La gran mesa liberal
Recuerdo hace algunos años, cuando en algún bar veía a muchos jóvenes gritar de alegría, otros mirar la carta y pedir una excentricidad, disfrutar de la cocaína que hace veinte años estaba reservada solo para los que podían pagar un traje de Wall Street, a mujeres perfectamente vestidas repletas de proyectos artísticos inconducentes, entonces ponía en mute la acalorada conversación de mis amigos y mientras observaba a mi alrededor pensaba : "Solo un sistema egoísta puede darnos estos nuevos placeres (que de niño ni sospechamos)” Un país que apostara por una verdadera socialización de su economía, debería privarse de este circo para alcanzar a brindarle una mínima línea de flotación hasta el último integrante de su sociedad. Es gracias a ese último integrante social que vive hundido, que nosotros podemos pagar cuentas de cincuenta lucas. Pero esto algún día se acabará, como se acaba cualquier placer en la vida, de forma abrupta y absurda, sin derecho a devolución. Y entonces vendrá la rabia, no de los que siempre estuvieron abajo, que desde Espartaco, eso siempre ha ocurrido, sino de estos mismos comensales que han expandido tanto su paladar que no soportarán que alguien se los venga a arrebatar. Pero este falso nivel de vida (que estos hedonistas creen que es bien o mal administrado por un gobierno puntual) siempre termina agotándose. No hay economía que llegue bien al último pobre y permita, a su vez, pagar la cuenta de un grupo de jóvenes de gusto exigente, de cerveza belga, de economía abierta, de liberalismo silencioso. Una gran economía se puede reflejar en una pequeña. Grupos de amigos desde el más adinerado al más pobre supieron convivir en una mesa por años. Algunos pagaban más, otros menos, otros nada y el mundo igual parecía funcionar. Pero llega el momento en que esa ilusión se disuelve. El que gana debe seguir recorriendo su camino de expansión. No pasará el resto de su vida cuchicheando en una cantina de mala muerte con los amigos de infancia, debe conocer las pirámides aztecas, beber un trago tropical en alguna isla con un papagayo en el hombro, y si se refina y alcanza una educación que le permita ganar con el intelecto y no sólo girando perillas, podrá leer manuscritos medievales en alguna universidad europea. ¿Y el que pierde?
Siempre ha existido el que pierde, lo que es nuevo es la facilidad con que estos hundidos pueden seguir monitoreando en detalle la vida del que gana. Si existiese la sociedad que pudiese asegurarles a estos hundidos una mínima calidad de vida, además de subirles su autoestima (diciéndole por ejemplo eres importante e inteligente si te esfuerzas probablemente tu hijo saldrá adelante y se incorporará a los ganadores), el liberalismo podría funcionar sin estallar cada cuarenta años. Pero todos sabemos que esto no pasará nunca y así terminaba abruptamente mi larga ensoñación en ese bar caro y me hacía volver a la mesa con mis amigos.
—¿De qué estábamos hablando?