Libros y lectura. Cultura para una política.
En abril se presentó la nueva Política de la Lectura, el Libro y las Bibliotecas. Es bastante larga y su primer énfasis es en los lectores y la diversidad. Realmente pone en el centro a los lectores (“y no lectores”, como se declararía el 52% de la población). Incluye muchos conceptos, promueve la ecoedición y la perspectiva de género, lo territorial y patrimonial, por ejemplo. Valora a las bibliotecas y las divide en tres: nacionales, internacionales y digitales; busca favorecer a “bibliotecas públicas y escolares, relacionadas con autores y publicaciones nacionales, regionales y locales, incluyendo creaciones de valor simbólico y cultural, que enriquezcan el tejido social y patrimonial de los territorios y en distintos soportes”.
Es difícil meterse en la ambigüedad, la amplitud o la estrechez de expresiones como “autores y publicaciones nacionales”, “tejido social y patrimonial”, o “creaciones de valor simbólico y cultural”, pero hay preguntas básicas y complejas: el énfasis en los territorios, lo local, por supuesto, pero una biblioteca tiende a lo universal y diverso –a la bibliodviersidad–; los soportes, ¿libros o qué? Claro, revistas, películas, programas, pero hay libros digitales y libros reales. Las bibliotecas necesitan libros de papel.
¿Por qué? Simplemente porque los libros sacan de las pantallas, dan otra relación con el lenguaje; la capacidad de leer tiene que ver con el tiempo y con la capacidad de hablar. De parar y pensar. La lectura del papel da otra experiencia. Se lee también lo que está escrito en las paredes y las pantallas de los teléfonos, dirán, como dijo el ministro de las Culturas en el Día del libro: “No hay que quedarse atrás”.
En ese campo abierto, el libro es tanto más acogedor, con su estética y formas creativas en varios niveles. El libro, como dice el lugar común, es un logro mayor de la cultura, imperativo ante el cambio ritmo y sentido que imponen lo digital y lo vociferante. Si una política del libro ve lo digital como horizonte de superación, no es una política del libro. Es una política de la lectura, que está bien. Hay libros y libros digitales, así como hay inteligencia natural y artificial, la lechuga del huerto y la comida ultraprocesada. Los libros son lo opuesto a lo “digital” –aunque se puedan leer en un kindle– y al robot que sabe redactar y “aplicar” sentido. Sí, hace un super buen resumen de tres papers, pero las operaciones de búsqueda, lógicas y sintácticas, no son la escritura, ni la lectura es una suma de desciframientos. Hace un buen rato podemos buscar en un procesador de texto, copiar y pegar, corregir, buscar sinónimos, etc. Los libros, en cambio, no son una ingeniería de rendimiento de hace un par de décadas, sino el fruto de varios siglos de evolución, del esfuerzo de varias personas que no caben en una instrucción de datos. Son hechos en otro tiempo y proponen otro tiempo, el de las palabras y las imágenes trabajadas. Son artesanales, industriales y populares al mismo tiempo, y también pueden resultar la mezcla ruinosa de las tres cosas. Si el precio del papel sube al doble, se imprime la mitad, así de materiales son los libros.
Para los niños, reemplazar los libros por lo digital es más perjudicial, y ya varios sistemas educativos, como el sueco, se han devuelto al papel. Catherine L’Ecuyer resume las muchas alertas: “La medicina insiste en que no hay evidencia de que la tecnología sea beneficiosa para los niños. Es todo lo contrario: el uso de tabletas en las aulas a partir de la primera infancia puede interferir con el aprendizaje de la lectoescritura y fomentar la multitarea tecnológica, que dispersa la atención. No hay estudios que establezcan sus beneficios ni la ausencia de sus perjuicios. Sí hay una industria con un presupuesto de marketing ilimitado para patrocinar congresos educativos o estudios puntuales de rigor cuestionable y que se basan en criterios subjetivos (“gusta más”). La multitarea tecnológica les pasa factura a los niños: más errores, más superficialidad en el pensamiento, pérdida del sentido de la relevancia, de contexto, confunden información con conocimiento”.
La biblioteca, en estos tiempos, debe ser un centro de información para el conocimiento y el contexto, con actividades que siguen ese otro tiempo de los libros –el tejido y la cerámica, el huerto, la serigrafía o el yoga–, para detenerse a pensar. Puede incluir lo digital, pero si su perspectiva es digital, la biblioteca puede considerarse inútil. Sin espacio físico, cuando resulta que las cosas, la gente, los libros, como todo, ocupamos un lugar. No somos un espectro descargable. Los niños no son operadores de herramientas para el conocimiento, son seres que sienten.
Los libros, que son cosas, tampoco son simplemente mercancías. Aunque haya que considerar seriamente por qué una persona se gastaría 12 o 18 mil pesos en un libro y no en una comida, un carrete o una polera, debemos tener libros a nuestro alcance, es realmente un derecho. Todos los países tienen redes de bibliotecas, por ejemplo, y usarlas parece de lo más atinado y civilizado.
Con la política nueva, en Chile hay muchas palabras y hechos inciertos al respecto. Aunque se construyen nuevas bibliotecas regionales y existan más de 600 bibliotecas en el país, además de planes y cruzadas público-privadas por la lectura, la realidad de las políticas del libros son más penosas. Las bajas sostenidas en compras y producción editorial, el avance de lo digital en el Ministerio de Educación, el debilitamiento de la Secretaría del Libro del Ministerio de las Culturas –que ejecuta el fomento de la lectura y gestiona concursos para fondos, compras, premios, ferias, becas, viajes del “ecosistema del libro”–, y retractarse de la invitación de honor a la feria de Frankfurt en 2025 después de años de trabajo ministerial por internacionalizar el libro –supuestamente para favorecer el desarrollo local–, son algunos de varios ejemplos de una crisis de desvalorización, sin concepto ni comprensión de una cultura, de algo difícil que se sabe hacer.
Pongamos un ejemplo reciente, el stand de Santiago en la Feria del Libro de Buenos Aires. No me refiero al tan bullado programa de autores invitados, logrado y respetable –del poeta David Aniñir a Lola Larra, de Óscar Contardo a Carlos Peña, por nombrar a cuatro de más de 60, incluidas casi todas las lumbreras–, sino a la experiencia del stand de Santiago, ciudad literaria invitada, que estaba muy bien para acoger visitantes cansados y actividades, pero no a los libros. Débilmente expuestos de a uno en repisas metálicas de bodega; desordenados, solos. En el muro de fondo, grandes libros de lujo junto al anaquel principal, vidriado, con botellas exclusivas de vino y pisco, además de collares y otros elementos de “diseño” dentro.
Como si no fueran suficientemente atractivos y valiosos, como si no fueran diseñados, los libros parecían un adorno incómodo. En vez de un espacio para ver una exposición diversa de narrativa, poemas, crónicas, fotos, pinturas (autores, editores y libros) sobre la ciudad de Santiago –mesones, básicamente, además de estantes y gráfica que contara algo–, era un ejercicio arquitectónico trasparente y modular con varios desniveles (riesgo de tropiezo cuando uno mira libros) para exhibir cualquier cosa. Había cojines gigantes siempre con niños descansando y jugando, sillitas modulares para actividades, música chill out, jóvenes mediadores con overoles verdes y un guardia amable que parecía avergonzado de cuidar botellas de alcohol de supermercado. Qué vergüenza, en un país productor de vinos y con sólida cultura librera.
A pesar de las importantes dificultades económicas, en Buenos Aires aumentaron otra vez las ventas y los participantes. En Argentina los bibliotecarios de una red de mil van a las ferias de libros a escoger sus libros con doble subvención, y los mandan a sus bibliotecas ahí mismo por correo. El presupuesto del Estado se cuadruplicó. En Chile hace al menos cinco años sigue igual y a la baja. En libros para bibliotecas públicas no escolares (la escolares bajaron de unos 7 mil a 4 mil millones en seis años) se gastaban nítidamente unos 1600 millones al año –para comparar, son 2 millones de dólares, lo mismo que el Ministerio de Ciencias gasta en actividades divulgativas para un solo festival de tres días–, pero ahora parece que bajaron a mil. Todo el negocio del libro serían 50 millones de dólares, me dicen, “así de poco” (no entiendo el negocio). Si imprimir cuesta el doble, las compras bajan, las licitaciones del Estado se vuelven lejanas e incomprensibles, y lo digital avanza junto otras amenazas tanto peores, cuesta tener fe en que exista una cultura del libro que soporte la política y su difícil ejecución.
Marcela Fuentealba
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