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Literatura y teoría literaria, cuestión de fe

¿Qué esperanza hay para el arte si todos sus recursos pueden convertirse en una especie de autoparodia demoníaca, una técnica virtual para la destrucción? La respuesta a esta pregunta es el corazón del argumento de Gabriel Josipovici en La escritura y el cuerpo, libro publicado el año pasado en Chile. La escritura sigue siendo una actividad corporal, una labor mortal cuyos efectos se registran, inscriben o sugieren metafóricamente en el texto de diversas maneras.

Por Christopher Norris


En el actual clima de intercambio polémico, uno puede dudar si Gabriel Josipovici se tomaría muy favorablemente ser listado del lado de la “teoría literaria”. Aunque sus ensayos hacen referencia a figuras como Barthes y Derrida, lo hacen con un aire de estudiado desapego, como para prevenir cualquier acusación de complicidad más profunda. Si se trata de una elección directa entre “interpretación” y “teoría” —por irreales que sean los términos de esa elección— Josipovici está en la labor de interpretar textos, y solamente tiene tiempo para diversiones teóricas cuando apuntan a una lectura o adornan un tema. Sin embargo, es justo señalar que estos ensayos de La escritura y el cuerpo (basados en sus Conferencias Northcliffe de 1980-1981, impartidas en el University College de Londres) difícilmente podrían haber tomado su forma actual si no hubiera sido por el involucramiento de Josipovici en la teoría literaria reciente. De hecho, es uno de los méritos del libro el que se mueva entre la “teoría” y la “interpretación” con una naturalidad no forzada que ayuda a desacreditar esa falsa y engañosa dicotomía.


Como en su colección The World and the Book (1971), Josipovici practica una especie de proceso de mediación de dos vías. Allí, su principal preocupación eran los temas de procedencia generalmente “estructuralista”, y su argumento era que estos tenían un rango de aplicación más allá de sus actuales usos técnicos y autoconscientes. El punto estaba bien planteado en capítulos sobre literatura medieval y del Renacimiento. El estructuralismo puede parecer ofensivamente novedoso para los lectores formados en las nociones posrenacentistas de la presencia del autor y el carácter único e individual de las obras de arte literarias. Sin embargo, solamente se tenía que mirar fuera de este capítulo de la historia cultural para encontrar en funcionamiento algunas convenciones muy diferentes. Leer a Chaucer o al Dante a la luz de la teoría narrativa estructuralista es darse cuenta de que tales ideas a menudo se reflejan misteriosamente en textos que son anteriores a nuestras suposiciones culturales más básicas. Lo que los críticos están hoy en día tan ocupados en deconstruir —el complejo de actitudes que componían el “realismo expresivo” del siglo XIX— era, por supuesto, bastante ajeno a los textos en cuestión. Temas como la “intertextualidad” y “la muerte del autor” adquieren un significado mucho más amplio, aunque quizá menos dramático, cuando se ven en esta perspectiva histórica ampliada. ¿De qué otra manera se podrían explicar los hábitos de pensamiento formularios, la pura convencionalidad y la ausencia de individualismo “creativo” en la poesía compuesta según un conjunto completamente diferente de prescripciones culturales? El estructuralismo aquí se convirtió en algo propio, no tanto una “teoría” como una cuestión de tacto interpretativo directo. A los críticos como Barthes se les podía denigrar, por así decirlo, desde las alturas del ensimismamiento especulativo, y sus ideas puestas al servicio de la erudición imaginativa.


Hay mucho que decir sobre la empresa de Josipovici. Quienes se oponen a la “teoría” tienden a considerarla como algo monolítico y enteramente entregado a la tarea de ajustar sus propias tuercas y tornillos. F.R. Leavis estaba sometido al mismo engaño cuando negó con ferocidad (en respuesta a René Wellek) que los críticos literarios pudieran o debieran intentar una explicación “filosófica” de sus argumentos y juicios. Leavis consideraba la filosofía como un asunto de generalización abstracta, completamente fuera de contacto con la experiencia de realmente descubrir las respuestas propias a través del proceso de escritura y lectura. La teoría crítica solamente podía representar una especie de distracción innecesaria, una actividad que se interponía en el camino de cualquier respuesta genuina e inmediata. Leavis, en resumen, hablaba a favor de la tradición expresivo-realista en su forma más dogmática y, se podría argumentar, en su teoría más arruinada. La notoria exclusividad de su libro The Great Tradition es un aspecto de su incapacidad para concebir que podría haber una literatura que realmente hiciera explotar las convenciones, que aprovechara al máximo su propia naturaleza problemática y, sin embargo, mereciera una seria atención. Las objeciones de Leavis a la “teoría” en la crítica estaban totalmente en línea con su rechazo del Finnegans Wake como un abuso del lenguaje conscientemente elaborado, una bendición para el exégeta fiel. También vale la pena recordar cuando se lee esa irritante nota a pie de página de The Great Tradition que denigra a Sterne como “un desagradable bromista”.


Sterne debe, por supuesto, ser una provocación permanente para cualquier crítico que valore la literatura por su sabiduría, madurez o “apertura reverente ante la vida”. Desde el punto de vista opuesto, fue más que un capricho pasajero lo que llevó al formalista ruso Viktor Shklovski a aclamar Tristram Shandy como “la más típica novela de la literatura mundial”. El contraste es muy representativo. Leavis rechaza la tensión experimental en la ficción, al igual que rechaza la teoría crítica, sobre la base de que pervierte la relación natural entre la experiencia (captada con madurez), el lenguaje (realizado concretamente) y la forma (adecuadamente disciplinada). Sterne solamente puede figurar en esta forma de pensar como un escritor que invierte de manera deliberada cada etapa de ese proceso y crea una monstruosidad de tonterías autoindulgentes. Para un formalista como Shklovski, alguien que cree que las convenciones existen para romperlas y que los cánones del realismo son únicamente una convención entre otras, Tristram Shandy —para tal crítico— debe gozar de un estatus privilegiado.


Josipovici tiene mucho que decir sobre Sterne en el curso de estos ensayos. Está de acuerdo con los formalistas en la admiración del Tristram Shandy por sus hábiles juegos con la convención narrativa y su poder para obligar al lector a reconocer su participación en su curioso desarrollo. También puede maravillarse ante el puro control técnico que le permite a Sterne “jugar con el tiempo, detenerse, moverse en una dirección diferente, darse la vuelta repentinamente y abalanzarse sobre el lector desde atrás”. Hasta aquí, el formalista en Josipovici, el crítico que puede citar (con provisoria aprobación) la afirmación de Northrop Frye de que “no cabe duda de que todo el arte está convencionalizado” y que, por lo tanto, como perspectiva de equilibrio, deberíamos tratar de ver las comedias, en lugar de las tragedias, como lo central para el desarrollo de Shakespeare. Es un punto de vista que proporciona a Josipovici numerosos ejemplos y conexiones sugerentes, desde Shakespeare y Sterne hasta Kafka, Borges y Muriel Spark. Los poderes del artificio, del código y la convención ejercen una exigencia que al menos debería detenernos en el camino hacia interpretaciones “profundas” del motivo y el sentido. “Sterne lo hace incluso más burdo que eso”, como ingeniosamente lo expresa Josipovici.


Su punto es argumentado de manera más reveladora en un capítulo sobre Otelo que contrasta la retórica sincera y la estilizada imagen de sí mismo del moro con el juego destructivo de Yago sobre las nociones de auténtica interioridad y verdad. Es, aunque Josipovici no dice tanto, una lectura opuesta punto por punto a la visión de Leavis en su ensayo “El intelecto diabólico y el héroe noble”. Leavis piensa en la “retórica” como una especie de grandilocuencia autoengañadora que está inherentemente en desacuerdo con el auténtico lenguaje “creativo-exploratorio”. Josipovici defiende, de manera paradójica, la expresión convencional como una forma de gracia lingüística inconsciente, corrompida con demasiada facilidad por los gusanos de la conciencia individual que Yago explota.


Pero Josipovici ve un límite en la estética formalista, o más bien en esa versión que últimamente preocupa al pensamiento crítico. Si la escritura posee una dimensión formal o figurativa más allá del control de cualquier autor —si Tristram Shandy es de hecho el “texto” prototípico— las implicaciones de esto pueden tener tanto un aspecto siniestro como uno liberador. Josipovici cita un pasaje de Beckett: “Imaginado inventor imaginándolo todo para hacerse compañía. En la misma oscuridad ficticia que sus ficciones”. Reconocer el carácter formalista del lenguaje, su confianza en los códigos y convenciones retóricos, puede ser en cierto modo más sabio, menos peligroso, que perseguir un ideal de auténtica autoexpresión. Pero el formalismo tiene sus propios peligros, y no es el menor el tipo de cavilación narcisista que amenaza al escritor convencido (como Beckett) de que el arte finalmente ha agotado sus posibilidades expresivas.


Josipovici tiene algunos comentarios pertinentes sobre la novela Doctor Faustus de Thomas Mann, donde la música se convierte en el arte representativo de la cultura entregada al agotamiento terminal, un pacto de los últimos días con las fuerzas de la sinrazón demoníaca. El compositor Adrian Leverkühn renuncia a los recursos expresivos de la tradición occidental a cambio de un repertorio de estilos calculados y artificios paródicos que funcionan para deconstruir las bases mismas del sentido y el valor musical. Su obra maestra se describe (aunque bastante vagamente) como una deliberada contra-declaración de la Novena sinfonía de Beethoven, como una obra cuyo propósito es “revocar” o negar el espíritu del humanismo liberal. Josipovici llega a sugerir que este puede ser el lógico punto final de ese ethos formalista o neoclásico que une a figuras como Borges, Eliot, Stravinsky y Picasso. La valorización del “dispositivo” sobre el “significado”, o el énfasis en el estilo y la forma como las realidades primarias del arte, tienen consecuencias mucho más allá de las previstas por la teoría formalista (o estructuralista) actual.


No parece haber salida al peculiar doble vínculo al que apuntan los argumentos de Josipovici. Los “artistas de la erudición” —con lo que se refiere a formalistas absolutos como Leverkühn— parecen destinados al mismo callejón sin salida destructivo que aquellos “artistas del individualismo subjetivo” cuya búsqueda de autenticidad conduce al silencio o la desesperación finales. Yago no es solamente un pervertidor magistral de la jerga de la autenticidad. También es, como señala Josipovici, un maquinador de recursos infinitos, que idea situaciones y una lógica mortal de acción y consecuencia que se asemejan inquietantemente a la propia actividad del dramaturgo. Si la “trama” tiene prioridad sobre el “personaje” —como lo hace para una larga línea de críticos desde Aristóteles hasta los formalistas actuales—, hay más en juego que una cuestión de técnica o énfasis electivos. Josipovici considera que la trama de Yago para la caída de Otelo es una metáfora muy sugerente, un ejemplo de artimaña diabólica que de alguna manera está ligada a las exigencias formales del arte mismo. Otelo relata sus propias hazañas marciales, ingenuamente retóricas, tal vez, pero inocentes de un designio encubierto. Yago lo atrapa en un papel mucho más siniestro y, por así decirlo, convincentemente dramático. Al final, es Yago quien triunfa, “no solo triunfa con la muerte de Otelo y Desdémona, sino también con el triunfo de la trama sobre la narración en la ejecución de la obra de Otelo”.


¿Qué esperanza hay, entonces, para el arte si todos sus recursos pueden convertirse en una especie de autoparodia demoníaca, una técnica virtual para la destrucción? Su respuesta a esta pregunta es el corazón del argumento de Josipovici, aunque podría parecer, desde el punto de vista formalista, no tanto una verdadera reflexión como una estratagema redentora de última hora. La escritura sigue siendo una actividad corporal, una labor mortal cuyos efectos se registran, inscriben o sugieren metafóricamente en el texto de diversas maneras. Tristram Shandy hace un juego brillante con este predicamento material. Constantemente enfrenta al lector con “hechos” intratables, —como la muerte de Yorick, o la concepción y el largamente retrasado nacimiento de Tristram— que complican absurdamente la narración y que nos recuerdan las maneras en que la “vida” incide sobre el “arte”. Josipovici ve esto como una respuesta permanente a la idea formalista de Tristram Shandy como “un juego con el lector, un brillante ejercicio retórico”. Las ficciones y metáforas corporales de Sterne tienen el efecto de detener el juego textual frente a absolutos tan imponderables como el nacimiento y la muerte. “Tristram escribe con todo su esfuerzo, pero no hay un tiempo privilegiado para la escritura, ninguna cámara aislada del tiempo y del mundo en que el escritor pueda desarrollarse con libertad”. La sexualidad y la muerte se mantienen a raya con todos los trucos del libro narrativo, pero siguen apareciendo en la textura misma de la escritura de Sterne. Tal es la lección que lee Josipovici en Tristram Shandy: la inadecuación de una crítica puramente “formalista” cuando es confrontada con el predicamento corporal y temporal de la escritura.


Pero, ¿puede esta fe interpretativa generalizada ofrecer realmente alguna respuesta a la teoría formalista o estructuralista? Más específicamente: ¿por qué las insinuaciones autoconscientes de mortalidad de Sterne no deberían verse como dispositivos adicionales al servicio de una técnica narrativa ingeniosa? Cualquiera que sea el significado existencial que el crítico pueda otorgar al texto, permanece siempre abierto al tipo de lectura deconstructiva que Josipovici —como abogado del diablo formalista— está dispuesto a entregar. Las metáforas textuales de la vida y la muerte de Sterne siguen siendo solamente eso —metafóricas y textuales— a pesar de la muy natural voluntad interpretativa de investirlas con una mayor importancia humana. Es esta lógica reductiva en la posición formalista la que Josipovici reconoce y necesita volver contra sí mismo para que su argumento resulte convincente.


Las tensiones resultantes se revelan muy claramente en la siguiente glosa sobre el “¡Ay, pobre YORICK!” de Sterne: “Reconocemos la fuerza de nuestros sentimientos: queremos compadecernos de Yorick. Pero nos sensibilizamos solo porque los evadimos. Al fin y al cabo, la frase no es de Tristram…, sino que es una cita de la obra de teatro más famosa del inglés. Así que, si no es el destino de Yorick lo que nos conmueve, ¿qué es? ¿Es el de Tristram por el que nos compadecemos a través de su lenguaje inquietante? Pero no, tampoco es eso, ya que el mismísimo Tristram, por el que nos compadecemos, es solo el producto de la imaginación de Sterne… Pero, ¿quién es Sterne? ¿Será un clérigo excéntrico del siglo XVIII?... El Sterne que experimentamos al leer es el Sterne que escribió; no, el Sterne que escribe. A medida que escribe, cobra vida, y a medida que escribe, muere un poco más cada día. El reconocimiento de esto último es lo que hace posible lo primero”.


La última oración aquí no es tanto un resultado lógico como un giro más en una espiral de interpretaciones opuestas que de otro modo podría continuar hasta el infinito. Desde un punto de partida deconstructivo, esa apelación al “Sterne que escribe” es incapaz de resolver el problema, tal como desea Josipovici. El puro hecho de que haya sido escrito —de que sobreviva como texto para muchos tipos de interpretación discrepante— sería todo lo que quedaría del involucramiento de Sterne con Tristram Shandy. Pocas novelas han llevado esa lección a casa con un deleite tan insistente. De ahí el pathos humanizador del lenguaje de Josipovici, su negativa a aceptar el argumento que conduce del formalismo a la deconstrucción, de los juegos narrativos de Tristram Shandy a la idea de una escritura totalmente separada de la presencia y la intención autoral.


Sus reflexiones finales sobre Kafka abordan el mismo desafío en una forma aún más problemática. Los “textos” en cuestión son una serie de apuntes dirigidos a los amigos de Kafka durante su última enfermedad y su reclusión en el sanatorio de Kierling. Algunos son inteligibles como fragmentos de diálogo, observaciones casuales o simples solicitudes de ayuda. Otros tienen una extrañeza y una resonancia crípticas que desconciertan cualquier intento de reconstruir un contexto probable. “Un pájaro estuvo en la habitación”. “Agua mineral —podría una vez por diversión”. “Un lago no desemboca en ningún lugar, ya sabes”. “Así que la ayuda otra vez se esfuma sin dispensar de su ayuda”. Kafka fue reducido a estos mensajes garabateados por una enfermedad (tuberculosis laríngea) que le impedía hablar. Josipovici destaca la cruel ironía de esta situación para un artista que consideraba la escritura como una empresa plagada de ambigüedades y peligros, un intento desesperado de superar la distancia entre uno mismo y el otro, el escritor y el lector. Cita una de las cartas de Kafka a Milena: “Escribir cartas, sin embargo, significa desnudare ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino, se los beben por el camino los fantasmas. Con este abundante alimento se multiplican, en efecto, enormemente… Los fantasmas no se morirán de hambre, y nosotros en cambio perecemos”.


El pasaje tiene un cierto tono familiar. Podría situarse junto a los numerosos ejemplos de Derrida sobre la forma en que la escritura ha sido condenada, a lo largo de la historia del pensamiento occidental, como una amenaza al sentido y la verdad auténticos, subvirtiendo la autoridad del genuino lenguaje (hablado) a través de su propensión a todo tipo de formas de la mala interpretación distorsionadora. La escritura es el “suplemento peligroso” que abre perspectivas vertiginosas de aberración retórica.


Josipovici no está directamente relacionado con Derrida o la deconstrucción. Sin embargo, está lanzando su argumento contra afirmaciones como esas cuando busca comprender la cualidad misteriosa e inquietante de los mensajes garabateados de Kafka. El propio hecho de que Kafka los haya puesto por escrito —por monótonos, privados o redundantes que los mensajes puedan parecer— es suficiente para provocar “una sensación de espanto y de asombro”. Hay un contraste sorprendente en el tratamiento que hace Derrida de un apunte marginal de Nietzsche: “He olvidado mi paraguas”. ¿Cómo debemos interpretar esta frase?, pregunta Derrida. ¿No podría contener algún significado críptico únicamente descifrable mediante, digamos, una lectura freudiana o heideggeriana? ¿O fue simplemente un memorándum casual sin la menor relación con nada más que el clima y el olvido de Nietzsche? Derrida no ve la necesidad de decidir en un caso que, por absurdo que parezca, le permite plantear una pregunta aún más escandalosa. ¿Tal vez la nota de Nietzsche no sea ni más ni menos “marginal” que cualquier otro de sus escritos? La apelación al contexto como criterio de significación choca directamente con el argumento de Derrida de que los textos no tienen uno sino varios “contextos” posibles, de modo que el sentido es siempre potencialmente ilimitado y no debe estar contenido dentro de un orden claro de relevancia. ¿No podría ser cierto, pregunta Derrida, que toda la producción literaria de Nietzsche tenga el mismo estatus indecidible que la frase: “He olvidado mi paraguas”?


Josipovici se opone rotundamente a cualquier escepticismo radical en lo que respecta al sentido y la intención autorales. Sin embargo, su elección de estos “textos” particulares de Kafka puede verse como un desafío y una invitación permanente al tipo de lectura deconstructiva que Derrida aplicaría. Según Josipovici, su lenguaje extrae un sentido humano de las propias cualidades de extrañeza, redundancia y simple auto evidencia (“Un lago no desemboca en ningún lugar, ya sabes”) que los colocan fuera del alcance de la interpretación “literaria”. Lo que transmiten “no es un sentido, ni un mensaje, sino una persona: a Kafka. Sus anhelos, su ineludible privacidad, su incapacidad para expresar lo que quiere expresar”. Esto presenta de manera más aguda la disputa entre la deconstrucción y toda forma de fe interpretativa humanista. Y, de hecho, la cuestión se reduce a la fe, por más que Josipovici —con su propio tipo de argumento minuciosamente concebido— busque persuadirnos de lo contrario. La escritura y el cuerpo es un intento elocuente de forjar un lenguaje de significado y confianza comunitarios contra los rigores del formalismo y la deconstrucción. Aunque sus argumentos implican una gran cantidad de teorización implícita, su capacidad de persuasión solamente puede sentirse si uno consiente, al final, en abandonar todas las teorías y ser llevado nuevamente al redil interpretativo comunitario. No hay una última palabra en este debate vital. Al final, como reflexiona Josipovici, “debo confiar en que ustedes comprenderán lo que jamás se dirá”.


Artículo aparecido en London Review of Books 21-04 (1983).

Se traduce con autorización de su autor.

Traducción: Patricio Tapia


La escritura y el cuerpo

Gabriel Josipovici

Trad. H. Hevia, Editorial Roneo

Santiago, 2022

182 pp

























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