La nada está viva y es húmeda: sobre "El asco y el grito" de Sergio Rojas
Este libro tiene una virtud que es a la vez terrible. Me explico: en el ensayo hay un diagnóstico, como los hay por cientos estos días en que el mundo se ha vuelto especialmente confuso, pero, se hace cargo del salto final. Del punto exacto en que termina el diagnóstico y se juega la posibilidad, o no, de terminar con algo de honestidad.
De este libro sales con un silencio, no cómodo. Pero no tiene que ver con que sea pesimista. Sino que obliga a algo incómodo: a seguir pensando, pero sin barandas.
Una vez escuché a Sergio Rojas decir, justamente en una conferencia, que en las conferencias y en los libros que se proponen explicar algo sobre nuestros problemas y malestares, hacen un truco final. Hacen una especie de salto cuántico entre la última palabra del diagnóstico y la frase final, esas frases que se proponen dejar algo de esperanza, o esas otras frases que, en un tono serio, dicen que debemos exigirnos algo a nosotros mismos o a los otros, generalmente a los malos, a los culpables de todo. Y en esa conferencia dijo: es justo en ese salto donde radica todo el asunto, todo nuestro asunto: ¿qué hacer? Es la pregunta que habita en el espacio entre una explicación y un juicio.
Este ensayo escribe en ese intervalo.
¿Qué hacer? ¿Qué es pensar en un intervalo?
El asunto es que hoy no contamos con las herramientas para responder a esa pregunta. No es que antes pudiéramos y hubiésemos logrado resolver el mundo, por el contrario, el siglo XX fue un proyecto suicida parcialmente logrado. Digo otra cosa con esto: la modernidad tenía palabras que suponían que podían actuar en el mundo, se trataba de una forma de pensar. Esas palabras son las que hoy están en crisis, pese a que las seguimos utilizando: razón, técnica, política, partido, identidad, cultura, educación. Y la que me obsesiona a mí: salud mental.
Sin embargo, la impresión es que pese a continuar repitiendo esas palabras, se cuela una sensación insidiosa de que éstas no alcanzan para mapear algo así como un futuro. Nuestros inventos, que avanzan de manera exponencial, pueden entusiasmar – incluso se dice que podríamos cumplir el sueño de no morir – sin embargo, el imaginario tecnológico y su promesa, no amparan. (Un ejemplo en mi campo de trabajo: avanzan las neurociencias, los psicofármacos, pero empeoran las cifras de trastornos en salud mental).
Si hacen el ejercicio de preguntar a los otros cuáles son sus imágenes de futuro, es muy probable que se les vengan a la cabeza imágenes del planeta devastado. Esto no siempre fue así. Hasta hace algunas décadas, los noventa, el futuro era galáctico, en ese futuro ya no estaba “el hombre nuevo” de antes del “fin de la historia”, pero aun había algo. Hoy, habría que sospechar que ese desierto que se nos dijo que avanzaría, ya llegó a la ciudad. El problema entonces es que no podemos pensar el problema, es lo que Rojas llama lo tremendo.
¿Qué hacer entonces? Vuelvo a ese espacio, al que nos ahorramos en el salto cuántico que nombra Sergio, ese intervalo entre el diagnóstico y una frase de buena crianza para cerrar. En ese intervalo se encuentra el problema, uno que además no tiene solución – por eso les decía que la virtud de este ensayo es también terrible. No hay solución no porque los malos lo impidan, o en las vacunas nos hayan insertado un chip para controlarnos, ni porque seamos unos occidentales estúpidos y hedonistas. Sino porque la idea de solución es también parte del problema. El campo de las soluciones escribe el problema como algo posible de eliminar, el imaginario de las soluciones está hecho de muros y todas sus metáforas: la pastillas, la policía, la psiquiatría, la reconciliación, el alambre de púa y las cosas “Not”. La paz sostenida a partir de la exclusión de un término.
Pero como Freud escribió: no hay cultura sin malestar. Incluso lo que puede crearse para curarlo puede traer un malestar mayor. A veces estar bien, es estar mal.
Esta idea obliga a un hacer constante, a un pensar como un fin y no un medio para una solución final. Se piensa y se resuelve algo, pero para seguir con el problema. Hay en el mundo algo que es irreparable.
Ese Real irreparable, es un agujerito que fisura hasta a la mejor de las ideas, también a nuestros compromisos, creaciones y sistemas, y desde luego, a nuestro yo. Nadie se conoce. Pero tampoco queremos saber de fisuras en nuestros saberes. Lo Real entonces se encarna en lo y los excluidos, aquello que empuja. detrás de los muro. Los que mueren en las costas arruinando el turismo, lo que retorna en los sueños, en la depresión, en una revuelta. Y las categorías que heredamos, las de la modernidad, como dice en la contratapa, no solo están en crisis, sino que también podemos sospechar que contribuyen al problema de la violencia. Es lo que hacen los muros y sus metáforas, contener lo que excede. Pero lo excluido reclama de alguna u otra forma sus derechos. Y como en la imagen de la obra de Máximo Corvalán Pincheira, los muros: hacen agua. Así se llama esa obra.
Vuelvo a mi oficio, eso que se escurre en la salud mental y sus modelos sanitarios, es el desierto que avanza en la subjetividad; la crisis de la simbolización va generando lo que antes se llamaba estados limítrofes o borderline, ya no se habla tanto de eso como hace algunas décadas, seguramente porque los diagnósticos van mutando junto al desarrollo de la industria farmacológica, y los desplazamientos de los lenguajes que se van adaptando a los movimientos ideológicos. Pero es un término que es interesante de pensar, más que como una patología, como una de las formas que toma la subjetividad de la época. ¿Qué es un estado límite?: una enfermedad de los impulsos, donde no hay mediación. Es la crisis de representación también en el sujeto: las palabras no atajan a las pulsiones, se queda esclavo a ellas, la política intrapsíquica no logra crear un conflicto negociable; despojado el sujeto de mecanismos de contención y simbolización, queda liberado a la violencia contra sí o contra el mundo: así el desastre interno se ecualiza con el externo.
El sujeto parece cada vez más “desujetarse” del mundo y sus deberes, pero no queda libre, sino lo contrario, permanece atado a su propio fuego. Por cierto, en Roma, la figura de adicto era la de de quien, por no pagar su deuda, quedó esclavo de los acreedores.
No solo la adicción es una consecuencia de la crisis del sujeto moderno, sino también la paranoia: se trata de una lengua que intenta buscar causas al dolor, y enemigos, es el lenguaje de la seguridad y los muros. Mientras que la melancolía, que ya no se le dice así –un error desde luego, porque vuelve indiferenciadas a la depresión común de este otro estado –también es consecuencia de una lengua herida: ahí donde la paranoia pone palabras-cercos, muros, palabras de la modernidad, para atajar algo que avanza; la melancolía ante esa verdad claudica: ve la nada y se entrega a ella. Los antiguos pensaban que la melancolía era provocada por el exceso de una sustancia espesa, la bilis negra. Esa misma sustancia es de lo que está hecha la nada. Este ensayo insiste en algo: la nada no es vacía, es llena, está viva y es húmeda.
La nada aplasta, es espesa, rompe el tiempo, en ella todo sobra, incluso uno mismo. Pero los psicólogos hablan más de neurotransmisores hoy que de las consecuencias del asco como experiencia de catástrofe psíquica. Esa es otra forma de decir que nuestra lengua ya no repara nada, e incluso es parte del problema.
El asco asalta, invade. Corta la experiencia del sentido, pero no porque toque lo infinito más allá, sino porque ve la materia que somos: materia despojada de mundo.
Bien es descrita esa experiencia en La Náusea de Sartre. Al protagonista se le revela bajo la figura de una sustancia oscura y pegajosa, la verdad absurda detrás del telón del mundo. Todos somos esa misma cosa, una misma nada, piensa Roquentin. Y esa experiencia hace, como en la vida del melancólico –no el que sublima –, sino el caído, que el tiempo no pase. Es el tedio y la pesadez propia del tiempo después de la historia. Y su reverso, es la búsqueda compulsiva de entretenimiento, para, literalmente, matar el tiempo; o también, buscar en la sacudida, en el golpe, que algo pase. Se trata de la cada vez más común violencia por nada; quizá sea un sustituto de la historias. Intensidades sueltas. La vida queda tan destruida como la muerte en esa violencia, porque provoca que la muerte se trivialice.
Una noticia que pasó algo desapercibida: en Universidad Católica hubo una denuncia acerca del mal uso de los cuerpos donados a la ciencia. Se volvieron mercancía. No hay respeto, decía una académica en la tele. Y es que el respeto es una distancia para que las cosas no se vuelvan una masa indiferenciada. Y son las distancias las que están en crisis.
Es lo que recorre el libro, el fracaso de las distancias en el asco, el grito, lo infrapolítico, “el bajo pueblo” de Salazar, todas aquellas existencias que no alcanzan a convertirse en categoría, sino que se manifiestan como una excrecencia de lo que llamamos realidad: destellos que aparecen y desaparecen. Es lo irremediable también. Nada, ni la política, ni el electroshock, ni la educación, domestica a lo Real con mayúscula.
¿Qué hacer?
Ahora vendría la parte del salto cuántico. Y es justo en este punto donde el autor propone algo: es precisamente lo irreparable, lo que no se domestica, eso que excede, que grita, que da asco, que violenta y es violentado, lo Real, lo que provoca la grieta de nuestras ideas con mayúscula: es lo que exige al pensamiento. Lo Real descompleta a todo aquello que se pretende completo. Impide la solución final. Obliga a seguir con el problema, porque se resiste a las teorías y los sistemas. Y obliga a responder cada vez: no hay técnica ni teoría que nos exima de ello.
Dice el autor, tomando a Cortázar: ocurre cuando pasa algo raro, tienes por ejemplo una araña en el zapato, esa experiencia Real, obliga a narrarla, a contársela a otro. Lo Real no se puede negar, porque es una exigencia en sí misma.
La operación que se juega en este ensayo es la de tomar el problema, el excedente, y a la vez, asumirlo como la respuesta. Como una respuesta muy particular desde luego, que no resuelve con frases de buena crianza para cerrar la charla, sino como una exigencia constante.
El libro pone en tensión todo el tiempo contrarios: expone la catástrofe de la caída del sujeto, de las representaciones y las mediaciones, todo eso que llamaríamos el problema, y a la vez, toma esas mismas manifestaciones para preguntarse por la potencia que portan: descompletan al mundo (quizá este mundo deba ir con mayúscula). ¿Se puede cambiar el mundo sin tomarse el poder? ¿Sin pretender clausurarlo? Es una pregunta del ensayo.
Hay algo más en la respuesta – inacabada, como conviene que sea toda respuesta – y la desarrolla a partir de una pregunta sobre el arte. La obra es, como los sueños, una manifestación que usa lo Real, no lo niega, sino que lo trata a su favor. Si la obra pone en juego lo crudo, replica la violencia, el asco, el grito, no su representación, ¿cabe la pregunta, para qué? Podría ser una pregunta incorrecta, al artista se lo exime de esa respuesta. (Como al científico de sus inventos). Pero Rojas la responde con Sontag: “Las únicas personas que tienen derecho a ver imágenes de sufrimiento extremo son las que pueden hacer algo para aliviarlo, o que pueden aprender algo de ello. Los demás somos mirones”. Rojas propone distinguir la reproducción de la violencia como un entregarse al triunfo del mal, de tantear esos límites – servirse de lo Real –para iniciar una posible transformación.
Hay un punto ineludible del momento ético. No es pese a la crisis de nuestras grandes categorías y referencias morales, sino justamente a causa de ello que nos vemos exigidos como nunca a aquella respuesta singular y sin garantías que es la respuesta ética. Hay un ensayo muy breve de Benjamin sobre los higos frescos, más bien sobre la compulsión de comerlos. Dice que tenía un deber, responder una carta. Cuestión que olvidó al comprar unos higos que no pudo dejar de comer. Indiferenciado en su pulsión, sacó del bolsillo el último, y éste venía con la carta pegada. Evadir comparecer a su responsabilidad lo volvió un tragón insaciable: quien no responde, se vuelve esclavo.
Esa exigencia es la que existe en el intervalo entre la última línea del diagnóstico y una frase final. No una teoría completa.
A fin de cuentas, cada generación debe iniciar con las mismas preguntas, todas comienzan en el mismo punto. ¿Qué hacer? Es una pregunta que ninguna generación se puede ahorrar, sabiendo –hoy más que nunca lo sabemos – que no hay respuesta final ni veremos completados nuestros proyectos.
Roquentin, el protagonista de La Náusea ve la masa informe como la verdad detrás del telón de la historia humana. Pero en la escena final, distingue algo sobre ese fondo: y en lo lleno donde todo sobra y no hay salida, descubre que sí hay. Escucha una música, y reconoce una articulación necesaria, y dice: eso no sobra. Esa definición, esa decisión la salva, también al músico. Y envidia –como sabemos, es esa afección el primer movimiento del despertar de un deseo, aunque también del odio – y decide entonces, escribir un libro.
El sentido no le viene dado por algún fundamento, sino que precisamente por la falta de éste. A fin de cuentas, venir de ninguna parte, y para nada, podría ser un absurdo, pero podemos reconocer también que es algo increíble; somos un inicio.
Es lo que nos toca a casi un siglo y medio de la muerte de Dios: comenzar bajo un cielo vacío.