La piel es un velo
AMALGAMA
No recuerdo si éramos niños o adultos
el sol reverberaba en nuestros párpados.
Los fonemas clandestinos
nacían recién en nuestras bocas
y empezábamos a tomarles el gusto.
Cantábamos o inventábamos dialectos
las pieles en fricción se fundían
en un patio de recreo o una mezquita.
PLAYA EN MARSELLA
Con aire embarazoso, los relegados de la ciudad
se apiñan aquí al atardecer;
las mujeres con hiyab se aglomeran: quitasoles
ante el fulgor de un sol voyerista;
tangas tenues y shorts andróginos
son contrapuntos a esas telas piadosas.
Abro una trinchera en esta arena sobrepoblada.
Siendo yo misma una mezcla adúltera de todo
busco a mis semejantes en este revoltijo
medio cristiano judío laico musulmán
medio aceitoso acético vegano futbolero
miscelánea Coco Chanel con dardos de raï eléctrico.
La silueta de una jubilada secuestra mi vista:
ella parece uno de estos lidos aprovechados por la burguesía
industrial de Marsella, una de esas construcciones
lujosas y con climatización, que enmarcan la costa.
Mi mirada hace un travelling por la playa.
Bajo los rayos de este sol nocturno:
las espaldas cobrizas ceden terreno
a las parrilladas furtivas
(las prohíben, pero la gente las hace de todas maneras)
costillas de cordero, chorizos exudados,
el vapor de África conquista palmo a palmo
esta orilla civilizada: pedante ribera cuya tentativa
es blanquear las manchas migrantes de esta urbe.
Náusea tiene, ante la carne quemada sobre la arena.
Entre el vaho del enjambre,
una niñita, rama del río senegalés,
le dice a su amiga:
“Vas a ver que aquí a veces el sol se apaga”
—es cierto aquí las nubes aparecen y desaparecen
y del otro lado del charco el sol calcina sin interrupción
un páramo con paréntesis ausentes.
Extiendo mi toalla sobre la arena y en el mismo instante,
con un gesto idéntico, sé que mi prima despliega su sajada
en la ribera opuesta, para su cuarta oración del día;
mientras ella reza, mi cuerpo se hunde en la somnolencia.
¿De dónde viene la idea de que las playas vacías
son para lamer la pureza clínica de la nada,
de Dios y su más allá?
Me arrancan del sueño:
carcajadas crepitantes, ventoleras
—en cada mano una costilla consagrada,
abluciones de grasa en las mejillas,
una fiesta sacrosanta.
Los cuerpos hirviendo tienen regusto a ganado sacrificial:
hormiguero híbrido y caótico,
euforia en este edén de subsuelo
donde se saborea un vergel alterado.
SOBRE LA DIRECCIÓN DEL REZO
Según el Corán —2:115—
si es que todos los puntos cardinales
pertenecen a Dios y adondequiera
que dirijamos nuestra cara
allí se encuentra su rostro
¿entonces, por qué todos oramos
en dirección de la Meca?
tal vez porque la imagen de estas miles
de frentes que saludan hacia el mismo lugar
fulgura y borra de golpe todo ego:
nuestras frentes se alzan juntas desde el suelo
y son como los diminutos puntos
de un sol naciente.
EL ELEGIDO
De Jadiya[1]
Viuda en dos ocasiones, los varones
se peleaban el tercer lugar
a mi lado, en mi lecho de arena.
“¡Miren a esta mujer! Su lozanía
decae, pero más de un hombre anhela
plegar la holgura de su carne bajo
los apetitos férreos, zarpazos
de sus palmas” así se profería
por los muros paganos de la Meca
para aludir a Jadiya la Grande.
Querían arrancarme de la rama, cosecharme,
sacarme de mi vaina con maniobras,
enroscarse alrededor de mis fisuras
para endulzar el sabor a vértigo
que salía del sable de mi boca.
En rebosante expansión mercantil,
era experta en hacer fructificar
los beneficios que me habían sido
legados por linaje y casamientos.
Ya que podía transformar la arena
en las más codiciadas sederías,
los hombres me temían como niños
que temen el silencio de las casas
desmesuradas.
Yo era fuente de escándalo
entre desconcierto y maravilla,
torreón erguido que no tolera admonición;
prefiere, en cambio, los cantos que permiten
engendrarse afinada, por sí sola,
estos cantares que perduran alto
en el insomnio de la bóveda celeste.
Yo te escogí Mahoma, para ser
el tercero a mi lado: poseías
la voz humilde, tímida, volátil
de una virgen.
Lynda Mebtouche es investigadora, actriz y directora teatral, franco argelina.
[1]Jadiya fue la primera esposa del profeta Mahoma y la primera mujer de negocios en la historia del islam. Se casó dos veces antes de casarse con Mahoma, quien era quince años menor que ella. Mahoma entró a su servicio y viajó con sus caravanas antes de llegar a ser su marido. No tuvo otras mujeres mientras Jadiya estaba viva.