Matar al padre (para servirse de él)
El sociólogo Luigi Zoja hace una observación: solo existe padre en la especie humana. El padre es una construcción cultural. Que algunos machos humanos, a comienzos de la civilización, hayan elegido alimentar a sus hembras y a sus crías, es, según la antropóloga Margaret Mead, “un gesto muy raro en el mundo animal”.
Aunque la evolución premió esta conducta, pues favoreció a esos hijos, no hay nada estrictamente natural en la paternidad. Desde siempre ha habido que insistir mucho más para tener padre que madre; porque la tentación a la regresión a lo que hubo antes, al macho de la norma animal - egoísta y rival de las crías – acecha. Quizá sea esa la razón de haber tenido que construir tamaño andamiaje, al patriarcado, para sostenerlo.
Al padre, dada su contingencia, hubo que inventarlo tantas veces, tantas hasta que se convirtió en un nombre: el nombre del padre. Un progenitor no garantiza ser un padre, sino que padre es un rol al que alguien responde: por la protección, orientación y la inscripción en el mundo de otro ser humano. Pero como todo rol simbólico, nadie lo es realmente, sino que, es a un rol simbólico al que el ser humano responde. Antes está el rol, una función vacía, luego alguien puede encarnarla. Pero no-todo: nadie es “el padre” (ni sus metáforas). Entonces el hijo no es subalterno del padre, el verdadero subalterno es quien consiente a asumir una responsabilidad. Un padre es alguien que se somete a un orden humano.
En la historia occidental, el padre comenzó a encarnar algo mucho más grande que un hombre, pasó a ser el símbolo del eslabón entre la intrascendencia de una vida privada y el mundo público. En Roma, por ejemplo, existió la figura del “hijo alzado”, que era el momento de reconocimiento de un padre a un hijo, fuera este biológico o adoptivo, no era eso lo más relevante, sino que el padre pusiera en ese cuerpecito un nombre. El destino de un hijo alzado o no, reverbera hasta hace no mucho, cuando existían los hijos legítimos y los huachos.
El padre también ha operado como ficción de un límite: “tu papá te va a retar”, dijeron muchas madres a sus hijos cuando su voz no tenía ningún efecto; aun cuando ese hombre no tenía ni ganas ni altura para retar a nadie. Lo que deja en evidencia, que padre tiene más de invento para sostener una función, que de realidad. Padre fue el nombre del lugar de la fascinación, mirar hacia arriba, odiarlo y querer superarlo.
Ha sido también el lugar del “padre de los conflictos”, el primero que se nombra cuando llega el malestar, decimos que alguien nos oprime o nos humilla. Lo que muchas veces es cierto, pero otras tantas, no es una autoridad la que se opone a nuestros deseos, sino que uno mismo. En psicoanálisis no es poco frecuente, que sea, precisamente, por los asuntos del padre por donde se comience a escarbar, hasta entrar, después de mucho rodeo, al laberinto del latigazo materno. Porque madre es el nombre del eco del origen, un lugar que contiene una ley mucho más seria para el cachorro humano; madre es la voz más difícil de la cual desapegarse.
¿Qué queda del nombre del padre? Así como las instituciones en su nombre, la modernidad lo ha ido derritiendo. El lugar paterno fue sustituido por la escuela, así dejó de ser el transmisor de un oficio, luego del saber; hasta hoy, donde no hay garantías, que, respecto de muchos asuntos, los padres sepan más que sus hijos. La revolución industrial inventó al padre urbanizado, humillado por el jefe, hoy el padre inmigrante por fuerza, creando la figura de la vergüenza de los hijos hacia el padre, hacia su origen, su lengua. La modernidad, y su aceleración actual, cortó los lazos intergeneracionales.
La lógica de la transparencia afectó mucho más a la autoridad de los padres, que a las madres. Porque se ha confundido al padre humano con el rol simbólico. Nadie es “el padre”, y quien se crea realmente padre, y confunda su persona con un rol, entonces puede creer que es la autoridad y sentir propiedad sobre sus hijos, eso es autoritarismo no autoridad; esos son los padres terribles y locos. Ningún ser humano está a la altura de la función, pero el problema actual es creer que por ello, hay que destruir la función.
Según Zoja, esta es la tragedia de la intrascendencia del macho: tener que inventar armatostes culturales enormes para justificar su trascendencia; como la guerra. ¿Qué ocurre cuando los viejos códigos se vuelven artefactos inútiles? Algunos responden con la peor versión, regresionando al origen: al macho egoísta, el de la cofradía de hermanos. Quizás algo de eso explique la fascinación de no pocos jóvenes con discursos reaccionarios, pandillas y milicias imaginarias. O bien, dice el sociólogo, arrancan hacia adelante, al estereotipo de los “nuevos padres”, los que salen en las revistas con el torso desnudo con un niño en brazos. Un padre que debe seguir la ruta de la madre. Desde luego es virtuoso que el campo afectivo de los cuidados no sea un asunto exclusivo de las madres, pero la pregunta es quién ocupa hoy el lugar del eslabón entre lo privado y lo público; por cierto, espacios que parecen confundirse. ¿Tiene vigencia hoy el lugar del padre simbólico? ¿Hay adultos, de la anatomía que sea (padre no es exclusivamente un hombre), que consientan a ese lugar?
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¿Pueden conversar las generaciones cuando no existe más el marco de la tradición? ¿Qué es la autoridad, qué la legitimidad de una autoridad? Crece cada vez más la impresión de que se trata de un lugar imposible, de que los padres pueden sustituir su palabra por lenguajes impersonales, por consejos de los especialistas en educación. Quizá nunca antes se leyó tanto sobre crianza. Lo mismo los maestros, si acaso aún pueden llevar ese nombre, es muy posible que puedan ser sustituidos, u obligados a convertirse en cápsulas informativas. A la juventud, por su parte, se la idealiza, se le atribuyen dotes refundacionales, pero a la vez se la criminaliza y se le teme. La pregunta es qué mundo les toca a las nuevas generaciones, cuando educarse no es garantía de nada, ni siquiera de tener un trabajo.
¿Qué es la herencia? ¿Qué se puede decir con algo de legitimidad? Natalia Ginzburg en los setenta se preguntaba, con cierta antipatía, por el orgullo de los no creyentes respecto de su no creer, como si fuera un triunfo. Se ven obligados a decirles a sus hijos, ante la pregunta por Dios y la muerte, que después no hay nada, nada más que restos y cenizas. El problema es que después de eso no hay otra palabra, ningún consuelo. Piensa que esa debe ser justamente la respuesta que no quieren los niños, a quienes no les gusta ir a dormir ni aburrirse, precisamente, porque en la infancia esos momentos se parecen demasiado a la muerte, a algo para siempre, sin retorno, sin mañana. Decirles que no hay más que huesos es robarles algo, una esperanza, un recurso fuera del tiempo. Pero además de ser unas palabras angustiantes, dice Ginzburg, son falsas, porque ¿quién sabe algo de Dios? Es cierto que no se puede decir que existe, pero tampoco que no existe. La verdad es que no se sabe. ¿Se puede decir eso a los hijos?
A fin de cuentas, ¿por qué saber que no hay más que carne y huesos podría ser una alegría? ¿Dar esa respuesta a un niño no será algo más desdichado que honesto? Por último, pregunta Ginzburg, ¿no sería mejor decir que existe para que luego los hijos boten a Dios? Quizá lo único importante en la respuesta a los hijos es la transmisión, no sé cómo, de que hay algo sobre nuestra existencia que no se sabe, que nadie sabe, no se puede saber. Que es como decir: el mundo no parte ni termina en nosotros. Pero además decirles, “pese a que no tengo todas las respuestas sobre la vida, en esta vida, a mí me toca responderte a ti”.
Un asunto actual es la falta de distancia psicológica entre la juventud y la adultez, como si nadie quisiera ser adulto. Quizá se asocia a algo demasiado definitivo, o a sostener una autoridad siempre cuestionable. Padres que les cuentan sus infidelidades y sus borracheras, o bien, que suponen que los hijos tienen las respuestas que ellos mismos no son capaces de dar: “sé tú mismo”, “sigue tu camino”, sin considerar que esas respuestas requieren una trayectoria y experiencia, si acaso alguna vez se responden.
A fin de cuentas, ser adulto es poder decir algo a los hijos, es soportar una posición antes que una certeza; se trata, supongo, de soportar decir algo para después, cuando llegue el momento, ser destituido de ese lugar.
¿Qué palabra tiene sentido decir? ¿Qué puede decirle un viejo a un joven? Alan Badiou arriesga una respuesta en su Mensaje a los jóvenes. Al modo de Sócrates, entiende la transmisión como un pensamiento sexuado, saber y cuerpo, saber y eros, en oposición al saber cómo acumulación de datos. Badiou le habla a la juventud acerca de la verdadera vida, expresión que toma de Rimbaud. No sabemos qué es eso exactamente, aunque habría al menos dos amenazas a la vida verdadera que valdría la pena advertir. La primera es la de inflamarse en los impulsos inmediatos, en la satisfacción sin horizonte, como el primer Rimbaud: el ardor que quema. Y dos, como el segundo Rimbaud vuelto un comerciante esclavista: seguir el camino de la búsqueda de dinero y poder a cualquier costo. Por un lado, la vida como pura pulsión, por el otro, la vida que sigue caminos trillados y que busca seguridad de una manera mezquina.
Sin embargo, hoy la dificultad de separarse del origen y de las pulsiones (como otro origen hecho de sensaciones corporales) se dificulta a falta de pensar la adultez como proyecto, también por la devaluación de la vejez y la falta de rituales que marquen un límite a la niñez y la juventud. Por el contrario, en las iniciaciones –que nada tienen que ver con que los adultos den un pase simbólico, un señuelo para el futuro– los jóvenes están solos en rituales sin ningún límite, muchas veces a través de prácticas autodestructivas como demostración de potencia. Como si eso fuese crecer: la potencia como negación de la impotencia, antes que como potencia creativa.
La tragedia contemporánea es que, a falta de distancia entre las cosas, quedamos demasiado pegados psicológicamente los unos a los otros, y cada uno a su propio devenir corporal. Supongo que a mucho de eso se le llama trastorno de salud mental, también esa indiferenciación se expresa en trastornos sociales, como el pensamiento en masa (por supuesto, las prácticas fascistoides).
¿Qué significa ser hijo hoy? Se puede tener hijos por muchas razones, incluso desconocerlas. La filiación no está garantizada ni en las razones y tampoco por el mero hecho de traer a alguien al mundo. De algún modo todo hijo es adoptado, en el sentido en que es un gesto humano y decidido el de la filiación, el de inscribir al hijo en una historia y responder a su existencia. Cuando fracasa la filiación, un hijo puede también tomar el estatuto de ser una cosa más en el proyecto de vida. Y si la cosa no anda –que, por cierto, nunca anda– lleva a que cada vez más temprano se deposite el problema en un especialista. O bien, son las instituciones que, junto con exigirles todo a los padres, a la vez los desautoricen obligándoles a depositar a sus hijos en especialistas.
¿Qué puede decirle entonces una generación a otra? ¿Aplastar con una ley rígida o liberar el deseo de toda ley? Si la pura ley es voz impersonal, saber sin sentido y burocracia; el deseo sin ley es compulsión sin límite. Ley y deseo debe ser sostenidos como algo articulable, condición una de la otra, como ligazón que humaniza los gestos: hace que la ley y el deseo pasen por la voz de alguien que se vuelve responsable de hacer algo con ello. Eso es un testimonio. Eso es un padre que accede a su rol simbólico, cuya legitimidad no es el autoritarismo sino el testimonio.
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Al fracasar la ley simbólica que ordena los lugares filiales, es que aparecen los que se creen realmente padres, o autoridad, y abusan de su poder más allá de la ley. El abuso es una forma no solo de ir contra la ley jurídica, sino contra la ley simbólica. Cuando no hay ley que funde un orden, hay fusión, indiferenciación, cualquier cosa. Cuando se confunde patriarcado con ley simbólica, luego también se deja en jaque el lugar de los padres, o de la autoridad; se confunde autoritarismo y machismo, con autoridad y disimetría.
Es central distinguir el lugar de la ley simbólica del autoritarismo. La ley simbólica es un “no” que ordena, no solo porque nos salva de la violencia de los otros, sino que también de la propia. Como escribió Freud, la sacudida y el golpe tiene un componente sexual autoerótico. Lacan le llamó goce idiota, porque se trata de un goce que no hace lazo con otro; una buena imagen es el programa Jackass. Como lo dice su nombre, se trata de un programa estúpido acerca de acciones estúpidas llevadas a cabo por hombres adultos. Aunque no es exclusivo de los hombres –el goce de la sacudida puede ir desde la experiencia en el Tagadá hasta las peleas de cantina– es un tipo de satisfacción muy presente en lo masculino. Lo que la ley simbólica hace con ese goce es decirle “no”: no se puede gozar tanto a solas. “Sal de tu pieza”, dicen los padres como un llamado a salir de sí: para que la libido se ponga a circular; para que el hijo se resguarde de sí en el goce compartido. La pregunta es si la cultura hoy dice no, o bien cuánta legitimidad tiene el no. El patriarcado ha sido un código que distribuye los sí y los no: a las mujeres se las desea y posee, pero no se les pega (por eso se hace puertas adentro), se las puede amar, pero no se las escucha como iguales. El feminismo es un código que dice: “no es no”, la palabra de las mujeres y otras voces subalternas importan, su “no” empuja a una equidad política. ¿Y el capitalismo? Su fase actual es la de un discurso del sí, no cualquiera, sino un sí imperativo: debes romper todo límite, la meta es tu satisfacción; si deseas tómalo, incluso si pegas, gózalo, graba y exhibe. El neoliberalismo desestabiliza a la ley simbólica, la que nos separa de la satisfacción inmediata y que regula la pulsión de muerte.
Para Pierre Legendre, cuando no hay padre, nos dirigimos entonces a los hijos, los convocamos a su lugar para hacerse cargo de la falla, con el costo de romper la filiación; que no es sino el costo de que los hijos no se inscriban en una genealogía. Quedan sin herencia, o más bien no subjetivan la que les llega. Luego puede ocurrir que haya solo repetición de lo heredado, sin crítica, sin diferencia; políticamente, es un vicio reaccionario que aspira a la mera repetición, a que nada cambie. Mientras que el problema del rechazo de la filiación suele producir otro problema político: la fantasía de la refundación.
La herencia es siempre problema, no tiene nada de natural, no es la sangre, o, aunque lo fuera, como escribió Philip Roth: incluso aunque lo que se herede sea un pedazo de mierda, obliga a hacer algo con ello. La herencia es sin testamento, cada generación tiene la obligación del doble movimiento de la pertenencia y la separación. Con esto quiero decir que la filiación no es pacífica. La paz en la filiación es paz del conflicto, en el mejor sentido: el reconocimiento mutuo de los adversarios. Mientras que, si no hay negociación, ni reconocimiento mutuo, no hay conflicto sino violencia, es decir, la lucha a muerte por un solo lugar; y si hay paz, es la de la guerra: la de un vencedor y un muerto.
Se requiere de un pacto, es decir de una ley simbólica, que nadie puede encarnar por completo, para que exista la posibilidad del conflicto: para que haya dos, debe haber tres. El tres es el pacto que permite que haya lugar a más de Uno. De otro modo ocurre la violencia del lugar único: el padre mata al hijo, que como metáfora significa quedarse en el poder y no asumir su finitud. Creerse inmune al tiempo y a la muerte, creerse dueño del sentido, creer que no viene nadie después, eternizarse en el poder, es ir contra la ley humana, la que ordena la genealogía: el abuso, en este sentido, es siempre incestuoso. Si se acepta la ley de filiación, si sabes que no eres lo último que ocurrirá en la Tierra, entonces se afilia al hijo, se lo inscribe en una historia: es una manera de decir que se lo sienta en la mesa común, en la mesa de una comunidad. Por su parte el hijo, si no hay lugar a la filiación, y mata al padre en la disputa dual tú o yo, queda huérfano, errante. Y si mata al padre solo para tomar su idéntico lugar, esa generación no traerá su novedad al mundo.
Pero hay un camino para ser hijo y a la vez salir de la familia original: matar al padre, pero para servirse de él.
De acuerdo con el mito freudiano sobre el origen de la cultura en Totem y Tabú, antes de la ley simbólica que estructura a la sociedad, los seres humanos vivían en hordas. En las que un solo macho accedía a todas las hembras. Para Freud el paso a la cultura ocurre cuando la fraternidad de hermanos solteros conspira para asesinar al padre de la horda. Pero lejos de cumplir la fantasía de un libre acceso al sexo, se dan cuenta de que si no crean una ley se matarán unos a otros. La decisión crea la ley simbólica: nadie será nunca más el padre real déspota, sino que ese lugar vacío será ocupado transitoriamente por un representante. Padre se convierte en un lugar vacío, es decir, pasa a ser ley simbólica. Matar al padre para servirse de él, es la entrada a la cultura. Así se crea una ley que hace de distancia y ordena a la vieja horda animal en una sociedad humana: ordena la filiación y genera la separación con las satisfacciones inmediata. Cuestión que no está garantizada, ya sabemos, la historia muestra trágicamente que cada tanto el pacto es roto por la tiranía.
La ley simbólica entonces es la diferencia, no el contenido de ella. Sigo a Diana Sperling: desde el comienzo hay expulsión del paraíso animal, la caída es el saber de la muerte. Se deja lo animal y su rasgo de propiedad de sí mismo, eso nos lleva a una orfandad estructural, nunca es seguro cuál es nuestro lugar en el mundo. Los lazos se crean humanamente, no están garantizados por la naturaleza. Somos arrojados a nuestra libertad y quedamos obligados a interpretar: somos humanos sexuados, hablantes, legales, finitos, temporales.
Se escribe siempre en el desierto. La vida en cierto sentido es escritura, siempre interpretando lo que no está dado, las únicas raíces están en el lenguaje. La perversión ocurre cuando se dice que están en la sangre o en la tierra; la filiación como asunto biológico fue el nazismo. La perversión ocurre también en la caída de la ley de la diferencia: cuando hay fusión, abuso, la falta de lugares y distancia. Las tiranías, precisamente, rompen con los lazos de filiación de manera programada para quebrar a los prisioneros: hay torturas sexuales con ese propósito, el robo de los hijos, el encierro y la muerte de cuerpos indiferenciados.
Otro error es pensar la diferencia como lo identitario, por el contrario, el encierro categorial puede indiferenciar, homogenizar, reduciendo a la diferencia a un listado de variaciones. La diferencia no es contenido. Sperling desarrolla esta confusión a través del mito de Adán y Eva. Éste ha sido interpretado como una historia de subordinación. La mujer nace del hombre. Pero lo interesante de esa historia, dice, es que a Adán no le llega una hembra, en el sentido de una dualidad animal macho/hembra con ciertas obligaciones conductuales y reproductivas. De la costilla de Adán, que por cierto lo fracturará para siempre, surge la diferencia radical. Adán nunca más será Uno, porque lo que aparece junto a él es una dialogante, que lo sacará para siempre de sí: la diferencia es lo que introduce Eva a la escena. Diferencia es lo que nos hace no completos. La diferencia no crea esencias sino potencias. Adán se verá obligado a crear arreglos para convivir con Eva. A veces socios, otras enemigos: lo que habrá entre los humanos ya no son vínculos naturales animales, sino alianzas. Siempre frágiles, en disputa; la búsqueda de justicia e igualdad son precisamente el resultado eso.
La diferencia es lo que obliga a hablar, también obliga a la política, incluso al amor, también a pensar la paternidad como algo nunca acabo. Es decir, es la ley de la diferencia la que da la posibilidad de que algo nuevo nazca, si no las cosas tienden a fundirse, a repetirse idénticas.
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El nombre del padre parece estar vacante. Quizás, por razones políticas, no tenga que llamarse más nombre del padre. Da igual, siempre se trató de un símbolo antes que de una anatomía. Pero otra cosa, es que algo como un nombre, es decir un lugar simbólico ya no tenga sentido, y que todo se vuelva literal. Es una extraña idea de progreso. Una que implica que la responsabilidad por el lugar en el mundo no tenga ningún sentido, y sea el cachorro individualista, la unidad mínima para el nuevo padre llamado neoliberalismo. Padre que no tiene nada de simbólico, sino que es tan real y feroz como quien se cree realmente un padre. O sea, un loco.