Santiago antiguo, con historia y no con palmeras trasplantadas que buscan emular Miami. Cada semana pinto-peino-sobo, con mis suelas, la zona del puente y sus alrededores.

Porque es vida alborotada y burbujeante que me llama y toma. Vida cocinada en médula capaz de levantar un muerto. Por ese efecto le sigo fiel.

Han dicho que me río de la gente. Antes me enojaba.

Si no quisiera a cada retratado —en tanto desconocido representante de raza compartida— no podría hacer con él o ella lo que hago primero al capturarlo y después al editarlo. Lo moldeo, lo amaso para que quede esponjoso como una hogaza. Todo lo hermoso y poderoso que sea posible. A cada retratado podría decir que lo conozco de la cabeza a los pies y en general no hemos hablado ni una sola palabra, porque en la edición lo recorro entero y voy buscando que aflore la esencia humana, su belleza de imperfecciones.

Yo quiero a mis fotografiados orgullosos de su imperfecta humanidad.


Mis fotografiados interpelando al que los mira, son impertinentes como mi lente. Y nosotros —mis retratados y yo unidos como sindicato— gritamos en coro: oye, tú ¿me quieres? 

Es la pregunta al amor del otro la única pregunta que importa algo aquí en la tierra.

La cuestión del amor que nadie quiere oír como queja, como demanda, como necesidad, en la cara. El molestoso amor, eso quiero yo y por eso engalano a mis retratados, como para una gran fiesta. No invento nada, potencio lo que hay, el mejor provecho de cada uno. Hago de madre que ve y aumenta las virtudes del hijo y la hija.

Las miradas de mis fotografiados quedan convertidas en reto, en un desafío que estaba antes de mí, en ellos, y que yo sólo vi y amplié. Ellos lanzan la pregunta del amor al espectador como un tortazo: Oye tú, si tú que miras con morbo, yo lo sé ¿acaso eres tan grande, tan humano, tan hombre, tan mujer, para amarme así tal como soy, como somos, buenos y malos a la vez, blancos y negros, cualidades y defectos, fortalezas y debilidades, ah?


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Extracto del libro de fotografía La chimba, del otro lado, de Ximena Hinzpeter




LA CHIMBA, DEL OTRO LADO
Fotografías de Ximena Hinzpeter | @xime_hinz

EDICIÓN FOTOGRÁFICA Jorge Brantmayer
TEXTOS Jorge Brantmayer | Ximena Hinzpeter | Pin Campaña
EDICIÓN DE TEXTOS Andrea Lagos
DISEÑO Claudia Guerra | alertaguerrilla




                                                   







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