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Foto del escritorJonnathan Opazo

Los choroyes



El castaño más grande del parque está justo a un par de metros frente a nuestra ventana y su tamaño está muy por encima de los cuatro pisos que tienen estas torres de departamentos. Si fuera un edificio tendría ocho pisos por lo bajo. Su follaje es tan voluminoso que los extremos de sus ramas bajas caen pocos metros por encima del suelo y la cantidad de frutos que entregó esta temporada alcanzó para animales humanos y no humanos. De hecho, días atrás apareció una ruidosa bandada de choroyes que aprovechó las castañas de las ramas más altas para alimentarse. Esta clase de loro debe ser por lejos el ave menos chilena en lo que respecta a su carácter. Su vuelo es rápido y festivo. El plumaje verde veteado de rojo y amarillo me recuerda a las camisas floreadas de los cumbieros amazónicos con su garbo de sicodelia ayaguasquera. A diferencia de bandurrias, palomas y treiles con su paleta de colores de funcionario de impuestos internos, los choroyes son la persistencia de la primavera y el verano. Van por ahí como una pandilla que rebota de cantina en cantina hablando fuerte, riendo y celebrando cualquier cosa.


A propósito de pájaros, pajarracos y pajaritos, se me ocurrió que podría clasificarse a los poetas con los mismos taxones que usan los ornitólogos: hay poetas choroyes y poetas paloma. Poetas treile y poetas huairavo. Poetas gaviota y poetas lechuza. Poetas carancho y garza cuca. Óscar Petrel –por ejemplo— es un choroy. Nos encontramos hace poco en un coloquio en el que compartimos mesa junto a Jorge Polanco, poeta y amigo, entre otras y otros que pululan alrededor de la nunca bien ponderada Academia. Una digresión, ya que estamos: hay escritores que creen que un académico es peor que un derrame de petróleo o un accidente nuclear tipo Fukushima. Por extensión, la Academia —dicen— es la kriptonita que debilita sus genios impenetrables, la responsable de todas las malas lecturas. La Academia, balbucean, es La Casita del Terror; la Academia no es la calle, compadre, y yo tengo calle –«Me gusta la calle, los peligros de la calle» dice el humorista Felipe Avello en una parodia donde lo vemos gesticulando en una mala imitación de un clip noventero de los Panteras Negra y aplica a cierta exaltación medio irracional de algo así como La Experiencia Pura, animal más extraño y escaso que el ornitorrinco. Como sea: ahí estábamos nosotros, Óscar con su camisa de choroy, intentando justificar nuestra prescindible presencia en ese lugar con textos a ratos soporíferos y serios como funeral de gerente.


Un viernes por la tarde no podía quedar sepultado bajo el peso de togas y birretes, así es que fuimos en patota a la casa donde Óscar estaba alojándose. Había prometido interpretar para nosotros algunas cumbias en su acordeón y cumplió a cabalidad. Mientras corrían el vino y la cerveza, Petrel versionaba canciones de Los Mirlos o nos contaba historias alfonsoalcaldescas de Puerto Montt y su fauna. Óscar tiene ojo y pulso de etnógrafo. En algunos de sus poemas el sur de Chile aparece deslavado de la mística marketera que inventaron primero los viajeros europeos y luego las agencias de turismo. Su representación del paisaje es en realidad el escombro del paisaje: el detritus que deja la industria, sea salmonera o forestal. Por ejemplo, en el poema «Los ochenta» podemos leer lo siguiente:


Lo único memorable del puente Chacao fue esta imagen: la colosal estructura proveniente de China flotando en el Seno de Reloncaví.


Se parecía al SDF-1 de Robotech


Los versos los tomé de su libro HD. El título —me parece— hace referencia a la alta definición de las imágenes como síntoma de una época cuya cifra podría ser la obsesión por registrarlo todo: el planeta y sus calles como mapa interactivo disponible a cualquier hora para los usuarios de Internet. El extractivismo de materias primas necesita también del extractivismo de información y –me van a disculpar la sociología de cuneta— la disponibilidad inmediata del mundo como escenario del Age of Empire o algún juego afín.


Pero Petrel vive en Puerto Montt y Puerto Montt pertenece a Chile. Petrel es un choroy colorinche en el imperio de la fealdad. Por eso su carácter vital es el humor y la joda. Por eso quizá la cumbia y la versión particular que él y su banda inauguraron –la cumbia afrochilota. Podría haber escogido el pospunk, el rap político o el black metal, pero aprendió a tocar el acordeón. Enloqueció con Los Gaiteros de San Jacinto y viajó a verlos para constatar que más cerca del trópico la palabra poesía se aleja del verso libre y se acerca más al canto popular y colectivo. Junto a su primera banda viajó de pueblo en pueblo hasta el Amazonas tocando en bares, sedes vecinales y canchas de fútbol. Con el mismo acordeón que nos deleitó a nosotros puso a bailar a peruanos de la sierra y la ciudad, bolivianos mascando coca y otras muchas gentes de las muchas américas que hay en América. «Tú deberías escribir Los detectives salvajes de la cumbia», creo que le dije o quizá me lo estoy inventando.


Ahora, mientras intento cerrar este texto, el sol pintarrajea sepia la parte alta del castaño. El temporal del fin de semana no pudo con su armatoste de hojas que, según leí en Wikipedia, solo terminarán de caducar en invierno. Quizá pasen los choroyes de nuevo aunque todo indica que las temporada de castañas llegó a su fin. A veces, de camino a alguna parte, los escucho revolotear por ahí, como Petrel y sus cumbieros. Habría que decir con Gabriela Mistral: menos cóndor y más choroy.

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