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Más allá y más acá de la mampara: a propósito de una novela de Marta Brunet

Publicada en 1946 en Argentina, La mampara volvió a librerías el año pasado, por Ediciones UDP y con prólogo de María José Ferrada. Es la historia de tres mujeres, madre e hijas, que deben empezar a ganarse la vida tras la muerte del padre. Una de ellas, Ignacia Teresa, es una suerte de Gregorio Samsa sin metamorfosis o Neo sin pastillas.

 

El adentro y el afuera divididos por una mampara de coloridos vidrios que llevan a la mente hacia los vitrales de alguna catedral. Es casi la segunda de las dos y únicas pausas que tiene Ignacia Teresa en su rutina diaria, que la lleva del despertar al trabajo. La otra son los muros en los que la humedad dibuja mapas, países. «“¿Qué mundos serán?”, se preguntaba Ignacia Teresa al mirarlos, al no querer mirarlos y quedarse a pesar de su prisa prendida a ellos, detenida, absorta en la gota de agua que lloraba un mar desbordado», escribe Marta Brunet en su novela La mampara. «Pero había que avanzar, seguir la línea del pasillo, sesenta y cinco pasos muy largos, muy largos».

 

Al final de ese pasillo esta la mampara que la libera por segunda y última vez del destino y le da un destello de trascendencia: «A veces el sol, que estaba al frente, aguardándola en la plaza con los pájaros y la maraña verde de los árboles, la hacía súbitamente olvidarse de todo, perdida en su reflejo, en la cambiante atmósfera, de arco iris que crea al atravesar los vidrios, halo de santo en ámbitos celestes, luz en la que se sumergía con extraña y deliciosa sensación de perder gravedad y avanzar suspendida milagrosamente, flotando, hasta toparse con la mampara y los gestos que inexorables la devolvían a la vida real».

 

Ignacia Teresa, una de las tres protagonistas de la novela (las otras son su hermana y su madre), obligada a ganarse la vida luego de la sorpresiva muerte del padre, no tiene la suerte de haber despertado ese día transformada en un insecto, no puede quedarse en casa, debe correr a tomar el tranvía; tampoco tiene la fortuna de haber despertado de la matrix y poder retorcer sus leyes a gusto: su liberación de la gravedad, su vuelo milagroso, pasa, se va. Ella es Gregorio Samsa sin metamorfosis, es Neo sin pastillas.

 

En La ‘reflexion’ cotidiana, Humberto Giannini hace una fenomenología de nuestro día, y establece como estructura de la vida común una suerte de círculo o circunvalación (una «reflexión»), que nos lleva del hogar al trabajo al hogar, del cobijo a la obligación al cobijo, intermediados por la calle, en principio ajena, extraña, con otros que ya no son familiares, pero donde podemos descubrir desvíos de la rutina, como un bar o una plaza, y por qué no esos extraños otros.

 

En la novela de Brunet, la mampara es, en medio del apuro rutinario, un vislumbre de otro presente y hasta de un regreso al presente, aquí y ahora, algo meditativo, quizás arraigado, y en todo caso ajeno a la proyección de todos los días, al impulso unidireccional (el pasillo que la arroja al mundo de afuera). Solo que su casa (¿cualquier casa?), que, desde que murió el padre, comparte con propios y extraños, y que aunque es cobijo o tiene algo de propio, igual está invadida por el destino más allá de la mampara: «Saltaba de la cama, rápidamente, vistiéndose entre idas y venidas a encender el anafe y poner agua a calentar y la leche, y tomar de prisa el desayuno, y salir corriendo para hallarse con la madre en el patio, darle a beber como a una criatura el café con leche, sopeado, sí, sopeado, con una súbita terneza, con una desesperada terneza que hubiera querido alzarla y volverla a lo tibio de la cama, decirle palabras sin sentido y darle a beber como a una criatura el café con leche, sopeado, sí, sopeado, como a ella le gustaba —“Déjala que coma a su modo, y que si quiere sopee”—, y seguirle diciendo palabras sin sentido, con son de nana hasta que se durmiera. Pero no, no, había que besarla, apretando los labios fuertemente contra la mejilla, y correr después por el pasillo, tan largo pasillo, tan largo, estrecho, entre un palacete y un edificio moderno».

 

Sin tiempo o con muy poco tiempo para palabras sin sentido, para preguntas, para flotar, ya fuera, en la calle, Ignacia Teresa acompasa su cadencia con el sentido, la certeza, la gravedad de eso que la narradora del libro llama la vida real: «—Tran... vía..., tran... vía... —ajustaba el paso al ritmo de esas sílabas». Pero, siempre hay un pero, «pero de pronto extendía una mano y tomaba una moneda de oro que el sol dibujaba en el suelo y subrepticiamente la guardaba en un bolsillo, con gesto pueril». Gesto de niño, de niña; adulta, pero infantil. ¿Gesto irreflexivo?, ¿insólito?

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La mampara
Marta Brunet
Ediciones UDP, 2023, 94 páginas




















Street Scene, 1957 - pintura de Laurence Stephen Lowry
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