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La historia sin fin

 


¿Cómo renace la historia luego de la catástrofe? ¿Cómo evitar caer en lecturas y posiciones derrotistas y paralizadas, o bien crédulas, optimistas e ingenuas? ¿Qué será de la historia humana de aquí en más, cuáles serán sus motores? ¿Qué quedará de humano en la historia en tiempos de inteligencia artificial y de artificios que atontan?

 

Alguna vez escribí que los viajes de iniciación son transformaciones profundas de la subjetividad y de la vida colectiva; hoy quiero pensar en los viajes que relanzan la historia, los que están dispuestos a arriesgar nuestro compromiso con ella.

 

“La historia sin fin” es el título de una película basada en el libro de Michael Ende, parte de mi educación sentimental. En clave de ficción y con elementos fantásticos, busca responder a las preguntas que acabo de hacer y a otra más: ¿cómo logramos creer en algo? Creer para no morir de tristeza, luego de una catástrofe. Es una historia acerca del sinsentido y el sentido de la historia.

 

Hoy, “La historia sin fin” también es un modo de discutir aquella sentencia de fin de la historia que Fukuyama proclamó orillando los noventa. Esa idea según la cual este es el modelo indiscutible e inmejorable para gobernar nuestras existencias, basado no sólo en una propuesta económica sino también en una propuesta subjetiva: luego de la caída del muro de Berlín, no queda nada por hacer, solo dejar que el mercado haga su trabajo. Se acabaron las utopías y los proyectos emancipatorios. Fin. Hoy el fin de la historia en versión fascista se logró articular a la palabra libertad. Esa palabra se transformó en un Caballo de Troya que nos tiene –una vez más– peleando por recuperarla, no únicamente a la palabra.


Constanza Michelson, en su último libro, Nostalgia del desastre, bucea en las paradojas y discontinuidades de la historia, en catástrofes personales e históricas para pensar en torno a lo que motoriza la vida. Es un libro acerca de la filiación, y acerca de la condición humana que es –a su vez– condición histórica. Según ella el tedio y el aburrimiento también pueden ser un motor y los desastres, si no se duelan y se miran de frente, nos condenan a una impavidez o fijeza nostalgiosa y suicida. Diría que le interesa pensar las formas humanas de recuperar la historicidad cuando ésta se ve dañada o alterada; cuando el tiempo se congela, se coagula, se frena. O cuando un acontecimiento lo cambia todo. La autora señala que escribe en contra de la idea del fin de las cosas. También sitúa un principio para lo humano: el desarreglo constitutivo entre lo que sabemos y la experiencia. Pensar, añado, es posible a pesar de y gracias a ese humano desarreglo. La inteligencia artificial, tema que trabaja Bifo Berardi, no lo padece.

 

Michelson discute los puntos finales, valora las comas. Interroga las decisiones de elegir un dibujito por sobre otro. Es que la historia no son solamente palabras o silencios sino también maneras de puntuarlos. El uso de esos signos encubre negociaciones nada intrascendentes, entre lo que decimos y lo que callamos, entre lo que decimos y lo que queremos llegar a decir. Entre el derecho a decir y el mandato a callar. Me recordó un librito llamado Cómo la puntuación cambió la historia.

 

Entrevistado por Oscar Ranzani para Página 12, Bifo dice que actualmente el deseo se forma en un campo semiótico y no en la relación con los cuerpos, recibimos el lenguaje de máquinas más que de cuerpos –por empezar el cuerpo materno–, y que hoy estamos dominados por la depresión y la impotencia. Atribuye a nuestros traumas históricos, guerras y pandemia, y a la digitalización de la vida una reconfiguración cognitiva, que modifica absolutamente nuestro vínculo con la realidad, con los otros y con nosotros mismos. Advierte que esa depresión que nos azota puede evolucionar y devenir deserción: el alejamiento de la participación en el juego social. Bifo es pesimista, no vislumbra revoluciones ni movimientos o estallidos emancipatorios capaces de engendrar futuros, describe un escenario teñido de impotencias varias. Lo máximo que avizora es la potencia de las alianzas entre desertores.

 

“El malestar en la cultura” versión 2024 recibe diversos diagnósticos. Michelson se centra en el tedio y el aburrimiento como formas predominantes de sin-sentido, pero también los considera un motor. Bifo, en la depresión, el pánico y sus mutaciones hacia la deserción. Me pregunto si los viajes de iniciación o emancipatorios ahora son apenas viajes desertantes, una diáspora inconcebible en la que lo humano irá tornándose funcionamiento adaptativo, autómata y alienado o bien escape, fuga hacia ningún lugar.  

 

Nacemos con desarreglos varios. Nos humanizamos siempre e invariablemente con otros que nos subjetivan, en un cuerpo a cuerpo marcado por el amor, la ternura, así como crueldades y violencias. Pienso que el fin de la historia –o de lo humano, que es lo mismo– como posición celebratoria o fatalista, si es que no queda más que hacer que ser espectadores del desastre, es la peor catástrofe, le temo más a eso que a la digitalización de la vida. Creo en lo inédito que late tanto como laten las heridas de nuestras tantas historias, mientras no triunfe el proyecto de extinción que nos gobierna, mientras sigamos despiertos y soñantes. También es el sueño lo que nos humaniza, signo de nuestra condición humana y campo abierto a lo posible. Esa condición nuestra que es el destiempo, porque nacemos prematuros y porque solo podemos entender y significar lo vivido después, recién después, es la que nos permite soñar. Soñar es la capacidad de crear cosas que vamos a poder significar mucho más tarde. El sueño, ese humano desarreglo, nos permite enterarnos de lo que sabíamos sin saberlo, nos permite saber aún más de lo que suponíamos. Nos regala la posibilidad de inventar saberes, no solamente desentrañarlos. Ese lenguaje nos habita y ningún medio digital ni inteligencia no humana ni humana lo domina.

 

El escritor Javier Cercas habla del punto ciego para referirse a la escritura de las novelas, pero podemos llevar esas mismas palabras al territorio del soñar. Cercas dice que el punto ciego es aquel en el que en apariencia no se ve nada, sin embargo, es el punto –precisamente– que designa un punto de vista inédito; es un punto, escribe él, a través del cual la novela, ciertas novelas, “ven”. Y hacen ver. Cercas señala que gracias a esa oscuridad la novela ilumina, es gracias a ese silencio que la novela se torna elocuente. Esas novelas a las que Cercas hace mención, las grandes novelas que constituyeron a la novela moderna, como por ejemplo Don Quijote, Moby Dick, El Castillo, iluminan no en tanto “aclaran” algo nuevo sino porque logran plantear una pregunta que modifica radicalmente un punto de vista. Es así que un punto ciego es en verdad el punto de una ceguera visionaria, de una oscuridad radiante.

 

Volvamos a los sueños, que por estos días y meses nos asedian con terrores y guiones de pesadilla, tanto en la vida nocturna como en nuestra vida diurna, en la plena vigilia.

 

Los sueños, tanto los singulares como los colectivos, también poseen –o mejor dicho instauran– un punto ciego (no lo que Freud denominó ombligo del sueño, para referirse a un punto de lectura e interpretación irreductible), que es aquel a través del cual seremos capaces de situar algún punto de vista originario, en el mejor de los casos. En particular, los sueños colectivos, esos que nos están haciendo tanta, tantísima falta por estas horas feroces, esos que la marea verde, por ejemplo, supo soñar, supimos soñar. Esos sueños, de potencia incalculable, empiezan con eso. Un punto ciego. Algo que no hemos visto hasta entonces, y a través del cual –tal vez– podremos empezar a ver.

 

Entonces, sigue siendo urgente desertar, si de desertar se trata, del fin de la historia como parálisis y desposesión de la historia, al viaje siempre inconcluso, siempre abierto y metamorfósico, a la historia sin fin. Sigue siendo urgente hacer de nuestros puntos ciegos un nuevo punto de vista. La vida humana, aún, contra cualquier amenaza de punto final.

Tal vez esto que llamamos derrota sea lo que nos permita asumir que la historia nunca está escrita ni viene a garantizarnos finales felices; y que sin lucha, la política se convierte en destino.

 

En una ocasión le preguntaron a Mimí Langer qué entendía por salud mental. Ella respondió: luchar por algo.

 

 (Fragmento de mi disertación en el X Congreso Internacional de Psicología, organizado por la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Mar del Plata).

 

 

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