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La rabia, la risa, o el espíritu es un hueso. Sobre Poemas dentales de Javier Mansilla

 

“El ser del espíritu es un hueso” es la frase de Hegel que le gustaba repetir a un amigo artista.

 

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Frase que nos sugiere el error de una vieja dicotomía, la de la separación del alma y el cuerpo. Lo supuestamente etéreo de lo espiritual –de la psique, del alma y la subjetividad, todos posibles sinónimos— es a su vez cuerpo, hueso, materia, soma. Nos enfermamos del alma y del cuerpo a la vez, es sabido.

 

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Los artistas visuales saben de esta unidad, la practican. Hacen de la espiritualidad materia, y viceversa.

 

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En este libro, el artista visual Javier Mansilla se hace además poeta, mezcla las materias con lo etereo de la palabra. “Como la pintura así es la poesía”, dijo el poeta romano Horacio.

 

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Como “Oclusión parafuncional” nombra el primer capítulo, y nos pone así en la línea del desvío. El uso no funcional, o distinto a lo funcional, de un acto. Para este momento, del acto de cerrar la boca y juntar los dientes.

 

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¿Acaso no es el arte un desvío de lo utilitario, un acto parafuncional?

 

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Mansilla asume esa parafuncionalidad desde los objetos mismos, escogiendo los más precarios, los desechados –tapas, lápices rotos, bombillas y tenedores plásticos, vasos de plumavit, cuescos– y, como un ecologista de las cosas menores –Mansilla es un San Francisco de los basurales–, las recoge y les da una nueva dignidad, la de la escultura, la del circuito de las bellas artes. Y la tapita, que sufrió una primera mutación de tapa a basura, por obra del artista recibe una tercera vida, ahora como arte, eternizado además por la fotografía, para luego volver a ser basura, como todo. No hay esperanza de redención, más bien juego de ideas, una danza sobre la catástrofe.

 

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Los dientes.

Mostrar los dientes es un acto de salvajismo. Es la muestra más directa del animal que fuimos. Muestra el proceso de metamorfosis que hemos vivido hacia ser seres civilizados, pero incompletos, proclives a volver a ser bestias. De ahí la atracción arcaica por los hombres lobos y por los vampiros, al elegante y eterno hombre del castillo que le crecen los colmillos para clavarlos en la carne blanda de su víctima.

 

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Algunos apasionados amantes muerden a sus amadas.

 

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Los niños muerden como acto más extremo y eficaz de su violencia.

 

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Y tener dientes, esa animalidad, es una muestra de dignidad. Nos cuidamos los dientes, nos lavamos los dientes, nos ponemos dientes falsos si es necesario.

 

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Soñar que se nos caen los dientes es un sueño arquetípico de muerte.

 

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Sonreímos nuestro esqueleto, lo mostramos con orgullo, como signo de unidad entre lo vivo y lo inerte, entre lo perdurable y lo que se desintegra.

 

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Y el diente no es un hueso, no es capaz de regenerarse como aquel. Es más parecido a una piedra. Llevamos piedras en la boca. Perlas, le dirá Mansilla.

 

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El espíritu es un diente.

 

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Muerde, rompe, tritura. El artista recoge paciente los restos, monta una pequeña figura. Su única ternura es su pequeñez, es un monstruo que quiere volver a vivir, un fantasma hecho de uñas mordidas, un híbrido horrible, un mutante, un objeto siniestro, un muerto en vida, o una vida echa de muerte.

 

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Sr. Editor. Me interesa hacer un libro color encía, color chicle mordido de frutilla, con papel ahuesado y tapa dura. Vamos, Ud es el artista. Fondart paga.

 

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Jeff Goldlum, en el proceso de dejar de ser hombre para convertirse en mosca, pierde sus dientes frente al computador, estos caen junto a las teclas de esos teclados ochenteros que parecían una masa de dientes.

 

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Los dientes son nuestra fortaleza de mamíferos, con ellos podemos morder el pezón de nuestras madres, separarnos de ellas.

 

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Los poemas de Mansilla son de una objetividad radical. Me recuerdan a lo más crudo del poeta Gonzalo Millán. Son textos como anotaciones científicas, midiendo los gramos de los objetos, la solidez de ellos, ponderando su existencia, la utilidad de los mismos, el uso diverso que se le puede dar, por ejemplo, a una bombilla plástica –instrumento de viento, megáfono–, puras inutilidades, como el arte mismo.

 

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Pero los objetos siguen ahí, nos perduran, así las latas de cerveza, el paquete de maní, los cuescos de aceitunas de Azapa, que pesan 22 gramos, muy poco, pero que tendrán más perdurabilidad que las palabras cruzadas en el aperitivo: “las facultades y pormenores de comprar un vehículo / o cambiarse de casa / y los posibles estilos de educación para brindar al bebé”, todo eso se lo llevará el viento, los cuescos seguirán por ahí con su peso específico.

 

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Javier Masilla es consciente que trabaja con una materia y metáfora fuerte, que conlleva pensar al menos en dos cosas:

 

(1)   Las marcas de la historia en nuestra subjetividad: los traumas amorosos, las muertes de nuestros padres, nuestros fracasos e insistencias vitales. Su estrategia está lejos de lo obvio, y realiza un montaje de ocultamiento del dolor por medio de la objetividad del lenguaje de la ciencia, que termina, como todo lenguaje, de ser horadado:

“Pieza 21: Atrición conyugal

Pieza 22: Fractura social

Pieza 23: Restauración moral

Pieza 24: Trauma laboral

Pieza 25: Desgaste cerebral

Pieza 26: Implante espiritual

Pieza 27: Corona”

 

Especialmente notable son esos dibujos de bocas con sus dientes y anotaciones guías, como un mapa de la historia personal tallada en la dentadura: así leemos consumos varios (Nescafé, Piscola, queso Philadelphia), viajes (Río Paraná, Málaga), traumas (orfandad 1992), personas, estudios, etc.

 

 

(2)   La inminencia de la muerte o lo pasajero de la vida, y ante ello, teñido de la melancolía de saberlo infructuoso, nuestro deseo de perdurar, de ganarle un minuto al deterioro y a la muerte que se asoma por todas partes:

 

 

“espero conservar todas mis extremidades y sus dedos

que la pulpa de los huesos no se filtre

que no se asomen las cabezas de los clavos

exterminar las ratas y termitas

 

espero no tener que pintar esta casa de nuevo

al menos no tan pronto

y poder ver el brillo largo del esmalte

 

y que el polvo de los días

y las escasas gotas de lluvia detengan

su daño inexorable”

 

 

Y como irónico consuelo: “Después de mi muerte, quedarán mis muelas”.

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Los dientes, a su vez, para Mancilla, son metáfora de nuestro habitar moderno, de la urbe, con sus cementos, agujeros, protuberancias levantadas por las raíces, con sus huellas e inscripciones, con sus conexiones a lo profundo de la tierra. Somos la tierra, este planeta, nuestro cuerpo es fruto, costra, tumor de ella, “y al final, desapareces”, nos dice el poeta.

 

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Somos símbolo de la guerra / llevamos la furia y la risa // piezas imprescindibles / del desarrollo humano // engranajes de la máquina / demandamos atención gratuita ahora / ahora ya / por el bien de la incisión / por la oclusión / por la deglución / y la dicción”

 

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La rabia y la risa tienen una expresión dental, apretamos los dientes en la rabia, o, como los perros, se pueden mostrar de manera amenazante. En la risa también mostramos los dientes ¿Ríen los animales o es una cuestión humana?

 

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Elias Canetti, en el apartado “Piscología del comer” de Masa y poder, parte con la siguiente sentencia: “Todo lo que se come es objeto de poder”. El comer nos hace más grandes, más fuertes. Los grandes señores, líderes, reyes, los imaginamos como hombres gordos, corpulentos. Al comer en conjunto en una mesa, ese poder se distribuye, se comparte. Y, dice Canetti, la más fuerte cohesión es la que “se origina entre los comensales cuando saborean un animal, un cuerpo, que también vivo conocieron como unidad, o único pan”. Esta solemnidad se explicaría para el escritor búlgaro en que, básicamente, y al menos por esta ocasión, no nos comeremos entre sí. “Se está sentado junto a los demás, uno descubre los dientes, come, e incluso en este momento crítico no siente apetito por el otro. Uno se respeta por ello, y también respeta al otro por su reserva, de valor idéntico a la propia”. Mostramos los dientes, pero sin amenaza, lo que nos vuelve comunidad humana. Más adelante hace una interesante observación: “La familia se vuelve rígida y dura cuando excluye a los demás de su comida”.

 

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La boca es un inapelable umbral en los mamíferos. Por ella respiramos, nos alimentamos y, según nos enseñó Freud, es nuestra primera zona erógena. Nos separa entonces, como umbral, de la muerte. Y a su vez está ahí nuestra conexión y distancia con lo animal. Con ella trituramos e ingerimos, podemos volver a ser lobos o vampiros. Y a través de ella hablamos, nos comunicamos, cantamos, hacemos comunidad. Descubrir los dientes es mostrar esta complejidad, con la cual Mansilla trabaja.

 

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Ocultar los dientes es velar estos umbrales de la vida y la muerte, del hombre y lo animal. De ahí la pobreza del comer solos, del reírse solos, o, definitivamente, de no tener dientes. El sueño de la muerte.

 

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“La risa –seguimos con Canetti—ha sido objetada como algo vulgar porque durante ese momento uno abre ampliamente la boca y descubre los dientes”. Especula este autor que el origen de la risa estaría en la alegría de tener asegurada una presa para alimentarse, y que la caída de una persona nos causaría risa por que evocaría a esa presa posible. “Uno ríe en lugar de comer”, escribe, es un gesto de superioridad ante alguien o algo que podría ser devorado, pero que no lo hacemos. Convertimos la materia en símbolo, nos reímos en vez de comer. Cuestión que no hacen los animales, sigue Canetti, estos no ríen, no dejan escapar a la presa.

 

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Sin embargo, lo que se muerde en el libro de Mansilla son principalmente desechos, cosas insignificantes, que no alimentan, que apenas sirven para algo. La parafuncionalidad del masticar. No hay costillares ni lomos acá, si es que un hueso ya mordido de pollo. Cuestión hipermoderna, pienso. Acá se retrata la neurosis urbana, la mordida solitaria, la ansiedad. De este modo, en unos de sus poemas se pregunta con humor irónico: “¿Cuánta energía libera una mordida? […] Si sumáramos la presión que hacen todas / las mandíbulas activas del planeta // toda la ansiedad del planeta / ¿cuánta fuerza haríamos? / ¿tendríamos luz gratis? / ¿luz, agua, gas? / ¿Internet?”.

 

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El humor y el arte parecen ser, finalmente, las claves para huir de la angustia de la muerte. Mostrar los dientes para reírse y no comernos entre nosotros; convertir nuestras uñas masticadas en pequeños, manipulables y horribles monitos esculturas. Arte que apenas oculta la sublimación, dándole potencia y brutalidad a la obra, y su vez, y tal vez más importante, ternura y familiaridad a lo desechado y precario.


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Poemas dentales

Javier Mansilla

Lecturas Ediciones

2023


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