Poder popular y miedo al pueblo
Como aparece en el documental La batalla de Chile (que recién se pudo ver aquí en 1997), en los años de Allende, sobre todo en el paro de octubre de 1972 y en los meses antes del golpe, la gente, entonces llamada el pueblo, se organizó por sí misma para superar el boicot y la desestabilización implacable de la oposición. Ser leal al gobierno y lograr algo con la revolución, o la vía chilena al socialismo, fue una fuerza impredecible que hoy, 50 años después, aparece como la más perdida y clave del momento: la casi total desaparición del pueblo, de la sociedad, ante un Estado hipertrofiado, errático, que tiende a corromperse, con una elite dueña del país que no cede ningún milímetro de sus privilegios, un poder mal diluido entre buenas intenciones de participación: gracias por llenar el formulario online y responder a nuestras preguntas; voto obligatorio por unos candidatos que cambian de discurso según las encuestas o la noticia de hace media hora.
Ante la huelga de los camioneros y los comerciantes en 1973, del campesino al obrero encontraron sus propias formas de relación, como pregonaba el MIR, y por eso también llegaron a querer prescindir de los representantes políticos: querían ellos mismos diseñar y realizar lo común y lo público. Ese fue el poder popular que asustó incluso a la izquierda y se hizo demasiado peligroso. Era el poder que Allende pretendía legitimar en el plebiscito que anunciaría el martes 11 de septiembre. Propondría crear una cámara de los trabajadores, con poder de ley tal como la de diputados y el senado, para que tuvieran incidencia directa en organización del Estado. Tenía una base de voto de más del 40 por ciento: esa siempre fue su jugada, avanzar por la vía democrática en los derechos del pueblo, entonces pobrísimo y con mucha conciencia política.
La organización social que surgió con la UP es un giro de poder fundamental que fue brutalmente aplacado: no es el Estado sino la sociedad –la sociedad contra el Estado, como teorizó Pierre Clastres sobre los indios guaraní–, los trabajadores organizados, la que crea nuevas formas de funcionar. El Estado, en cambio, se queda entrampado en una legalidad y burocracia penosas que favorecen a su aparato y a los dueños del país, siempre incapaz de perder sus beneficios. Es la derecha que hace 50 años tenía un feroz brazo armado, Patria y Libertad, que llamaba directamente al golpe y a derrocar el gobierno, ponía bombas en los trenes y mataba a dirigentes y obreros. Un grupo contra la sociedad y el Estado: el pueblo unido, vencido por los militares, la fuerza legítima que debía respetarlo.
“Los momios nunca han respetado al gobierno, los señores de la plata están escondiendo las cosas que la gente tiene que consumir, para que la gente se de vuelta contra el gobierno”, decía justo antes del golpe un obrero del Cordón Cerrillos, donde 250 fábricas tomadas por los trabajadores estaban unidas; era uno de los 31 cordones industriales del país. “Los trabajadores somos más, los patrones son menos. Existe la inteligencia del pueblo, los comandos comunales, la solución orgánica para unir a la clase proletaria para las soluciones concretas”.
Cincuenta años después, vemos que con el golpe ese pueblo organizado fue humillado y tras diecisiete años de dictadura recién empezó a “salir” de la pobreza: se volvió sujeto de crédito, el usuario lo paga todo, con bajos sueldos y pocas prestaciones. Los índices económicos de Chile en los treinta años siguientes serían de los mejores del continente, incluso del mundo, repiten los economistas, pero la supuesta mejora generó la paradoja del descontento. ¿De qué se quejan si han mejorado tanto?, se preguntan esos economistas, sin darse cuenta de la impotencia y la desesperación de vivir siempre debiendo, siempre pagando, nunca dueño del tiempo propio e incapaz de lograr aunque sea un sueldo justo. Si el pueblo trabajador hace 50 años encontraba una dignidad y una posibilidad de futuro en ese trabajo –“Nosotros nunca habíamos tenido nada”–, hoy es más bien una obligación penosa y desconfiada donde se consume y triunfa el que “la hace” para sí mismo –“Con mi plata no”–, sin que importe mucho ni el resto ni el lugar ni el futuro. En dictadura era peor: lo social llevaba el miedo a la delación y al prójimo.
“No se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza”, dijo Allende en su último discurso. Hoy ese proceso social, degradado a números estadísticos, otra vez se demoniza por un estallido de descontento con las instituciones encargadas de él –de los fondos de pensiones a la salud y la educación–, un poder popular sin estrategia y siempre condenado por violento. Para peor, la parte más baja de ese pueblo, los llamados asentamientos precarios, son objeto de trabajo dudoso para organizaciones “sin fines de lucro”, donde jóvenes profesionales con léxico sociológico cobran los cientos de millones que el pueblo jamás podrá tener para su supuesta capacitación y ordenamiento.
Sirva una reflexión de Isabelle Stengers sobre esa incomodidad, burla o horror ante el poder popular, peor mientras menos manejable. “¿No es a fin de cuentas lo que
podríamos llamar ‘miedo al pueblo’? Los pensadores del siglo XIX usaban palabras que hoy nos causarían rechazo, pero no por ello han perdido su fuerza. Cuando la muchedumbre es descrita como una mujer irracional, influenciable, sensible a todas las seducciones, sujeta a crisis de violencia, a los arrebatos más odiosos, queda claro que tanto la muchedumbre como la mujer esperan a su amo con esta alternativa insuperable: ¿demagogo o pedagogo? El pueblo es peligroso, muestra el demagogo que sabe llamar a los monstruos enterrados. Solo una pedagogía racional, que lo separe de sus demonios, puede constituir al pueblo en una fuerza de porvenir, dicen los que están tentados de reírse entre dientes”. Cómo son de tristes y siniestras esas sonrisas.