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Natalia y Mariana Babarovic

Natalia y Mariana Babarovic son hermanas y han estado conectadas con el arte desde la cuna. Hijas de madre y padre artistas (grabadora y pintor, respectivamente), durante su temprana juventud compartían un pequeño taller en casa, el cual solían dividir con un biombo. Casi cuatro décadas más tarde, vuelven nuevamente a compartir un espacio común, esta vez para exhibir en la Galería 314 una serie de obras que coinciden en su gran intensidad, contundencia y urgencia: urgencia veloz en el caso de Mariana, más pausada en el caso de Natalia. Pinturas, en el caso de Natalia (según sus propias palabras, “sepulturas de un cementerio londinense, vegetación y desechos que rodean y cubren parcialmente los espacios de las tumbas”); grabados, en el caso de Mariana (según sus propias palabras, “una especie de bitácora, un sistema de anotación gráfica que me permite registrar mis sueños de manera sistemática”). Suaves pasajes y transiciones graduales en el caso de Natalia, radicales contrastes y pantallas en el caso de Mariana. Natalia, flemática, operando desde la energía senex y entrelazando una carga barroca con la noción de flatbed picture plane propuesta por Leo Steinberg en los años sesenta; Mariana, apremiante, operando desde la noción puer, y de algún modo heredera de la frontalidad categórica de la obra gráfica de Louise Bourgeois. Podría decirse que ambas creadoras prestan máxima atención a los atributos específicos de cuánto les rodea, y que ambas pueden considerarse artistas “superficiales”, en el sentido en que les importa muchísimo el comportamiento de la superficie de sus obras (“superficiales” también, en la línea de André Gide, cuando señalaba que “nada es más profundo que la piel”). Y aunque la contingencia y la coyuntura les afecta con fuerza, en estos grabados y pinturas se nos revela que el enfoque absoluto de sus obras se encuentra en la profundidad sensible de sus vidas íntimas.

 

 

NATALIA

 

Natalia Babarovic nos presenta en esta ocasión una selección de obras, recientes y antiguas, reunidas bajo el título Bordado. Dentro de este conjunto destaca una serie de pinturas de gran formato creadas entre 1998 y 1999, durante su estadía en el Reino Unido: se trata de Tumbas, inquietantes vistas casi cenitales de sepulcros abandonados y cubiertos de hierba, hallados por la artista en el Cementerio de Abney Park, en la zona norte de Londres. “Sepultadas” durante un cuarto de siglo, estas obras han sido recientemente “exhumadas” para volver a ver la luz y encontrarse con un contexto muy diferente a aquel en que fueron creadas. Fruto de la intensa contemplación, masticadas largamente, sostenidas gentilmente en el tiempo, en estas obras es posible apreciar algunas insinuaciones tempranas de las contradicciones pictóricas que han continuado fascinando a la artista durante su investigación más reciente. En Tumbas nos encontramos frente a pinturas sutilmente rebeldes, disonantes, a contrapelo, algo afónicas, algo letárgicas, en las que se perciben las tensiones subterráneas entre la belleza de la naturaleza y el temor y la incertidumbre ante la muerte, entre la memoria reciente y la memoria remota.

 

De sus superficies vibrantes parecen emerger vapores y gases de la descomposición, además de fluidos que parecen impregnar las telas como si fuesen apósitos absorbiendo las secreciones de esa gran herida en la tierra; de algún modo, también, podrían evocar algunas técnicas de la espeleología, las cuales basan su pesquisa en la identificación de ciertos aromas que, desde grandes cámaras subterráneas -selladas durante milenios- son transportados hacia la superficie por sutiles corrientes de aire emanadas a través de estrechas fisuras en la roca. No sabemos bien si mirar hacia adentro de estas fosas oscuras y con aires de calabozo, llenas de rendijas y recovecos; por muy breves instantes los objetos, hiedra, ramas, malezas y tierra se convierten en huesos, pelo, dentaduras, cráneos, y luego inmediatamente vuelven a ser objetos, ramas, hiedra, malezas y tierra, como si tuvieran dos vidas simultáneas, intermitentes, que se intercambian -entre lo inocente y lo abyecto- entre un parpadeo y el siguiente. Aparecidas por primera vez durante la Era Victoriana y conocidas en inglés como cradle graves, la arquitectura de estas tumbas se asemeja efectivamente a la de una cuna, de una cama, de una puerta, de una pileta, de un jardín, de un portal hacia otras dimensiones. En el caso de estas pinturas es posible reconocer diferentes horas del día, diferentes estaciones del año, y diferentes grados de regulación cromática. En términos de filiación pictórica, al observar estas pinturas parecen venir a la mente varias obras del pasado: entre otras, La lamentación sobre el Cristo muerto, de Mantegna, los trampantojos de Cornelis Gijsbrechts, el Dead Father de Alice Neel, Bed de Robert Rauschenberg y por supuesto La muerte de Marat, de J.L. David: en todas ellas parece palpitar el mismo nivel de intimidad, el mismo enigma y la misma permanente sensación de vida suspendida.




 

 

MARIANA

  

Concebidos inicialmente como parte de una bitácora personal, pero siguiendo de algún modo la lógica de la planimetría forense (que intenta reconstruir y registrar los elementos más relevantes de la “escena del crimen”: personas/personajes, objetos, condiciones y relaciones de tamaño y distancia), los grabados de Mariana Babarovic han cumplido hasta ahora una función práctica e instrumental: documentar las pesadillas que la han acompañado cada noche de su vida. En ese sentido, constituyen dramáticas maniobras de supervivencia, a la vez que reconocimientos esquemáticos y diagramáticos de un territorio en el que todo tipo de acciones, objetos y sujetos son admitidos. Se trata de imágenes de gran arrojo y que generan un cierto vértigo, el vértigo de lo honesto: de ellas se desprende una energía apremiante, algo atarantada y atragantada, de emergencia, de urgencia, impresiones instantáneas de lo inmediato. Y probablemente sean así porque deben ser elaboradas a toda velocidad, antes de ser olvidadas (o, dicho de otro modo, antes de que el cadáver empiece a enfriarse). Siguiendo los pasos de su héroe Alexander von Humboldt, el objetivo de estas imágenes pareciera ser organizar y llevar registro acucioso de sus exploraciones (y sus acontecimientos y elementos): los trazos son siempre iguales, regulares, sin más aspiración que ser puramente descriptivos, de modo de sintetizar y transmitir una información.

 

Es así como en estas obras todo es mostrado de frente, crudamente, sin accesorios, sin acomodos atmosféricos, sin transiciones ni atenuantes ornamentales, un poco a la manera en que los mellizos Claus y Lucas describen con gran desapego su entorno en El gran cuaderno, de Agota Kristof: siempre apuntando a lo esencial e imprescindible, llamando a las cosas por su nombre y evitando contaminar con “intenciones” esa descripción. Un poco, también, a la manera en que el grabador mexicano José Guadalupe Posada (y antes que él, la Lira Popular), tensionaban ilustración y texto en una misma escena.

 

Pero resulta que a estos “registros neutrales” de Mariana Babarovic casi siempre se les arranca la moto, se les suelta la cadena, se salen de madre; sobre la marcha se convierten en rasguños de luz en la oscuridad, constancias erráticas en la comisaría, afilados grafismos íntimos, ásperos y secos. Cabe señalar que la locación en la que todas estas pesadillas “ocurren” es el edificio familiar en que la artista vivió gran parte de su infancia, juventud y vida adulta: desde ese lugar -reconstruido a topetones por su subconsciente- emergen momentos fugaces, episodios recurrentes, chispazos emocionales, algo así como el “lado B” de su vida, transmutado en alto contraste entre blanco y negro (aunque también entre amarillo curry y granate de bugambilia seca, entre verde oscuro de pizarra rural y anaranjado de ladrillo princesa, entre celeste de azulejo de baño y rojo óxido de baldosa batuco encerada; también hay algunos planos de azul marino verdoso, como la piel de higo que Delacroix asociaba a la superficie del mar). Una palabra que viene a la mente y que evocaría varias de las dimensiones que se activan en estas obras es el término caribeño arrecho: entre sus múltiples acepciones están, por ejemplo, “dicho de una cosa que causa admiración o asombro”; “situación muy mala o difícil de sobrellevar”; “dicho de una persona, iracunda o furiosa, atrevida, osada, que lleva a cabo algo sin dudarlo”; “valiente, animoso, intenso, muy vehemente”; “arduo, difícil, fregado”.

 







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Las exposiciones “Las noches” de Mariana Babarovic y “Bordado” de Natalia Babarovic estarán abiertas al público hasta el domingo 30 de junio en Galería 314, Av. Santa Rosa 2260, segundo piso, Barrio Franklin.


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