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Los Parientes pobres, de Rafael Gumucio


 

¿Se puede escribir una novela donde el protagonista sean todos menos el protagonista? ¿Dónde el personaje principal no hable ni sepamos su nombre? Suena absurdo. Pero funciona perfecto. Una novela donde el protagonista no es el protagonista es la mejor excusa para que el resto lo sea. ¿Acaso no es ese el destino de los padres?, ¿dejar de ser los protagonistas de sus propias vidas? Si no lo es, se parece mucho; para bien o para mal, los hijos terminan siempre desplazándolos, aunque sea solo porque suelen sobrevivirlos.  


Es cierto, el título, “Los Parientes pobres”, instala un norte antes de empezar el viaje. Pero es un norte engañoso, porque es un norte que también es sur. Un norte que rápidamente se nos pierde. O más que se pierde, se reparte entre todos los puntos cardinales, porque lo que parece un libro en verdad son muchos libros. No es una novela coral, o lo es, pero también es mucho más. Construida en diálogos y monólogos, bien podría ser una obra de teatro. Y nadie dice que no lo es, excepto que nadie dice que lo sea. Porque si algo parece gustarle a Gumucio, son las contradicciones, que las presenta como si fuera lo único coherente.


En ese sentido, ¿puede convivir la lógica con la locura? Por cierto. El amor es la prueba. Porque a fin de cuentas, esta es una historia de amor. Entre hermanos. Y con hermanos; premisa última que no podría estar más alejada de la comedia, lo que no implica que no sea graciosa, porque como todo buen humor, y Gumucio tiene experiencia en ese campo, lo prohibido es la matriz misma de la risa. Cuando se logra disociar la acción del juicio, muchas veces no queda más que el absurdo. Y frente a esto, no queda más que reírse, comprenderlo es inútil.


Algún freudiano podría decir que no hay nada más lógico que esta clase de romance. Y tendría razón. No por nada se armó toda una institución para evitar que ocurriera —Tótem y Tabú; una institución tan poderosa, que se postula como la responsable, o la culpable, de todo aquello que conocemos como cultura. Que sea un amor senil ayuda a suavizar el crimen, e incluso a avalarlo, como lo hacen algunos de los hijos del bandido, cosa que, quizás sin quererlo, revela un aspecto profundamente triste: a pesar de su gravedad, los problemas de los viejos pueden ser tremendamente ridículos, porque la tragedia de la vejez, pero también su salvación, es que es difícil tomar a los implicados en serio. Eso les abre un campo de maniobra. Pero también es cierto que les quita dignidad —la tolerancia basada en una condición es indigna para quien la recibe.   


La joya de la corona es el asilo de ancianos, que muchas veces es más una casa de orates que otra cosa. Porque además de ser una historia de amor, es una historia de agencia personal. De esa agencia que inevitablemente se pierde cuando se envejece. Y es más orgánico de lo que se cree. El paso del tiempo. Simplemente la fuerza no acompaña. En todos los sentidos. Se llega a un estadio similar al del neonato, solo que mucho más horrendo, son carismas diferentes; a un recién nacido no se le puede culpar, a un viejo no queda más que culparlo. O como sentencia Emilia, el personaje más joven del libro, al referirse a uno de sus tíos: “… también es viejo, es decir, irremediable…”.


Y nos encontramos con dolores como papilla hervida, placas dentales y maquillajes grotescos, donde cada deseo se lee como un capricho sino derechamente una molestia. Por supuesto que hay más vulnerabilidad que otra cosa, lo que implica una entrega también. Y es que gran parte de la novela discurre sobre qué hacer con el viejo, es decir, gente decidiendo por él. Sus once hijos, número que ya dice algo sobre la personalidad del padre, discuten sobre su destino al enterarse de una transgresión inconcebible. Situación que da pie para desarrollar otra más de las premisas del libro, el zoológico mismo que constituye una familia. Porque las familias son todo menos armonía. Una confusión entre confianza, cariño y rencores, condenada a un destino compartido, aunque sea por separado. Esa tensión que siempre tensa, nunca termina por romperse, pero tampoco por resolverse. Conflicto que vemos patente en la relación entre dos de los hermanos, Raimundo, un ingeniero que pareciera ser el mayor justamente porque no lo es, y el insoportable Rubén, ese tipo de alma humilde y generosa que te perdona a todo evento, sobre todo cuando el culpable es él, lo que suele ser la mayoría de las veces.


Y al igual que esa dialéctica, Gumucio pareciera haber escrito el libro a dos manos y por ende tiene dos almas. Una concreta, de diálogos rápidos y naturalistas, donde al igual que las comunicaciones actuales, son fragmentarios en contenido y tiempo; no necesariamente siguen una lógica, o siguen la misma lógica que un diálogo llevado entre una muchedumbre, o sea, ninguna —en la realidad, la continuidad es contextual, no discursiva—. Por lo mismo, los saltos temporales sin aviso no confunden. Escrito en un lenguaje sencillo y cotidiano, no hay personajes melancólicos encendiendo cigarros, abriendo armarios, entrando a la alcoba o buscando víveres en la alacena. Tampoco hay ceños fruncidos, ni dijo riendo, ni preguntó con sospecha. No se detectan pretensiones ni gravedades, lo que a veces se agradece en una escena donde muchas veces la solemnidad se confunde con calidad.  


La otra mano tiene un alma intimista, pero no por eso afectada. Y no podría serlo, porque también tiene un tenor inevitablemente chileno, que puede ser muchas cosas, pero afectado no es. Tal vez nostálgico, y en consecuencia, eminentemente poético, pero de esa poesía que lo único que tiene de poético es describir con belleza la experiencia y que no olvida que la profundidad también tiene superficie. De esa poesía alejada de la metafísica y anclada en el evento, más metáfora de profesor que de poeta, que en tiempos lejanos eran casi lo mismo, gente de letras; Manuel Rojas, Gabriela Mistral, Oscar Castro, María Luisa Bombal, José Donoso y tantos otros —Gumucio, profesor de Castellano.  


Y en este último registro se mueve Emilia, la hija de Raimundo, quien en un solo párrafo nos describe un pueblo tan chileno, que es posible que ni siquiera haya existido, lo que no quita que, de niño, en algún viaje afiebrado, todos hayamos conocido de paso, sino leído en un cuento; da igual, los fenómenos son parecidos, ambos esporádicos y los dos reales. Ese pueblo perdido y ni tanto, que tiene bodegas y viñedos, alamedas y liceos, adobe y caballos, un almacén y una plaza, helados Savory y Coca-Cola, avenidas Prat y Errázuriz, y que es justamente donde terminamos comprendiéndolo todo.

 

 


 

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