Novelas inteligentes
No sé si fue Damián Tabarovsky el que escribió una vez “hoy en día, cualquiera escribe una novela inteligente”. No sé si lo dijo él o estaba citando a alguien. No importa. La frase la hago mía en este texto: hoy en día, cualquiera escribe una novela inteligente.
Llevamos algunos años en esto. A medida que pasa el tiempo, cada vez se hace más difícil encontrar una novela que no cierre bien, que no atrape al lector —yo preferiría soltarlo—, que no esté correctamente escrita, que no sea —en proporciones digeribles— “experimental”, que no “interpele al poder” —interpelar al poder: el lugar más común de la academia actual—, que no sea “inteligente”.
La receta para escribir una novela de estas características ya no es secreta para nadie: los talleres literarios, muchos de ellos impartidos por autores de novelas inteligentes, son los grandes centros de extensión donde el conocimiento se adquiere y luego se pone en práctica. Son moldes y recetas que, salvo por pequeñas variaciones, es posible encontrar en gran parte de la producción novelesca nacional. Y ocupo la palabra producción en su sentido más capitalista: producción en masa, producción industrial.
Las novelas inteligentes poseen un encanto difícil de eludir. No sólo son inteligentes ellas, sino también hacen sentir inteligentes a quienes las leen. Al ser novelas levemente experimentales, correctamente escritas, “sin eufemismos” —en palabras de una conocidísima y muy temida crítica literaria nacional—, los lectores no pueden dejar de consumirlas —nuevamente: utilizo esta palabra de adrede—. Es grato leer textos que nos refuerzan día a día lo inteligente que somos, el excelente gusto que hemos llegado a tener. Son como esos amigos que nos palmotean la espalda siempre, que nos dicen que vamos por buen camino, aunque estemos a punto de tomar la peor decisión de nuestras vidas.
El auge de este tipo de novelas —y de su consagración como horizonte— tiene no pocas consecuencias en la forma de pensar la escritura y la lectura. Quienes escriben novelas inteligentes y correctas piensan la escritura en términos de certezas y verdades, en términos de codificación y decodificación, y no como equívocos, fracaso, guerra consigo mismo. Es una vuelta conservadora a la certeza del yo, tanto de quien escribe como de quien lee, si acaso es posible hacer una diferencia tan radical entre quien escribe y quien lee.
Quisiera dar algunos ejemplos. Isla decepción (2021) es una buena representante de la novela correcta. Dejando de lado la sorprendente importancia que ha tenido la escritora en tanto figura autoral —ya habrá otro momento para hablar de este fenómeno—, la buena recepción de este texto en los espacios mainstream se debe principalmente a la limpieza de su escritura, a cierta jerga buena onda que genera complicidad con los jóvenes, a dosis tolerables —y por cierto inofensivas— de cultura de masas, a la inclusión superficial de temas de moda —migración, protesta social, ansiedad, entre otras—. En Isla decepción, cada punto y coma está donde debe estar. La pintura nunca se sale de sus márgenes, incluso en sus trazos más finos. Es, desde todo punto de vista, una novela inteligente, en el sentido de bien pensada. Si en Puig tenemos un gesto político radical en la inclusión de elementos vilipendiados por lo mainstream —telenovelas, folletines, revistas de moda—, en Isla decepción se incluyen elementos de la cultura de masa indudablemente cool: toda una estética narrativa de las películas de Wong Kar-wai, Hirokazu Koreeda, Yoji Yamada, y el cine de las imágenes límpidas y hermosas en su cotidianidad. No hay riesgo propio en Isla decepción, pues sus referentes ya tomaron el riesgo desde antes por el texto.
De Limpia (2022) se pueden decir cosas parecidas a las novelas de Luna Miguel, aunque en menor medida. (No me interesa mucho hablar de los/as autores. Escribo el nombre de la autora como aplicación metonímica del sustantivo propio). En Limpia otra vez nos encontramos con un texto bien escrito, correctísimo, con un uso del lenguaje que genera complicidad con el preclaro lector. Lo que el texto había logrado a lo largo de toda la novela se cae estrepitosamente cuando tiene que hacer hablar a sujetos subalternos: dos ladrones de clase baja que entran a la casa patronal, escupen con rabia y tratan a medio mundo de culiaos. ¿Qué había logrado el texto? Desnaturalizar el habla popular y los imaginarios que merodean la teoría de la representación. Hasta ese punto, había sido un acierto que una trabajadora de casa particular hablara utilizando términos “complicados”, pero pronto —justo en el momento que unos personajes que no le hablan al lector, hablan— nos damos cuenta de que no es más que una estratagema para hacer de la novela una novela inteligente, bien pensante. Otra vez: de manera muy tangencial —tal vez como una forma de decirle a los/as lectores “no se preocupen, no me he olvidado de lo que ocurre allá afuera”—, se menciona la protesta social, aunque utilizando la manera más prosaica de todas las disponibles.
Excursus: la persistencia del realismo en la literatura nacional —ocupo la palabra nacional con pudor— no proviene, a mi entender, de una vocación criollista o provinciana o comprometida con lo social de nuestros/as autores. La persistencia de esta estética específica tiene su origen en una idea particular de la literatura, una idea conservadora y despolitizada de la escritura: la de la representación. Para muchos de nuestros escritores, la literatura se juega en la representación de lo social, no en su rotura o quiebre. Por eso, tenemos autores bien posicionados como Diego Zúñiga (uso metonímico del sustantivo propio) que toman relatos sociales y no pueden hacer otra cosa que ficcionalizar dentro de lo imaginable —lo imaginable dentro de lo imaginable: todo relato social es, ante todo, una ficción—. Es lo que ocurre en Racimo (2014) y Tierra de campeones (2023), dos novelas que, a partir de hechos históricos y relatos orales, ficcionalizan sin apartarse demasiado de lo previsible. Al otro lado, en las antípodas, están textos como La estación del pantano (2022) de Yuri Herrera, que toma relatos sociales y aprovecha de inventar una lengua y una sintaxis propia a partir de los espacios en blanco que deja la vida de Benito Juárez, o textos como Quebrada, Cordillera en andas (2007) de Guadalupe Santa Cruz, que politiza zonas no politizadas por la historia y el discurso hegemónico: los ríos, la cordillera, el altiplano, las quebradas.
Fin del paréntesis.
Último ejemplo. Dos de los textos más inteligentes que ha dado estas tierras: Un verdor terrible (2020) y MANIAC (2023). Estos de Labatut (de nuevo: uso metonímico etc, etc) están en una categoría especial de lo inteligente, que acaso corresponde a una derivación bastante lógica del tronco principal. Estoy hablando de las novelas serias, que abordan asuntos serios y mayores con un lenguaje transparente y —otra vez— correcto. Si algo diferencia estas obras de las otras que he mencionado aquí, es el total desinterés por la pregunta política, tanto en sus temas como en la escritura (Diferencia, dicho sea de paso, que no existe. No hay separación entre contenido y forma). Un verdor terrible y MANIAC son textos escritos con un lenguaje transparente y de trazo grueso, que abordan asuntos importantes y tienen de protagonistas a genios de la ciencia. Si la literatura —tal como la pienso yo— no busca confirmar o representar el mundo, sino romperlo o ponerlo patas arriba, estos textos de Labatut son una extensión obvia de la realidad, una realidad determinada por la lengua hegemónica que privilegia siempre la comunicabilidad y el acuerdo.
Ahora bien, llegado a este punto, cabe hacerse una pregunta: ¿qué hace política una novela o un cuento? No es la inclusión en la trama de personajes revolucionarios, obreros, migrantes, trabajadores de casa particular. No es el realismo ramplón ni el sobado criollismo sin reflexión. Lo político se juega en las pequeñas decisiones que se toman en la frase, en las palabras que se eligen, en los párrafos que siguen a otros párrafos. Las novelas inteligentes de hoy se precian de políticas porque incluyen en la trama ciertos elementos de protesta social, algo de teoría literaria y algo también de habla popular, pero ¿acaso es esto lo que puede “interpelar al poder”? ¿Son estas las novelas “urgentes” —la nueva palabra de moda de la academia, los reseñistas, los editores, los escritores, de todo el mundo—? Me permito dudar. El potencial político de un texto está en politizar aspectos que nunca antes habían sido mirados de esa forma. Está en una cierta mirada de sospecha, no en la observación lúcida que alumbra lo ya iluminado.
Atrapados en las estéticas de la representación, la literatura se ha vuelto por momentos nuestra entretención inteligente de la época —en palabras, ahora sí, de Tabarovsky—. Allí, es posible encontrar la confirmación de todo lo que ya pensamos, de todo lo que ya creemos; nos hace sentir que somos muy inteligentes y listos. Salimos de esas lecturas con muchas más certezas que dudas. Yo prefiero, en cambio, salir quebrado, destrozado.