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La lengua del enemigo

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En LTI: La lengua del Tercer Reich hay un pasaje que siempre me ha parecido notable. Klemperer se dedicó a observar cómo funcionaba la lengua cotidiana antes, durante y después del régimen nazi. Lo que le interesaba, sobre todo, es la lengua en uso, el día a día de ese artefacto propiamente humano que nos permite, entre otras cosas, reconocernos a nosotros mismos y a los otros como distintos. En esta pesquisa, que los lectores recorremos como si en cada página encontrásemos pequeños tesoros, Klemperer le destina unas cuantas líneas a la lengua asambleística, la de los jóvenes (univeritarios o no) antinazis. No hace falta decir que son años posteriores a la caída de Hitler, donde existe la libertad de expresión necesaria para declararse antinazi, aunque el trauma sigue latente en la ciudad, en la cultura y en el inconsciente.


Es una lengua herida, por supuesto. El régimen nazi ha utilizado la lengua para expandir toda su maquinaria a un nivel que determina las pulsiones, los deseos y los sueños. Un nivel elemental: el que permite que exista lo humano, el pensamiento, la vida y la cultura. Y en esa tarea, titánica si se quiere, los nazis han dejado sus esquirlas incrustadas en las capas más profundas de la vida social.


Pero, ¿qué es lo que ve Klemperer? Ve unos jóvenes decididos, lozanos, inteligentísimos, hablar sin grandes variaciones ni distancia (ni mucho menos originalidad) la misma lengua que los nazis utilizaban algunos años atrás, la lengua fascista. En apariencia, todos esos jóvenes se oponían al fascismo, claro que sí, pero su lengua estaba infestada de terminología nazi. Klemperer pone un ejemplo claro para demostrar esto: la utilización indiscriminada de la palabra “héroe”. En boca de muchos de estos jóvenes, la palabra héroe era pronunciada con una naturalidad sorprendente, para aludir a las gestas políticas de las que eran necesarias para combatir, olvidando (o pasando por alto) que ese término fue uno de los más utilizados por los nazis, una palabra cuyo sentido arrastraba consigo una serie de ideas que estaban a la base de la ideología fascista.


En otras palabras, y en términos más sencillos, los jóvenes antinazis utilizaban como si nada la lengua del enemigo. No hacía falta más, entonces; su derrota ya estaba declarada.

 

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Hay palabras así, que utilizamos cotidianamente, pero que llevan la estampa del fascismo. Nuestra habla cotidiana está plagada de ellas. Están Infiltradas. Ingresamos al mundo con una lengua ya formada, con reglas de uso ya establecidas, en las que nos internamos a temprana edad cuando nuestros padres y nuestros profesores comienzan a decirnos “no se dice así”, o “no se habla así”. El ejercicio nietzscheano de la búsqueda de la originalidad se ve amputada con nuestro ingreso a las reglas sociales. Después, todo es alienación. Todo es hablar la lengua del Otro. Pero entonces, ¿cómo dar la batalla? ¿Qué hacer?


Esa fue la pregunta que se hizo Lenin, que es la pregunta política por excelencia: ¿Qué hacer? Es política porque presupone que las condiciones para la victoria no están dadas, que se combate en territorio enemigo, con todos y todo en contra. Quien tiene la victoria asegurada no se hace preguntas: ejecuta. Hay una línea recta entre lo que se desea y lo que se hace en quienes ya se saben ganadores. En cambio, estar en posición de derrota (que no es lo mismo que estar derrotado) implica detenerse, planificar, conocer los límites y las posibilidades. A diferencia de lo que se piensa contemporáneamente, no existe ningún mérito (político) en traducir de forma literal los sentimientos de rabia o indignación en acciones, sin ningún tipo de mediación o rodeo. Interrogarse antes de librar una batalla es reconocer que se está en posición de derrota, pero también es desear la victoria.


¿Qué hacer? Roland Barthes también se hizo esta pregunta, muchos años después que Lenin. Fue en Lección Inaugural donde Barthes nos dice que “la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir”. ¿A qué nos obliga? Pues, a utilizar una lengua en la que, salvo pequeños destellos de originalidad (propio del lenguaje privado de los amantes o de los prematuros ejercicios de infancia) no hemos intervenido en su construcción conceptual. Conminados a utilizar la lengua del Otro, nos obligamos a utilizar una sintaxis y unos términos que son el resultado de los acuerdos que genera una hegemonía, la hegemonía de quienes tienen en sus manos el devenir de la vida de miles de millones de personas.


Sin embargo, no es la absoluta originalidad la que Barthes propone como forma de lucha/resistencia a la lengua hegemónica; sabe muy bien que el arma no puede pretender escapar a la inevitable alienación que genera la lengua en la vida social. Contrario a posturas más ingenuas como las de Gilles Deleuze, para quien el Surrealismo era ya una forma de concesión del Dadaísmo a la sistematización y el orden (y, por tanto, alineada en un sentido negativo), la propuesta de Barthes toma otro camino, otro rumbo: el de la revolución permanente.


Decíamos que ocupar una posición de derrota no es lo mismo que estar derrotado. Quienes están en posición de derrota saben mejor que nadie que las condiciones son adversas. Se combate en territorio enemigo. Sin embargo, son las mismas condiciones del campo de batalla las que posibilitan la resistencia, mediante el aprovechamiento de ciertos elementos que ofrece el adversario. Así lo pensó Derrida en su momento, cuando en su conferencia El Monolingüismo del otro afirmaba que era posible apropiarse de la lengua francesa (la única que él hablaba, razón por la cual se le criticaba por usar una lengua colonizadora) para inventar sobre ella otra forma posible. Derrida pensaba que toda lengua indefectiblemente imponía su ley, como “lengua del Otro”, instituyendo a su vez toda una cultura. Sin embargo, también sostenía que las lenguas no eran propiedad de los Estados, sino que de todos los hablantes. Por eso, también era posible hacer otra cosa con ellas, tal vez algo inédito.


Aquello que Derrida llamó “invento”, Barthes lo llamará “trampa”. Para él, en una formulación in extremis, hacer trampas a la lengua es nuestra única escapatoria al fascismo de la lengua: “Desgraciadamente, el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Sólo se puede salir de él a precio de lo imposible”. Y luego, la escapatoria: “Pero a nosotros, que no somos ni caballeros de la fe ni superhombres, sólo nos resta, si así puedo decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura”.

 

 

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La revolución permanente del lenguaje: una forma de librar la batalla contra la sintaxis dominante, los conceptos dominantes y las palabras dominantes. ¿Por qué hoy, más que en cualquier otro tiempo (no me gustan las frases catastróficas, pero aquí cabe como anillo al dedo) la literatura se ha vuelto una cuestión más de temas que de lenguaje? ¿Por qué la reflexión por la palabra ha sido desplazada por la importancia que han adquirido los temas en una obra literaria?


No es el lugar para responder estas preguntas, pero sí es el lugar para advertir que abandonar la centralidad en la palabra nos hace hablar la lengua del enemigo. Un caso bastante contemporáneo, que habría sido digno del análisis de Klemperer, es la forma que adoptó el discurso sobre el estatuto de la cultura en las prioridades del gobierno. Ante el peligro de no obtener un alza en el presupuesto destinado a la cultura y las artes, cientos de personas, la mayoría de tendencia progresista o de izquierda, se alzó en protesta con un eslogan: “La cultura no es gasto, es inversión”.


De acuerdo: es necesario que existan más recursos hacia la promoción de las artes y la cultura (la cultura entendida como aquello que nos alejaría de la brutalización). Sin embargo, tal como entiendo el arte (y la literatura, por extensión), diría más bien que la cultura no es inversión, es gasto. El concepto de gasto es, hoy por hoy, profundamente anticapitalista. El gasto (o Derroche, invocando aquí a María Sonia Cristoff) es aquello que no es acumulable, que no tiene un destino cierto y palpable. Puede como también puede que no produzca los efectos esperados. Es inmanejable. En cambio, inversión, cuyo concepto surgió al alero del desarrollo del capital, es indisociable a ese movimiento que implica, al final del proceso, acumulación. La cultura como algo acumulable, la cultura como algo tangible.


Pero, ¿es la cultura algo como eso? Me opongo a toda definición que la caracterice como algo manipulable, cercano a aquello que se tiene por lo “elevado”. Todo el potencial de la cultura radica, precisamente, en que no sabemos muy bien dónde terminarán horas y horas de lecturas, de obras de teatro, de películas o exposiciones. Si la cultura (repito, entendida como ya se dijo más arriba) tiene una virtud, hacernos mejores personas o aumentar el conocimiento de un país es lo menos radical. Toda su fuerza, toda su potencia está en que no sabemos muy bien en qué terminará todo eso. Puede servirnos de algo o no. Es allí donde reside todo su carácter revolucionario: no ser manipulable para fines específicos. Puro gasto y derroche.

 

 

 


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