Paradojas del deseo
[-] Esta ausencia espesa que se llama deseo.
J. LACAN
Qué difícil hablar del deseo sin confundirlo con la vivencia subjetiva de las ganas. De modo casi imperceptible, la idea del sujeto deseante se nos desliza hacia la figura de un muchacho entusiasta, ávido, incansable, siempre proclive al movimiento, sea en la dirección que sea.
Y no es que la cosa no pueda tomar ese sesgo. El problema, en todo caso, es con qué concepción de deseo (y, fundamentalmente, de sujeto) estamos operando. Lo cual habrá de determinar nuestras lecturas, nuestras puntuaciones, nuestras intervenciones.
Si el psicoanálisis postula que el deseo es inconsciente, acaso haya que tomar este postulado de un modo fuerte, alejado de cualquier anhelo consciente: se trata de algo extraño, enigmático. A tal punto que la posición del sujeto ante el deseo no es la de ir a abrazarlo, es más bien la de poner en marcha todo un dispositivo defensivo. Es que no solamente no sabemos de nuestro deseo (la “nesciencia”, dice Lacan, la ignorancia, el desconocimiento), sino que, de manera más radical, no queremos saber.
De ahí que este huésped extraño genere conflicto, tensión, inquietud. Y de ahí, también, que favorezca la formación de síntomas, que devienen la máscara del deseo, y que el analista está invitado a leer, descifrar, para encontrar las huellas, las pistas de ese vector inasible. Inspirado en el célebre y hegeliano deseo de reconocimiento, Lacan llega a invertir la fórmula para hablar del reconocimiento del deseo: es el deseo (no el sujeto) el que busca hacerse reconocer.
Si a esto le sumamos el hecho de que el deseo se presenta como algo no articulable, no decible, o que solo puede decirse entre líneas, entonces ya asistimos a una noción más que problemática. Que no hace más que poner en cuestión nuestra idea más cotidiana del asunto, nuestra pregnancia ante esa palabra tan cautivante y prometedora.
Son tantas las vicisitudes del deseo, tan variados y hasta antagónicos los empleos del término, que su manifestación clínica admite diferentes escenarios. Por ejemplo, hay quienes consultan porque su deseo ha desaparecido del mapa, o está bloqueado, aplastado, y viven en una suerte de inercia cotidiana. Como esos estados de inhibición, parientes de la depresión, cuyo signo más saliente es la inmovilidad. De alguna forma, vienen a análisis para lograr despertar.
Pero hay quienes acuden al analista justamente porque han despertado… Porque el deseo ha irrumpido, ha perturbado la homeostasis, y no saben qué hacer. O porque han aparecido síntomas de esa irrupción, y aquí el deseante puede confundirse con el insomne. Como señala Lacan en su seminario consagrado al tema, el deseo se presenta ante todo como un “trastorno”; incluso, como “el tormento del hombre”.
Hay una variante todavía más delicada. Es la que presenta Freud en 1916 a propósito de ciertos tipos de carácter. Así como nos habíamos habituado a entender las neurosis como el resultado de un deseo que no se había realizado, aquí nos encontramos con una sorpresa algo embarazosa: muchas neurosis se desencadenan porque el deseo se ha realizado! En el momento en que “por fin se le dio”, el sujeto sucumbe, se cae de la escena… Y no es un mero tropiezo, algo que permitiría volver a incorporarse y seguir andando, es un “vuelco trágico”. Por eso Freud los bautiza como “los que fracasan cuando triunfan”.
Pero no siempre el destino es tan funesto. Muchas veces el deseo trae consigo una marea de angustia que, si se la puede atravesar, abre un territorio auspicioso, novedoso. Como el caso de aquella mujer que acababa de recibir un regalo extraordinario e inesperado: su pareja la invitaba a recorrer Europa, el sueño de toda su vida (y de la de sus padres). Tras los festejos, la euforia, la ilusión, algo comienza a virar, como esos acordes disonantes que asoman en las películas para anunciar un cambio de atmósfera. Y aparece algo ominoso, el vértigo, la culpa, que declinan prontamente en un miedo intenso a subirse al avión. A ese avión, no a otros, a los que podía subir con total tranquilidad en situaciones eventuales de su trabajo.
Pero el avión del deseo tenía muchas más chances de sufrir un infortunio. Sobrevolaría en una zona incierta, sin garantías. Y ahí no había manual de autoayuda que ayudara. Tampoco la receta racional: “¿Sabías que es el medio de transporte más seguro del mundo?”. Finalmente, el viaje pudo acontecer, no sin una dosis previa de temor y temblor, un auténtico peaje de angustia. Una vez franqueado ese borde, la escena soñada. Y, como suele ocurrir en estas circunstancias, el viaje de vuelta ya era infinitamente más “seguro” que el de ida, la vuelta al territorio familiar, algo patente en algunas configuraciones fóbicas.
Así, pues, el deseo nos interpela, nos divide, nos “castra”. Y no podemos soslayar, en este sucinto recorrido, algo central, otra perla que Lacan extrae de la dialéctica hegeliana: el deseo es el deseo del Otro. Por cierto, no es lo mismo desear al Otro que desear el deseo del Otro. Dicho en freudiano antiguo, no es lo mismo que el niño desee a la madre a que desee su deseo. O, en un lacanés más moderno, no es lo mismo hacer el duelo por un objeto que se pierde que por un Otro en el que ya no se tiene lugar.
Hay algo más que se desprende de la fórmula del filósofo alemán: es en cuanto Otro que deseamos. Lo que vuelve complicado, casi imposible, concebir al deseo en primera persona. Y éste ha sido, en la tradición analítica sobre el tema, un notable cambio de acento por parte de Lacan: la cuestión no es tanto qué desea el sujeto como desde dónde se le plantea el problema del deseo. Que es, a fin de cuentas, lo que más se le escapa.
Por eso hablar de las paradojas del deseo, como hemos titulado estas líneas, no puede sino constituir una redundancia. El deseo es, por estructura, paradojal. Algo que, a la vez, dice que sí y que no, que nos moviliza y también nos paraliza, que nos lleva al pasado (la nostalgia, el matiz tanguero) pero que no deja de mirar al futuro, que es incompatible con la palabra pero que no podría surgir sin la palabra, que se fija a determinados objetos aunque siempre es “deseo de otra cosa”, que puede resultar tan vacilante como decidido, que nos liga al Otro y también nos separa del Otro.
Y a las paradojas, como aconsejaba Winnicott, mejor no intentar “resolverlas” o tratarlas como contradicciones, porque ahí las perdemos como paradojas. Que tanto nos ayudan a pensar.
Juan de Olaso
Psicoanalista, doctor en psicología por la Universidad de Buenos Aires, profesor regular adjunto de la Cátedra I de Psicoanálisis: Escuela Francesa y docente de la Maestría en Psicoanálisis (Facultad de Psicología, UBA). Autor del libro Paradojas de la inhibición - Ediciones Manantial, 2015