Los tiempos del fútbol
“Llamo transformación silenciosa a una transformación que se produce sin ruido,
y por lo tanto de la que no se habla.
Su imperceptibilidad no es la de ser invisible, porque se produce ostensiblemente, ante nuestros ojos,
pero no se advierte.
Esa indiscernibilidad no es del orden del espectáculo,
sino del desarrollo; no se despliega en el espacio sino en el tiempo.
Tanto es así que el proceso de las cosas se continúa igualmente durante la noche que en pleno día”.
François Jullien
I
¿Por dónde empezar? es una de las preguntas más complejas con las que me frecuento. La membrana temporal que bordea el pasado del presente es frágil como la carbonilla que se utiliza para dibujar; si la apretamos con dureza podemos quebrarla, en cambio, si la tomamos con cuidado podremos dibujar sobre el lienzo manteniéndola casi intacta.
No hay garantías de que un dibujo quede simbolizado como se quiere. Algo así me sucede con el tiempo; no sé dónde algo termina y dónde comienza.
Me desplazo a veces en mis laberintos; de las noches y de los días. Los caminos en los que me desvío suelen ser sobre los asuntos insistentes en mí. Aunque mis pasos recorran lo antiguo, la mirada se tienta y se parte; no se lee dos veces lo mismo. Buscar una cosa es siempre encontrar otra*.
II
Debí cumplir siete años cuando me dieron una pelota de fútbol para jugar. Todavía la recuerdo; azul y amarilla, algo gastada. Pienso ahora que debía tener historia, por los parches cosidos en ella. Me gustaba –y me gusta todavía– que los objetos adquieran algo novedoso por quien estuvo en manos (o en los pies, en este caso). Recuerdo agarrarla con extrañeza: ¿por qué me dan esto? ¿No me conocen? ¿Y ahora qué hago? Preguntas que dieron vueltas por el cuerpo. Y, a la vez, hice lo que pude durante años: fingir. ¡Ay, qué copado! Les decía a los demás –cuando decía a mis adentros: qué ganas de tirar a la mierda la pelota e irme a jugar con las muñecas de mis hermanas–, y nos íbamos a la cancha. Por suerte me tocaba el arco, era bueno para atajar.
En los años que siguieron tuve vacilaciones sentimentales hacia la pelota. Cuando jugaba la selección argentina me encerraba en mi habitación para mirar el jardín secreto y si alguien entraba hacía zapping con el control remoto (el artefacto estaba reparado con cinta, con el corrector de tinta simulando números) y “cambiaba” al partido. Al retirarse “cambiaba” como la furia de un rayo. Sin embargo, si escuchaba un grito de alegría, en voz de mi abuelo, salía corriendo entre las plantas de mi jardín y saltábamos –eso no se puede disimular– de entusiasmo. Tengo una historia con los objetos que no quise; doy un par de vueltas.
III
Un día en la Universidad (lugar de encuentros, si los hay) conocí a Sol; ella estaba con su cabello largo negro hasta la espalda, un sweater y jean en tonos azules, y zapatillas blancas. Tenía el rostro preocupado. Me acerqué a preguntarle si le pasaba algo y me contó que se sentía pésima porque estaba jugando Gimnasia y Esgrima de La Plata (nunca se había perdido un partido): “Me lo pierdo”, me dijo. Como mis conocimientos en fútbol eran tan buenos –como los de ciertas políticas sobre los salarios de los docentes universitarios–, le pregunté si el color que identificaba al club de Gimnasia era el rojo. Nunca nadie me miró con semejante cara de odio.
En la ciudad de La Plata –conocida como la ciudad de las diagonales– la pasión por el fútbol se bifurca en dos colores que van acompañados: rojo y blanco; y azul y blanco. O en palabras de ellos: el león y el lobo. Se pueden leer los fanatismos en las paredes: ellas hablan, en varios lados. En La Plata, a veces me distraigo y me pierdo; las calles no tienen nombres sino números, es decir que, si en vez de subir bajo, vuelvo a empezar. Doy un par de vueltas; me ha llevado un proceso advertir esa separación entre los colores. Porque, para mí, la grieta es la pastafrola de membrillo o la de batata. O la herejía de dulce de leche.
IV
En el transcurso de los meses (luego años) –el fervor con el que Sol me narraba los partidos de Gimnasia– sin darme cuenta, dejé de usar tonos rojos y comencé a vestirme de azul. Ella me regaló una pelota pequeña que atesoro en mi mesita de luz; su pedacito de mundo. ¿Cómo un objeto que durante más de veinte años me generaba rechazo hoy me produce cierta ternura?
V
Ayer escuché una entrevista que le hicieron a Camila Sosa Villada en la que se emociona al nombrar un boliche cordobés. Ella le cuenta al periodista: “no son los lugares, no son las cosas, ni la patria. Son las personas; los otros quienes pueden ocasionarnos felicidad o infelicidad”. Como decía Sartre: el infierno son los otros (que a veces podemos ser nosotros) y pienso que para mí son exactamente lo contrario. O, en palabras de Rosa Luxemburgo, mi lugar es: “donde haya nubes y pájaros y lágrimas humanas”.
Creo que esto nos da el fútbol (vale para otros juegos también): si pudiéramos otorgar atención que allí se gana o se pierde –como en la escritura– y, si lo lleváramos a la cancha de la vida podríamos, quizá, darnos cuenta de que, al perder, algo estamos ganando. La escritora y psicoanalista Constanza Michelson lo narra de una forma muy bella en su libro Nostalgia del desastre: Variaciones sobre el odio, el aburrimiento y la ternura: “El juego significa manejar el ritmo de la presencia y de la ausencia activamente, las cosas están y no están... El juego es un ensayo para las pérdidas, algo así como vacunarse de duelo en pequeñas cuotas. Es un antídoto contra resentimiento, porque de algún modo, en ese juego de presencia y ausencia, aceptaste la cláusula de la vida. Y notas que no está mal”.
VI
Es una época compleja, huele a derrumbe (como varias quizá) desde hace varios meses. Creo que si algo como el fútbol aún nos festeje, aún nos aliente y nos junte –al igual que en la antigüedad las personas bailaban alrededor del fuego–, no solo hace que las llamas no dejen de arder, sino que nos sigue encontrando, cada vez, y ese es un “tesoro vivo”: que suspende al tiempo. Aunque en la cancha cada persona tome su posición, colectivamente llevan adelante el juego.
VII
Me gusta mirar a las personas en el entretiempo del partido; lo que sucede “en medio” del inicio y del final. Hay mutaciones afectivas que no llevan fuegos artificiales –o afloraciones sonoras–.
* “Buscar una cosa es siempre encontrar otra. Así, para hallar algo, hay que buscar lo que no es.
Buscar al pájaro para encontrar a la rosa, buscar al amor para hallar el exilio, buscar la nada para descubrir un hombre, ir hacia atrás para ir hacia adelante”. - Roberto Juarroz