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Lo culposo

Antes de poder sentirse culpable de haber cometido una mala acción, el ser humano se hace culposo, es decir, construye psíquicamente las condiciones de posibilidad del sentimiento de culpa. Lo culposo se funda en una fantasía primaria: la de una instancia omnisciente que, por tanto, nos impide poseer una existencia íntima. A esa instancia podemos llamarla madre. No es el dios que prohíbe comer del fruto –de nombre padre–, sino aquel ante el cual las criaturas no pueden ocultarse. En sintonía con esta dimensión culposa anterior a la culpa, la noción de pecado original no tiene el sentido de una falta personal en cada descendiente de Adán (como ya explicó Girard), sino que nombra más bien esa privación de la inocencia que supone la aparición de un espacio velado, oculto, íntimo, que será constitutivo de lo humano. La intimidad supone una separación, un pliegue que contrasta con la idea de inocencia.


Este lazo con la intimidad explica que el sentimiento culposo sea hermano de la vergüenza. Ambos remiten a lo que no puede contenerse en el interior. El rubor de la vergüenza es un signo claro de esa imposibilidad. El culposo no puede mirar a los ojos, tampoco el vergonzoso. En ambos casos, la intimidad se exterioriza en la misma medida en que es estigmatizada, en que pone al sujeto en la situación de ceder su poder (de ahí que al culposo se lo manipule y al tímido se lo mandonee). Si no es preciso a priori sentir vergüenza o culpa por aquello que nos sucede o aquello que somos o sentimos, no es porque tengamos el derecho a mostrarlo sin más, sino por el derecho que tenemos de ocultarlo. Solemos pensar que la vergüenza no comporta un juicio como lo hace la culpa, pero tampoco el sentimiento culposo tiene su núcleo en el juicio –en efecto, es anterior a este–. Del mismo modo, no tiene su núcleo en el error, si bien el perfeccionista no tardará en hallarlo. Tiene su núcleo en la presunta obligación de no guardar secretos ante una instancia que lo sabe o lo sabrá todo, una instancia a la que en algún momento deberemos rendir le cuentas y a la que sería conveniente aplacar, entonces, confesando.

 

II

El sentimiento culposo es una fuerza imperiosamente actuadora porque conlleva una incontenible necesidad de reparar (de lavar) alguna falta que no ha tenido lugar. Sin embargo, el culposo monta escenas que finalmente tienen como efecto algún traspié. Si se actúa con sentimiento de culpa, se terminará teniendo la culpa; el culposo se hace culpable. Freud lo expresó con claridad en “Los que delinquen por sentimiento de culpa”, donde remite a Nietzsche, quien también había señalado este aspecto. Puede pensarse que el culposo busca un castigo, pero esa necesidad es anterior a la mala acción. La precede una falta imaginaria: la de guardar un secreto, la de tener una existencia íntima.

Mediante el autorreproche, el culposo busca evitar anticipadamente toda idea de responsabilidad. Si se juzga mal a sí mismo, le ganará de mano al otro, supone. Si pone el cuellito, quizás no se lo corten, supone mal. Si la culpa es ya un castigo, no debería hacer falta superponerle otro.

 

III 

Lo culposo supone una relación con el decir, una creencia de que debemos decirle todo a alguien. No exige que se posean malos pensamientos, sino simplemente que se sienta la obligación de no guardar secretos. Es persecutorio, porque si uno cree que debe decírselo todo a alguien, es porque cree que ese alguien ya lo sabe todo. Decirlo, entonces, es más estratégico que callar. Quizás nos quite de encima su mirada, cuya tonalidad reprobatoria excede todo juicio. Se está en falta frente a esa mirada en la medida en que se tiene una intimidad. En esa medida, la libertad no es tanto de hacer o no hacer, sino de decir o no decir.


La instancia madre es el destinatario evidente de ese decir; en tal sentido, se trata de una madre confesionario (“¿A quién, si no, podría contarle todo?”, se pregunta Theodor Adorno en relación con la suya). Así se actualiza la relación fusional, mediante una prohibición de lo íntimo. En sueños, entonces, la madre también espía, persigue, descubre. El narcisista, que se fusiona con el ideal materno entregándole su vida, es notablemente culposo. El modo en que se sacrifica a esa imagen ideal es un modo de ser de la madre, de no ponerse en juego eróticamente separadamente), de negarse a sí mismo. Entre los atributos de la función materna se encuentra la conformación de esta instancia psíquica, que puede luego depositarse en otros, como el analista o el sacerdote.

 

IV 

Aquello que es íntimo por antonomasia es la sexualidad. El hecho de que su existencia misma se funde en el tabú que cae sobre ella –tabú que es más que una prohibición, es más bien aquello que constituye la vida sexual como “reverso de una fachada” (fórmula batailleana)–, hace que la sexualidad sea la fuente primordial de la culpa, aquello que no podemos decir cabalmente, ni a la madre ni a nadie. El carácter intrínsecamente morboso del deseo sexual sobreimprime al velo un halo de oscuridad, poniendo al sujeto frente a una información inconfesable. Por mucho que se hable de sexo, nunca se dice todo. El sexo es ese asunto sobre el cual no puede decirse todo. Un goce ligado originariamente al abuso (Freud) nos advierte que la humillación y la crueldad ocupan un lugar insoslayable en la vida secreta de los seres humanos. La sexualidad no es el objeto de la culpa, sino aquello que establece las bases del mecanismo por el cual sentimos culpa, las bases de la existencia íntima que no confesaremos a la madre.

 

V

El culposo se hace el bueno. Como un alma bella, sostiene un ideal de transparencia, de sinceridad, no tolera la opacidad natural que le da tener un espacio íntimo. Si el ideal fusionante de transparencia pertenece al narcisismo, el egoísmo –opuesto del narcisismo– tiene en cambio una inclinación a ocultar. A veces oculta simplemente para reservar un ámbito propio, y por eso se trata menos de comprender qué oculta que el hecho de que oculte. El secreto le brinda sentido de la individualidad y, además, una fantasía de control, en la medida en que maneja una información que no comparte.

Cuando el egoísmo se manifiesta como permiso para priorizarse, decir que no al otro o simplemente no decir, la libertad cobra espesor y la culpa no tiene lugar. Cuando el egoísmo está viciado, no se trata ya de quien puede decir que no al otro sino de aquel que no puede no decir que no, porque es impotente para ceder, dar o servir. El “no” aparece entonces de modo compulsivo, automático. Esto se ve con claridad en la película de Maggie Gyllenhaal La hija perdida, una película sobre el egoísmo, aunque la crítica se haya despistado con la temática materna. El personaje de Leda responde “no” de manera automática a una familia que le pide un cambio de reposera y que recibe con incredulidad la negativa a ese pedido trivial. En otra escena de mayor intensidad dramática, tiene enfrente a su hija pequeña, desbordada de llanto, que le muestra un dedo que se ha lastimado y le ruega que lo bese, pero la madre no puede consentir en el pedido. La impotencia se revela aquí como el fundamento del egoísmo viciado, en que no hay sentimiento de culpa pero tampoco libertad. La estructura egoísta permite echar luz sobre el asunto, en principio extraño, que recorre la película: el hecho de que Leda oculte sin motivo supuesto la muñeca de una niña.

 

VI 

Piera Aulagnier ha sostenido una tesis tan clara que cabe entera en el título de su artículo “El derecho al secreto: condición para poder pensar”. Si el discurso de la locura puede concebirse como una carencia de filtro entre lo que se dice y lo que no, la posibilidad de guardar (una idea, una representación) resulta esencial para el acto saludable del pensamiento. No hay sujeto que se constituya sin ese espacio de secreto que pide la liberación de la sombra que pesa sobre él.

La libertad como derecho de no decir, tal como expresa aquel refrán popular que nos recuerda que somos dueños de lo que callamos, exige que no recaiga sobre ese silencio amenaza alguna. De eso se trata la idea de derecho que supo destacar Aulagnier. La obligación de confesar comporta necesariamente la culpa, y en ese sentido resulta difícil creer que la ética que predicaba Jesús admita ese dispositivo que desplegó la Iglesia romana. Su consejo de rezar en secreto, de hablar con Dios a puertas cerradas (presente en el Evangelio de San Mateo), revela una concepción de la interioridad y de su eficacia en el ejercicio espiritual que se echa a perder en el confesionario. “Di sí, sí, no, no, lo que es más que eso, de mal procede”. Para que haya cosecha debe sembrarse adentro, en la oscuridad, cuando la luna no se deja ver en el cielo, debajo de la tierra, en el interior del cuerpo.

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*El presente ensayo forma parte del libro El nacimiento del deseo, publicado por Pólvora Editorial, 2023.

Imagen: The lost daughter - Maggie Gyllenhaal 2021


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