¿La inteligencia artificial generativa convierte el arte en algo obsoleto?
No sabemos con exactitud qué es el arte. Al fin y al cabo, y como es bien sabido, su significado ha ido cambiando a lo largo del tiempo. Cada nuevo material, herramienta o técnica introducidos extiende su alcance, cuestiona sus límites y cambia su curso.
Cuando la fotografía alcanzó el culmen de la reproducción de la naturaleza, Marcel Duchamp y sus contemporáneos reaccionaron convirtiendo los objetos materiales en un vehículo para transmitir conceptos. El objeto en sí había perdido interés. El arte se reinventaba rompiendo sus propias convenciones.
Sus avances siempre son controvertidos y la aceptación nunca es inmediata. El arte conceptual de Duchamp sigue siendo incomprendido por muchos, como en su momento lo fuera el impresionismo. Un término que en su origen tenía una connotación peyorativa.
La inteligencia artificial generativa es la última de una larga lista de innovaciones que suscita polémica y plantea una pregunta recurrente:
¿Qué es y qué no es arte?
En octubre de 2018, un retrato con el título “Edmond De Belamy, from La Famille De Belamy” fue vendido en una subasta en Christie’s a un comprador anónimo por 432,500 dólares. La obra estaba firmada en el extremo inferior derecho por un fragmento del algoritmo que lo había creado. La pregunta sobre a quién atribuir su autoría sigue abierta: ¿es el desarrollador del algoritmo, el usuario de la herramienta o ambos?
Simplificando, la inteligencia artificial generativa convierte la descripción verbal de una idea en una imagen. No se requiere ninguna destreza técnica para ello. Está al alcance de cualquiera. La calidad del resultado depende exclusivamente de encontrar las palabras adecuadas que definan lo que se quiere representar. Estas pueden ser tanto una descripción como un conjunto de instrucciones. Pero, comunicarse con la máquina de forma efectiva requiere práctica, incluso se ha desarrollado un mercado - promptsbase - donde comprar y vender descripciones para facilitar la tarea.
La herramienta absorbe la complejidad de relacionar lenguaje e imágenes, decidir cómo deben mostrarse y, esta es la parte más difícil, cubrir las expectativas del usuario sobre lo que espera obtener. Para hacer todo esto posible se nutre de una extensa base de datos con millones de imágenes, acompañadas de una descripción, a las que aplica unos algoritmos que evolucionan mediante un proceso de aprendizaje automático.
Actualmente, cualquiera que se lo proponga puede crear cientos de versiones de un mismo cuadro en segundos, y entre ellos elegir el que capture la esencia de lo que quiere transmitir.
La herramienta disminuye el coste de experimentar y con ello aumenta la productividad del proceso creativo. Además, ocasionalmente y de forma accidental, ofrece resultados inesperados debido a sesgos en su programación, lagunas en la base de datos o interpretaciones incorrectas de algún término ambiguo. Aunque también pueden buscarse de forma deliberada introduciendo negaciones o exclusiones en las descripciones. Por ejemplo, si esta contiene “hombre sin rostro”, el algoritmo tendrá que encontrar la forma de representar esa ausencia. En el lenguaje de la máquina será el término que se encuentre a una mayor distancia matemática de la palabra rostro. Es decir, el resultado puede ser cualquier cosa.
Las máquinas no tienen creatividad, esa es una capacidad intrínseca al ser humano. Sin embargo, al ofrecernos resultados sorprendentes tenemos la tentación de caer en el antropomorfismo y llamarlo creatividad. Lo que sí que consigue esta inteligencia es embeberse en el proceso de creación. La máquina se convierte en una extensión de la persona que crea, haciendo que la línea que los separa se difumine. De hecho, se corre el riesgo de que la persona termine siendo un mero filtro aplicado sobre el producto de la máquina; es decir, que se convierta en herramienta de su herramienta.
Si el riesgo de instrumentalizar al artista ocupa mis pensamientos es porque resuenan en mi cabeza las palabras del historiador E.H. Gombrich: “no existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas”. Bajo esta perspectiva el peligro de esta herramienta no está en su producto, sino en el uso que hace de ella el artista.
La inteligencia artificial generativa está todavía en su infancia. Su adopción no ha hecho más que empezar. Pero a medida que soluciones como Dall-E2, Midjourney o Stable Diffusion aumenten el número de usuarios, y se multipliquen sus creaciones, estas herramientas experimentarán una mejora exponencial. Cada vez será más difícil separar al hombre de la máquina. Dentro de cinco, diez o cincuenta años tendremos que recordar las palabras de David Holz, fundador de Midjourney: “Cuando creas imágenes, estás convirtiendo el lenguaje hablado en un lenguaje visual, no estás creando arte”.
La historia del arte es una historia de innovación y controversia. Pero esta vez la pregunta de qué es y qué no es arte adquiere un carácter trascendente. En el fondo lo que nos estamos preguntando es qué es lo que nos hace humanos.
Fernando Maldonado