La velocidad de las cosas
Este texto es la nota preliminar que Leila Guerriero, editora y curadora de El corazón de la bestia, hizo para este libro que ha sido publicado por Bookmate, una aplicación de lectura que permite leer y escuchar millones de libros y audiolibros en dispositivos móviles.
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Todo va muy rápido. La palabra impresa en el lomo del siglo XXI podría ser “aceleración”. Si una señora española del siglo XVI no usaba una vestimenta muy distinta a la que usaba una señora española del siglo XV, es difícil reconocer en los atuendos de 2024 algo de los códigos de vestimenta que regían en los años ‘20 del siglo pasado. La inteligencia artificial desarrollada en septiembre queda obsoleta y es reemplazada por otra más potente en octubre. Los conceptos en torno a los derechos de mujeres, personas trans, colectivos LGTBQI, racialidades, pueblos originarios, se modifican, si no con la velocidad de la tecnología, a un ritmo apreciablemente mayor que en el siglo XX, cuando esos cambios tomaban décadas.
A mediados de los ‘90, Cris Miró, una fabulosa mujer transexual que triunfaba por entonces haciendo teatro en la Argentina, fue invitada a un programa emblemático de televisión, Almorzando con Mirtha Legrand, en el cual la conductora le hizo preguntas como:
“¿Esta es tu voz natural?”, “¿No tenés barba?”, ¿Te molesta que se sepa que sos un muchacho? No sé cómo tratarte, Cris. Te digo la verdad: señorita, señor, no sé”, “¿Votaste? ¿En la mesa de los varones?”.
Cris Miró respondió con calma, buena educación y temple en una época donde se hablaba de “los travestis” en masculino, y donde ella misma fue presentada por Legrand como “un transformista”. Hoy esas palabras y esas preguntas serían no solo síntoma de desinformación por parte de la conductora —ya lo eran, solo que no se notaba— sino que generarían reacciones de repudio que escalarían a niveles delirantes.
Este libro nació con eje en esa idea de la velocidad, en la forma en que los conceptos acerca de cuestiones sociales, políticas y culturales cambian y, con ellos, las relaciones que los humanos establecen entre sí y con el entorno, si es que puede llamarse así a lo que es nohumano.
En el año 1986, el director de cine, zoólogo y documentalista japonés Masanori Hata estrenó la película Chatrán, un éxito descomunal que narraba las aventuras y desventuras del gato que llevaba ese nombre. La escena en la que Chatrán se aproxima, flotando en un cajón de madera, a los peligrosos rápidos de un río quedó grabada en el recuerdo de miles de niños, que la vieron en el estreno, como algo horroroso. ¿Por qué resultaba para ellos tan amenazante aquella escena de la cual, además, el gato salía ileso? ¿Se anticipaban con su espanto a lo que empezó a comentarse después: que más de veinte gatos habían muerto en el rodaje? ¿Veían esos niños nacidos en los años ochenta algo que los demás no eran capaces de ver? “Es difícil entender cómo sobrevivió Chatrán. De hecho, según el grupo defensor de los derechos de los animales más grande de Japón, no lo hizo. O, para ser más exactos, un tercio de los utilizados no lo hacían”, decía un artículo publicado en The Economist el mismo año del estreno. Leyenda o realidad, se dice que durante el rodaje de la película murieron veinte gatos. Ahora, Chatrán sería una película imposible.
En noviembre de 2020, el periodista argentino Pablo Plotkin publicó en la revista mexicana Gatopardo la historia de Mara, una elefanta que vivía en el zoológico de Buenos Aires y que, después de un largo proceso judicial, fue trasladada a un santuario. Plotkin entrevistaba a Héctor Ricardo Ferrari, doctor en ciencias naturales dedicado a la etología, el estudio del comportamiento de los animales. Escribía Plotkin acerca de Ferrari:
“Es profesor en la cátedra de Bienestar Animal en la facultad de Veterinaria de la Universidad de Buenos Aires e integró la comisión de expertos que colaboró en el caso de la orangutana Sandra. Después del habeas corpus de 2015 que la declaró sujeto de derechos, Sandra fue enviada en septiembre de 2019 al Center for Great Apes, una reserva en Florida (...). —Sandra fue el escenario en el que discutimos qué es un ser humano —dice Ferrari.
Llevamos toda la era cristiana definiéndonos por oposición: el sexo opuesto, el predador y la presa. Y hemos definido al humano como aquello que no es animal. Los animales no tenían lenguaje, no usaban herramientas, no tenían sentimientos ni pensamiento abstracto. Bueno, ya se demostró que todo eso lo hacen. Y cuando movés una categoría, se te mueve la otra. ¿Qué son los animales? Los humanos somos animales. Desde el momento en que te asumís como parte de una diversidad, la idea de excepcionalidad desaparece”.
La orangutana Sandra, a la que alude el artículo, fue un parteaguas en la Argentina. Estaba en el zoológico de la capital argentina, sola. La Asociación de Funcionarios y Abogados por los Derechos de los Animales (AFADA) presentó una demanda porque consideró que la situación era intolerable. Hasta ese momento, el Código Civil y comercial consideraba a Sandra “cosa” u “objeto”. El caso llegó en marzo de 2015 al Juzgado Contencioso, Administrativo y Tributario número 4, dirigido por la jueza Elena Liberatori, un apellido significativo. Una nota de El País Semanal de aquellos años daba cuenta de la resolución del caso: “El 21 de octubre de 2015 se emitió sentencia: Sandra fue reconocida como “sujeto de derecho” (no “objeto”) y se ordenó al gobierno de la ciudad de Buenos Aires, propietario del zoológico y, por tanto, de la orangutana, que garantizara al animal “las condiciones naturales del hábitat y las actividades necesarias para preservar sus habilidades cognitivas”. Seguía diciendo que “la Sala Tercera en lo Penal, integrada por tres magistrados, resolvió el 12 de diciembre de 2016 que ‘nada obsta a considerar a este tipo de animales como sujetos de derecho no humanos (...)’ Sandra quedó reconocida como persona no humana. Y se le concedió un recurso de habeas corpus, el procedimiento por el que cualquier detenido puede exigir comparecer ante el juez para que este determine sobre la legalidad de su privación de libertad”. Sandra fue trasladada al estado de Florida. Poco después, el zoológico de Buenos Aires dejó de existir y se transformó en Ecoparque, donde ya casi no quedan animales en cautiverio.
Todo sucede a mucha velocidad. De los chatranes posiblemente sacrificados en pos de la industria cinematográfica, de los monos vestidos como bailarinas o maniceros, de la fauna silvestre adornando los parques de millonarios con caprichos caros, de los circos con elefantes, chimpancés, tigres, víboras y leones, a las personas no-humanas.
El 7 de julio de 2012, antes de la sentencia que determinó que Sandra era mucho más que carne y pelos, un grupo de neurocientíficos se reunió en la Universidad de Cambridge para hacer una declaración pública: “el peso de la evidencia indica que los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la conciencia. Los animales no humanos, incluyendo a todos los mamíferos y aves, y otras muchas criaturas, entre las que se encuentran los pulpos, también poseen estos sustratos neurológicos”. Esa declaración está citada en dos de los textos que reúne esta antología y resume su espíritu y sus preguntas: si todo cambia a toda velocidad, ¿cómo cambiará el concepto que los humanos tenemos de los animales en unos años? ¿Cómo se analizará en cinco décadas lo que se hacía con los animales en los años 20 del siglo XXI: comerlos, encerrarlos, decapitarlos, embalsamarlos, coleccionarlos, cazarlos, domarlos, castrarlos, vacunarlos, vestirlos, masajearlos, manicurearlos, usarlos como bestias de carga, de tiro, de rastreo? ¿Las generaciones futuras contemplarán la relación entre humanos y animales de esta era como se contemplan ahora la esclavitud o la idea de razas inferiores y superiores: con espanto?
El periodista y escritor argentino Martín Caparrós es el autor de una obertura que da la clave para las piezas que siguen. En su texto, titulado “El reino animal”, reflexiona acerca de la relación entre humanos y animales domésticos y llega a sitios tan impensados como inquietantes, iluminando con mirada lúcida lo que se tiene tan cerca que en ocasiones no se ve: “los perros sirven, sobre todo, como vectores de ese amor que tantos no saben a quién dar ni de quién recibir. Tratándose de amor, el negocio es seguro. Dicen que hay, en todo el mundo, entre 800 y 900 millones de perros que consumen 100.000 millones de dólares al año en comidas y remedios y lacitos. Su situación —como la de los gatos— ha evolucionado igual que el resto de la economía del mundo. Queda dicho: los animales que viven con personas ya no trabajan en el sector primario sino en el terciario, no en la producción sino en servicios; en concreto, el servicio de la compañía y el juego y el mimito”.
En “Nace una estrella”, el ecuatoriano Santiago Rosero narra la historia de Ana Burbano y Estrellita, un mono chorongo. Todo comienza en la casa de la mujer ubicada en Ambato, a 150 kilómetros de Quito, cuando recibe, casi con repulsión, a la mona Estrellita a modo de regalo. Rosero pulsa las teclas de una partitura que por momentos es bizarra y cómica para internarse en un laberinto oscuro de desesperación humana y animal, de indiferencia y frialdad burocráticas. Narra el cariño, el amor, la crianza, las diabluras, la complicidad entre humana y mona sin evitar las aristas contradictorias: un animal que vivía en libertad lleva una vida doméstica junto a una mujer que la trata, y la siente, como una hija. Poco a poco, la comedia se torna tragedia, y lo que parecía dulce se transforma en un drama en el que nadie queda a salvo.
El autor mexicano Emiliano Ruiz Parra aborda el tema de los animales domésticos en la Ciudad de México y encuentra historias de perros y gatos que salen a pasear con guardaespaldas, son mimados en hoteles especiales, tienen problemas de conducta que una comunicadora interespecies resuelve a cambio de una consulta de 90 dólares. “En la casa que Ariana tiene en Tijuana hay seis perros, tres gatos y una tortuga. Hay dos empleados de tiempo completo: uno atiende a las razas grandes, que viven en el jardín, y otro a las razas pequeñas, que viven en el interior. Milka es la única de raza grande autorizada a estar en cualquier ambiente. Los de raza grande comen Eukanuba y los pequeños Nupec: comida premium de a cien dólares el bulto”, escribe Ruiz Parra en “Los animales me enseñan cosas”, para contar no solo el modo de vida de perros y gatos que en ocasiones viven como reyes mientras muchos humanos que habitan en la misma ciudad apenas sobreviven, sino la de un mercado en expansión permanente: en comida para sus animales de compañía los mexicanos gastaron 1.664 millones de dólares en 2016, 2.455 millones en 2021 y 3.000 millones en 2022.
En “Por el camino de los caballos”, la uruguaya Soledad Gago Delfino desliza una pregunta: cuando se acaba con una tradición, ¿no se termina también algo del orden comunitario? Esta historia se enfoca en la jineteada, una tradición de la cultura gaucha de la Argentina, el sur de Brasil y Uruguay, que Gago describe así: “un jinete debe sostenerse arriba de un caballo que no esté domado durante ocho segundos (...), mientras el animal corcovea (...) para sacárselo de encima. Tendrá más puntos el jinete que no solo resista sobre el animal, sino el que haga una monta limpia: el que acompañe los movimientos del potro, el que le pegue con el poncho y lo azuce con las espuelas (...) para que corcovee más, el que se sostenga con una sola mano y mantenga la otra en el aire para asustar al animal. Los caballos también obtienen puntos. Tendrá más el que más corcovee, el que se desplace hacia delante y no hacia los costados, el que recorra buena parte del ruedo y no se quede en el lugar, el que no se arroje al suelo, el que levante más las patas. En definitiva, el que más se desespere”. La polémica en torno a las jineteadas es similar a la que existe en torno a los toros: ¿es tradición o es tortura? Si es una tradición, ¿es razonable que continúe? Si no continúa, ¿qué cosas desaparecen con ella?
Colombia es el país con mayor cantidad de especies de mariposas en el mundo. La colombiana Lina Vargas coloca en el centro de su crónica, “Las alas del deseo”, a Jean François Le Crom, un hombre de 74 años nacido en Francia, taxónomo, fundador de la Asociación Colombiana de Lepidopterología y dueño de la colección de mariposas privada más grande de ese país, con 30.000 especímenes. Le Crom, el magnetismo que las mariposas ejercen sobre él y su preocupación acerca de qué sucederá con ellas cuando él no esté, es el punto de anclaje de una historia que recorre tanto mariposarios fabulosos como el rastro perdido de colecciones arrasadas por incendios, al tiempo que describe a estos seres desde el momento de la fecundación hasta su vida adulta cuando ejercen, sobre los humanos, el hechizo que las hace objeto de codicia, de acopio, de contrabando y colección.
Finalmente, “Perros de la calle”, de la chilena Sabine Drysdale, plantea un choque de fuerzas incómodo. Hace algunos años, un perro callejero chileno, un quiltro, fue exterminado a palazos. El hecho fue filmado, se viralizó, produjo indignación. Como consecuencia, en 2017 se aprobó la llamada Ley Cholito, que “además de penalizar con cárcel el maltrato a las mascotas, convirtió a los perros callejeros, como a las vacas en la India, en una aristocracia canina, sujetos de derecho que pueden deambular libremente por el espacio público, criarse tranquilamente en su ‘nicho ecológico’, hacer pis, defecar donde les plazca, reproducirse a gusto, juntarse a hacer zafarrancho con otros perros amigos, y cuya existencia queda protegida hasta la más dulce muerte natural: se prohíbe el exterminio como método de control y la eutanasia solo queda para casos de extremo sufrimiento del animal o que este sea portador de la rabia (...)”. Drysdale habla con personas de la calle que conviven con los quiltros, con proteccionistas que los defienden, con dueños de campos que los matan porque aniquilan a su ganado. “El Servicio Médico Legal hizo, entre 2018 y 2022, veintidós autopsias de cadáveres de personas asesinadas por perros. Imposible saber cuántos otros cuerpos desollados no pasaron por el examen forense”, escribe, enumerando casos de humanos aniquilados o mutilados por quiltros, para terminar con esta frase: “¿La vida de un perro vale lo mismo que la de un humano?”.
Eso es lo que esta antología viene a decir: dentro de cincuenta años, ¿qué respuesta tendrá esa pregunta?
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