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Nacer o no nacer


"¿A qué viene todo esto? A que he nacido" dice EM. Cioran en una sentencia mordaz que eriza la piel como todo aquello que se sabe cierto. Pudo decirlo con más gracia, de eso no hay duda, pero ya sabemos cómo era el hombrón: triste y amargo como él solo y así es que lo queremos. Además, para reír tenemos memes. Acá uno:


 

"Todo empezó cuando nací", reza el meme como quien fuera a contar sus dramas al loquero. Y es que no hace falta ser Cioran para caer en cuenta de que el problema de la existencia es precisamente existir. ¿Dónde comienza el sufrimiento de lo humano sino en el minuto en que se hace humano? Pesada es la pregunta cuando se sabe la respuesta, como quién quiere disipar sus dudas revisando el celular de su pareja. ¿Qué queda entonces? ¿Matarse? Qué importa. No es tema ahora mismo. Hay otras formas, por lo demás, de morirse un poco o de sobrellevar este absurdo. Los chistes son una forma, la mejor forma: se recomienda cesar la lectura e ir por unos memazos. 


"«Desde que estoy en el mundo», ese desde me parece cargado de un significado tan espantoso, que se torna insoportable", vuelve a decir el viejo amargo remarcando el problema, eso que él llama el inconveniente de haber nacido. Magistral y certero. Mordaz y fatal. Con todo, la perspectiva de Cioran está incompleta. Su principal problema es que centra todo el asunto en la existencia misma e ignora el origen de todo inconveniente: el otro.

Se suele observar el dilema existencial ensimismando el ser y no abriéndolo: el yo enfrentado a sí mismo, a su propio sentido, a su conciencia del sinsentido, etc. Pero el tema es otro. Siempre es otro. El otro


El rostro, nos enseñó Levinas, carga consigo un misterio y una verdad inagotables. Por eso nunca se borra. Es infinito. Conocemos la muerte no porque morimos, sino porque los otros van muriendo a nuestro paso, tras cada mueca, cada palabra, cada respiro que damos, mueren otros que nos enseñan hacia dónde es que vamos todos, la verdadera Roma a la que todo camino llega tarde o temprano. Mueren como insectos los otros y les sobrevivimos como si nosotros fuéramos quienes acabamos con sus vidas y quizás sí es así en algún sentido. 


“La muerte del Otro me afecta en mi identidad como un yo responsable”, dice Levinas, y luego agrega que esa muerte me impregna la culpa del sobreviviente. Sísifo no puede pensar en el absurdo en toda su magnitud, porque está solo y porque está condenado a la eternidad. Esa soledad adolescente tan propia del existencialismo, peca de depresiva y no hace sino mirarse sus propios pies, sus propias manos, su propia roca gigantesca que impide ver a los demás. Pero el punto es que allí están los otros muriendo absurdamente mientras buscamos un sentido que nos salve. No pienso luego soy; veo el rostro del otro, entonces soy. ME enfrento a esas caras amargas siendo y muriendo; allí es que soy, lamentablemente soy, si redibujamos y ennegrecemos las ideas del lituano. 


Y entonces, sí, en efecto todo empezó el día en que nacimos, sin embargo, la responsabilidad de ese aparecer —caer, diría Baudelaire— en el mundo no está en nosotros, los nacientes —cayentes—, sino en quienes decidieron o, para ser más justos, permitieron que ocurriera ese nacimiento. No caímos, fuimos arrojados, nos tiraron. Nadie nace solo por mucho que la canción de trap “0 sentimientos” diga lo contrario: siempre hay un otro (i-)responsable de nuestra existencia y, por lo tanto, de nuestro dolor y desmesura. 


La pregunta, en tal sentido, ya no es de qué vale vivir, sino si somos lo suficientemente conscientes de las implicaciones de traer a otros sufrientes al mundo. ¿Queremos empujar a alguien más? Suena denso plantearlo de ese modo, la vida no debería suponer puro sufrimiento e incluso si lo es, dirán los más entusiastas, es posible hacerlo distinto, hacerlo bien, hacer un cambio. Demos el beneficio a la duda. Digamos puede ser aunque la experiencia nos dé cientos de miles de ejemplos de que no es así. Repitamos como un mantra, como un eco, que es posible una vida plena, una vida feliz.


Traer nuevas personas a lidiar con el problema de existir y vencer en ese intento, esa es la apuesta. Aun existiendo esa posibilidad, lo innegable es que existe también la posibilidad al menos en un porcentaje de 50/50 de que la vida sea dura y dolorosa, ya lo dijo Schopenhauer, el más amargo de los amargos, "el dolor de la vida no se deja soslayar". Entonces, si somos lo suficientemente responsables con el otro, no deberíamos querer exponer a un otro a dicha posibilidad ni mucho menos a la certeza de la muerte. 


Dicho de otra forma, nacimos producto de la irresponsabilidad de quien superpuso sus propios intereses, deseos y sentimientos, por sobre los de un otro que les resulta incomprensible e inaccesible.

Más allá de las miles de razones ambientalistas, animalistas, económicas, hedonistas e individualistas, todas muy válidas, por cierto, basta este sentido de la responsabilidad y la modestia para entender la insensatez de traer a un otro a poblar este lugar sobrepoblado. A probar suerte. 


Esta versión oscura del pensamiento levinasiano no llama solo a la responsabilidad con ese rostro ajeno en término de derechos vitales; abre la pregunta sobre el derecho a no existir. O al menos a planteárnoslo. Entender que un hijo implica una serie de conflictos infranqueables como la muerte y la alteridad, problemas suficientes como para evaluar la pertinencia de esa existencia. Entender que esa serie de conflictos no nos pertenecen, que serán de ese otro y sólo traerlos es un riesgo inconmensurable, es un buen punto de partida.


No se trata de tomar o no una decisión —o dejar que ocurra— con respecto a una nueva vida humana, al menos no en términos de control o dominio de uno por sobre un otro, por el contrario, justamente porque sabemos que no somos capaces de asegurar condiciones y herramientas suficientes a un otro como para que pueda vivir una vida en donde sobrellevar una mala noche no signifique pensar en el suicidio, parafraseando a Nietzsche, es que resulta pertinente desertar de la idea o, a lo menos, revisarla. Se trata de un gesto mínimo de humildad y de responsabilidad con el rostro extranjero, con la existencia de un tú. 


Finalmente, existe una imagen muy graciosa dando vueltas en internet del pato Donald recién nacido caminando enojado con el ceño muy fruncido. Exacto. De eso va todo este asunto. Sabemos que no sabemos qué significa para el otro ser, pero, como vemos en el rostro y en los puños del pequeño Donald, sus impresiones del mundo no serán tan distintas a las nuestras. Tal vez por eso al nacer lo primero que hacemos es quejarnos y llorar y con el entrecejo arrugadísimo y los ojos bien cerrados: para no verle el rostro a ese otro que nos ha empujado ni lidiar con la culpa de haber nacido.


 

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